domingo, 13 de septiembre de 2009

Carrera Corta

Una de diez cuadras podría considerarse una carrera corta. Es, unos pesos más, unos pesos menos, una luca. Pueden ser novecientos veinte u ochocientos treinta pesos. Hasta mil cien o mil doscientos, según la suerte del cliente con los semáforos o la pericia del chofer para llegar al mayor número de luces rojas, y la congestión vehicular, como dirían en los noticiarios. "Carrera", para quienes no estén enterados, es el término que los taxistas utilizan para denominar el recorrido efectuado acarreando uno o más pasajeros; se lo puede definir también desde el punto de vista de los honorarios percibidos, como el equivalente a un viaje pago. En los alrededores del apacible barrio residencial conocido como Las Lilas, en alusión al parque del mismo nombre, abundan los taxistas expertos en carreras cortas debido a la cercanía de estaciones de metro, de la casa al metro, del metro a la casa. Convengamos que el rango de estas carreras va desde los quinientos a los dos mil pesos, de las siete a las veinte cuadras, desde carreras de las que llamamos cortas a carreras un poco mayores, pero nada mucho más considerable. Asimismo, y debido a que los dedicados a ellas cumplen sus funciones generalmente en las horas previas y posteriores al horario de oficina, a mediodía abundan miembros del gremio reposando, en las calles más tranquilas, alrededor de las plazas o la fresca sombra de frondosos árboles durante los meses de aire más caluroso o días generosos en invierno. En ese horario se reúnen también a conversar, a discutir aspectos atingentes al gremio en general, un alza en el valor de la bajada de bandera por ejemplo, los deshonestos comentan alguna nueva forma de adulterar los taxímetros, el precio de la bencina. Otros se dan tiempo para galantear con asesoras del hogar que a esa hora salen a comprar pan o a buscar niños a los jardines infantiles y colegios de la zona, ver pequeños televisores portátiles o escuchar, solazados, algún programa radial, de preferencia dedicado a asuntos amorosos y sexuales. Estos grupos se encuentran en lugares determinados por entes municipales, cuyo uso se reserva para taxistas, incluso para taxistas determinados. Sin embargo, no todos son dados a las juntas gremiales, prefieren retirarse a descansar en soledad en alguna calle más quieta, sin interactuar con otros seres humanos sobre sus asientos reclinados.

Tomó a una mujer en exactamente a una cuadra de una de las salidas de la estación de metro Tobalaba, de gran afluencia, pequeña concentración de oficinistas, restaurantes, empleados de todo tipo, una estación de combinación. Contra todo pronóstico, estaba trasladando pasajeros a la hora habitualmente destinada a reposar. Ella, de estatura media y un tanto gruesa, vestía completamente de negro, pantalones y una blusa ligera, alhajada con algún collar, pendientes y anillos de fantasía, maquillada levemente, un tono azulado en los párpados superiores, delineada y de labios rosa metálico. Las manos endurecidas, de uñas largas, gruesas y duras, pintadas en un tono rosado en combinación con los labios, igual que las asomadas tras la franja de cuero sintético que afirmaba a los pies sus zapatos. El pelo lo llevaba suelto, un poco desordenado, hasta la altura del cuello y teñido rubio, dejando ver cerca de las raíces su oscuro color original. Él iba en mangas de camisa, arremangadas hasta el antebrazo, camisa a rayas celeste y pantalón azul, gastado. No era una mujer cualquiera: se ubicó en el asiento delantero, junto al chofer como copiloto, a diferencia de lo que habría hecho un pasajero ordinario, sentarse atrás. Al entrar al taxi se lleno los pulmones con el familiar olor a vainilla, proveniente de un pino amarillo -¿hay alguna relación entre el amarillo y la vainilla?- colgante de la guantera. El espejo retrovisor estaba reservado para un rosario y un escapulario, protectores en días de lluvia, noches de duro trabajo por barrios peligrosos y de conductores imprudentes. Sobre la guantera había un paño burdeo, igual que el que protegía los asientos traseros, con flequillos dorados, y sobre éste unos anteojos de sol y monedas de quinientos pesos.
El taxi paró en una calle con nombre de flor, junto a un sitio baldío, sobre el cual otrora estaban edificadas cuatro casas, todas de dos pisos y con piscina. Con la destrucción de las casas y su reemplazo por torres de departamentos parte de la vida de barrio había sido también demolida. El chofer se acomodó en su asiento, era la última carrera hasta que comenzara a caer la tarde y abundaran otra vez los oficinistas emergiendo de las profundidades. Encendió la radio, se puso los anteojos, cruzó los brazos detrás de la cabeza. Con el asiento deslizado lo más lejos posible del manubrio, las piernas estiradas en su máxima extensión y el respaldo en ángulo de ciento cuarenta grados, disfrutó los tres minutos con catorce segundos de relajo que demoró el inicio de la hora de descanso, los cuales le parecieron aun más breves. Se limpió con una servilleta arrugada y botó el papel hacia el pasto inerte que rodeaba el sitio de demolición. La mujer escupió hacia la calle a través de la ventana. No importaba quien los hubiera visto, nadie los conocía en el sector y estaban ocultos, él bajo la película que polarizaba los anteojos y ella bajo el volante. El chofer le pidió a la mujer que sacara unos sánguches que había en la guantera y se lo pasara. Le comentó que todos los días se los dejaba preparados su mujer antes de salir a trabajar, desde hace veintitrés años. Mortadela y queso, durante veintitrés años, a veces jurel y lechuga. Siempre con mayonesa, también preparada por su mujer. Pocas veces se veían en la mañana. Le ofreció el otro, uno le bastaba. Compartieron el almuerzo y siguieron conversando un rato más. Ella tenía que seguir trabajando. Tomó seis de las monedas que estaban sobre el paño rojizo y se despidió. Ya se volverían a encontrar, empezaba recién la primavera, que para ella significaba más trabajo y más ingresos. Afuera un zorzal intentaba detectar, ladeando su cabecilla hacia la tierra, algún gusano. Corrió y voló con el portazo. El taxista se incorporó para cambiar el dial mientras sonaba Roxanne, ajeno al mundo exterior, recluido en ese automóvil que era un pequeño hogar paralelo. Sobre la vereda se perdía el taconeo de la mujer.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Todo lo demás

X e Y han mantenido una relación por un tiempo prolongado, pero algo incontrolable y superior impide que esta se mantenga, prosiguiendo su evolución de manera favorable. A propósito de esta imposibilidad uno de ellos, el responsable, hace entrega de algo valioso a su complemento en esto, Z. El contenido de Z revela cosas que sólo quien lo entrega conoce, aspectos de su más profunda intimidad y que no compartiría con nadie más que con su recipiente. Ante esto, que puede tanto ser tomado por un acto valioso como por uno miserable, la respuesta recibida consiste en “gracias por Z y por todo lo demás”, agregando una despedida.
En un primer momento el Emisor, también denominado responsable y a quien en adelante llamaremos tan sólo E, interpreta esta respuesta como una reacción positiva, cuyo significado se acerca a mantener una relación de cordial amistad, una interacción en que no abunda la tensión ni el desagrado, motivada por el respeto y profundo cariño que siente por el receptor, de ahora en adelante tan solo R. Sin embargo, se intriga por aquello de “todo lo demás”. ¿A qué se refiere R cuando agradece por todo lo demás? E imagina diversas opciones de interpretación, pues esa indeterminada y abierta idea no puede no admitir interpretaciones variadas, al llegar de vuelta a casa, en un momento de mayor lucidez a la habitual, momentos que en él se dan con frecuencia de manera un tanto tardía.
“Todo lo demás” es aquello que se entregó en forma conjunta a Z, un detalle que llamaremos D.
“Todo lo demás” se refiere a aquello que, si bien es secundario dentro de todo el contenido de Z, revela aspectos de gran importancia, esclarecedores tanto de la personalidad de E como de eso que resultaba incontrolable, que terminan por dar sentido a lo que Z significa. Son piezas secundarias, pero imposibles de obviar para comprender el conjunto.
“Todo lo demás” se refiere a todo lo que se relaciona y estuvo relacionado a la historia compartida por E y R. Momentos en común, difíciles y felices, palabras, caricias, todo aquello que se puede imaginar, y también lo inimaginable, en cierto tipo de relación entre las posibles para seres humanos. Esta posibilidad tiene, como una moneda, dos caras, la primera es trágica y explica lo anterior como un montón de cosas insignificantes y que pierden todo valor y sentido una vez que la historia concluye, lo cual ocurre justamente con la cordial, fría y formal frase de despedida que precede a la frase bajo escrutinio; cuando E piensa en ella su pecho se oprime y respira con inhalaciones y exhalaciones breves y contenidas. La segunda opción para este “todo lo demás” tiene un sentido más suave, denota las vivencias como algo positivo, experiencias que se atesorarán, algunas, como sucesos importantes, tal vez hasta trascendentes, con ternura y algo de nostalgia por lo que existió en común.

Es relevante también estudiar brevemente la despedida, esbozada a propósito de la interpretación trágica de la tercera opción. Puede ser como ahí se indicó, una despedida fría y formal, o bien puede ser cariñosa, afectuosa, comprensiva. Podría también ser irónica, alusiva al tono que a su vez E utilizó al momento de su despedida al entregar Z, o bien asemejársele, pero sin mordacidad alguna.

¿Cuál es la utilidad de este ejercicio, este análisis interpretativo? Obsérvese la variedad de significados que puede llegar a tener una palabra, o una frase, ¿cómo alcanzar su verdadero sentido? ¿Cómo llegar a la interpretación correcta, qué pasos se deben seguir, cómo analizar el contexto, el significado evidente, el subyacente? ¿Es siquiera posible?

A propósito de esto son relevantes las consecuencias que implica cada uno de los sentidos posibles, ya señalados algunos, los cuales sin duda no agotan las alternativas.
Para comenzar, debe eliminarse, dada su irrelevancia y nimiedad, el primero, que requiere mucho análisis. El segundo y el tercero son entonces los que presentan mayor importancia. En cuanto a la segunda interpretación de “todo lo demás”, si fuera la real, E estima que sería el reflejo de la valoración que R da al contenido de Z, reconociendo el esfuerzo que implicó tal actividad para E, incluyendo el hecho de haberlo puesto en su conocimiento. Se puede observar que no hay aquí implicancias negativas.
Luego vienen los efectos de la mala versión del tercer sentido de “todo lo demás”. Contrariamente a la anterior, esta implica un cierto grado de desprecio por E, rebajando cualquier apreciación que por éste se tuvo hasta lo más mínimo. En vez de amor o cariño el sentimiento de R hacia E es de rotundo desinterés, interpretando Z como una especie artificio. En cuanto a la segunda versión de la tercera lectura, la reacción de R sería más moderada tras recibir Z, actuando R como una persona más comprensiva y paciente, aceptando aquello que revela su contenido como parte natural y cierta de E. En este sentido se asemeja un tanto a las consecuencias que se asignaron a la segunda interpretación.

Se señaló más arriba que las posibilidades no se agotan en los tres sentidos señalados. Sí, pueden agregarse un cuarto y un quinto, sin que por ello se extingan. El cuarto, que más bien es un no sentido, importa que la respuesta sean sólo esas palabras, sin más vueltas, un agradecimiento y una despedida. “Todo lo demás” se convierte aquí en un misterio intrascendente, no admitiendo lecturas que busquen develar algo oculto tras la superficie de palabras. Sin embargo, tal como sucedió a propósito de la primera interpretación, y a partir del conocimiento que E tiene de R, esta posibilidad debe ser abandonada, ya que normalmente sus actos tienen una intencionalidad cognoscible, sea cual sea su origen y motivación, incluso si fuera un acto arrebatado. El quinto alcance para la expresión relaciona su significado con el mensaje completo como dos elementos separables. En este, “todo lo demás” es una frase camaleónica, que tendrá uno u otro de los significados indicados (preferentemente los de mayores consecuencias), de acuerdo al estado de ánimo o las circunstancias que rodeen la lectura de la misma, al estado de la relación entre E y R, y muchos otros factores que no hay porque mencionar; gracias a su indeterminación o vaguedad permite diversas lecturas sin que ninguna de ellas prefiera a las restantes.

Más arriba se indicaron varias preguntas. No serán respondidas. Pero, sería fácil si pudieran responderse. Sería fácil tener respuesta ciertas para todo, vivir rodeado de certezas. Sería fácil y cómodo, no sería prudente incluir aburrido, pues podría alguien llegar a deducir de esto que sin certezas la vida sería como un entretenido parque de diversiones. Tal vez sea, en vez de eso, emocionante y riesgosa. Así como en este ejercicio se confunden X con Y con E con R con Z, hasta con D, y los términos empleados no indican demasiado algo concreto, abundando los algo cosa aquello eso lo enumeraciones sentido opción o este o lo otro tiempos condicionales pensamientos condicionales, en general conceptos imposiblemente más inciertos, vagos e indeterminados, a los cuales cada lector podrá otorgar el contenido que prefiera o surja espontáneamente, es frecuente que las acciones, susceptibles de diversas apreciaciones, sean capaces de asumir distintos sentidos, o ser dotadas de sentidos distintos según quien lo haga (incluso en los parques de diversiones no son pocas las personas que sufren, sintiendo miedo, padeciendo vómitos y otras sensaciones que se reservan, a veces incluso con vergüenza). Sólo quien la ejecuta puede tener algún grado de conocimiento sobre ella, y certeza tal vez no encuentre sino hasta un momento de claridad, para el resto, el crédito es de lo desconocido. ¿Es esta incertidumbre emocionante? ¿Esa tensión, es placentera o lacerante? Y, cuando se revela verdaderamente el sentido, petrificándose por algún otro hecho o acto, pasando de la indeterminación a ser uno solo y absoluto, ¿qué sigue? ¿Más placer, más dolor, más desconsuelo, más satisfacción?

miércoles, 8 de julio de 2009

Recordar.

Es difícil recordar. A medida que pasan los días, meses o años, los recuerdos se van borrando poco a poco de la corteza cerebral. Si pudiéramos inmortalizar un momento en una imagen, paralizándolo, o una situación determinada, esta fotografía perdería poco a poco sus elementos: primero algunos detalles irrelevantes, luego algunos detalles que componen el ambiente, tras esto algunas cosas generales, para terminar perdurando, si es que algo llega a perdurar, ni siquiera una parte de la imagen, quizás la sensación que perduró en esa ocasión, un recuerdo vago, alguna impresión que significa el todo. Imagino que la mente elimina progresivamente estos elementos como en la película Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos, hasta que quedan unos pocos sobre un fondo vacío, o hasta desaparecer del todo.
Tal vez este lugar tiene significado como un intento por paralizar un momento antes de que desaparezca, por plasmar imágenes, percepciones y sensaciones antes de que el cerebro las deseche por innecesarias o las aparte hacia algún lugar perdido de la inconsciencia, espacio oscuro y de difícil acceso incluso para quien ha vivido esa experiencia. Tal vez los expertos en alguna compleja ciencia, que penetra en lo complejo del ser humano, manejan misteriosas fórmulas capaces de rescatar esos pasajes, despegar de lo más hondo de la materia blanca esos lejanos acontecimientos desterrados.
No sé si esto es realmente algo real, pues no proviene de ciencia alguna. No puedo asegurar que lo aquí narrado tenga coincidencia alguna con lugares, personas o acontecimientos que se hayan verificado alguna vez. Tal vez nada, tal vez una parte o quizás todo ha ocurrido en forma exacta como aquí se describe. Pero tampoco se si el propósito es describir. La palabra misma describir encierra ahora algo ligeramente sospechoso. Describir parece ser descomponer algo que está escrito. Des-cribir. Des-escribir. Y aquí nada está escrito de antemano como para ser desintegrado, y si lo está, ese proceso, cuyas etapas desconozco pero me atrevo, temerosamente, a señalar, algo así como existencia u ocurrencia (supuesta), narración, descomposición, probablemente termina con una renarración que se aleja de aquel acontecimiento que pudo, en su momento, observarse, experimentarse, sufrirse, gozarse o lo que sea. Esto, creo, se parece más a un cuadro impresionista. Se parece a la realidad, pero está desformada, como los cuadros pintados gracias a la ceguera de Monet o la miseria de Toulose-Lautrec. Está pasada por un cedaso indescifrable, que retiene lo nimio por no caber a traves de sus mínimas fibras entramadas, dejando pasar partículas aún más irrelevantes, pero que sumadas dan forma a lo informe, una forma completamente diferente, una amalgama nueva. Confiaría más en ella que en una realidad perfecta. Confío en ella aunque me es ajena su génesis, sus orígenes, su desarrollo. Apenas tengo certeza en cuanto a la fidelidad de sus resultados, pero soy ingenuo, creo en la verdad de lo que describen o al menos en que con el paso del tiempo serán la única verdad, el único registro. Por ahora no puedo más que confiar.

viernes, 5 de junio de 2009

Justo vencedor

Robin Soderling se merece estar en la final. Hace justicia a lo que ha demostrado a lo largo de todo Roland Garros, jugando un tenis impresionante, combinando potencia y regularidad como se puede ver en pocos jugadores. Si asombró el nivel que demostró González para llegar a esta instancia, lo de Soderling da incluso para más, no sólo por haber dado la sorpresa al ganarle a Nadal, sino por el poder y la soltura de sus golpes, algo no común cuando se trata de un gigante de 1,93 metros, de quien normalmente se espera un servicio cómodo, que hace la mitad de la tarea a partir de innumerables aces. Lo demostró jugando sobre arcilla, la pista más lenta, para ello baste recordar que, además de a Nadal, González y Ferrer (dueños de los mejores records sobre la superficie en lo que va del año), aplastó a Davydenko en cuartos de final.
El Feña fue bajando su nivel a lo largo de la semana, a medida que se complicaban los rivales y sumaba cansacio. La concentración y juego perfectos de la primera semana mostraron una baja ligera durante algunos pasajes ante Murray. Y hoy, ante el juego plano del sueco, mostró superioridad tenística sólo cuando mentalmente fue más que éste. Si el partido terminó en cinco sets fue en gran parte por eso, los nervios que se apoderaron de Soderling haciéndolo perder precisión y puntos sencillos, como varios tiros altos con slice de Fernando que terminó sacando de la cancha. A diferencia de otras ocasiones -con Verdasco en cuartos de final de Barcelona, por ejemplo-, la "estrategia" de enredar el partido reclamando en demasía pelotas dudosas, haciendo escándalos a los jueces de línea, poniéndose binoculares, limpiándoles parabrisas imaginarios y otras pataletas, faltándole hoy el respeto incluso al polvo de ladrillo parisino limpiando una marca con el culo nada menos que en la Philippe Chatrier, no resultó, pues el escandinavo se sobrepuso a todo ello, a los nervios, a la presión de estar cerca de su primera final de Grand Slam y recuperó su juego a tiempo para remontar en el quinto set, donde tras el 4-2 con el servicio de González volvió a ese juego profundo y sobre las líneas que bordea la perfección.

La manga final se cerró en un 6-4 tras un González impotente, un tanto frustrado por haber dejado escapar la ventaja que tenía al perder con el saque. Tal vez se confió por un momento, algo vedado en un deporte que no deja terminar los partidos hasta que se gana un match point, o se ilusionó por adelantado con llegar a la final. Un 6-4 justo para un partido de más de tres horas y media, el cual si bien no fue de esos maratónicos, si fue digno de una semifinal en la pista central parisina, justo para quien, desplegando su juego fue, sencillamente, mejor que el rival.

jueves, 4 de junio de 2009

El desquite del procurador.

Trabajar en tribunales puede ser una experiencia horrible. Puede ser incluso un castigo, un trabajo tedioso y monótono, en el que además se debe lidiar con un sinnúmero de sujetos detestables. Se suma la presión de tener como responsabilidad juicios que pueden ser millonarios y que se desarrollan en un ambiente absolutamente desconocido; el primer mes, hasta el segundo a veces, hay una permanente tensión en la cabeza del joven estudiante que asiste al abogado día a día en tribunales, el campo de batalla. Creo que a los dos meses ya se está curtido para sobrevivir ahí. El Poder Judicial es además el paradigma de la burocracia, el paroxismo de los papeleos, las esperas, la indiferencia, una lucha constante contra un montón de seres impersonales que hacen de mala gana su trabajo, al borde de las más absoluta ineficiencia, donde faltan cientos de recursos que son indispensables. Existen hermosos códigos señalando procesos y procedimientos que en el papel, que todo lo soporta, funcionan como un reloj, pero en la realidad la hora que dan está atrasada debido a sus engranajes, manecillas tornillos y resortes oxidados y corroídos. Sería injusto extender esta descripción a la totalidad del aparato jurisdiccional y las personas que trabajan en él, pues, como en todas partes, hay un lado bueno y uno malo; en este caso digamos se reparten ambos aspectos equitativamente. A ratos se pasa bien y se puede trabajar con gusto con personas valiosísimas, a ratos hay que soportar la fetidez de los cadáveres y su pedantería.

El mesón de cada tribunal tiene unos tres metros de largo, un espacio de menos de un metro que lo separa de cortos pasillos perpendiculares con casilleros a cada lado, que en conjunto serán más o menos cien, cada uno rebalsado de expedientes, clasificados por letra, por año, de acuerdo al banco que demande (por supuesto, no se cansan jamás de demandar y podrían seguir hasta el infinito) y algún otro criterio indescifrable para los que trabajan fuera de ese reducto, lo cual incluye a todo el resto del tribunal. Los dominios de el o los mesoneros o mesoneras (no son más de dos), se completan con archivadores desarmados, lápices Bic reventados, relojes paralizados en el espacio intertemporal, varios cuadernos para registrar diversos acontecimientos de escaza o mayor relevancia, una computadora de data aproximada 1980, operativa en algo más arcaico que DOS, con letras de color naranjo pero eficiente cuando no colapsa, un calendario (este si es del año) y, finalmente, un timbre, su tesoro más preciado, de tintas violáceas cuyo cargo otorga fecha cierta a las presentaciones que se hagan en cada juicio, y cuya administración da un mínimo grado de poder a quien lo manipule, objeto vedado para todos los que están al otro lado del mesón, generalemnte una pequeña y desordenada aglomeración de gente que espera su turno, no lo respeta o le tira el tufo maloliente por el abuso de café, el cigarro y quien sabe que otra cosa u actividad al pobre hombre o mujer que espera gustoso por atienderlos.

En esta espera me deleité con una escena inolvidable, acontecida en la hora de mayor concurrencia. Por fuera, un abogado cuarentón impecablemente vestido, de chaqueta cuadriculada sobre un fondo beige y pantalón oscuro, mocasines, corbata de seda tejida sobre camisa blanca con colleras, todo un caballero inglés; el pelo recién cortado y bien peinado, la tez blanca recién afeitada y espolvoreada levemente con polvo talco, cachetes rellenos y rosaditos, más unos ojos grandes, todo esto le daba la apariencia un muñeco de ventrílocuo, el regalón de las secretarias del sospechoso bufete donde trabajaba. Al otro lado, el mesonero, un hombre que redeaba los cincuenta años, cabeza gacha, quien por unos pocos genes no sufrió de enanismo hipofisiario, como Nelson de la Rosa, alguna vez detentador del record Guiness de hombre más pequeño del mundo gracias a sus cincuenta y cuatro centímetros de estatura, famoso por sus apariciones en películas, como El Hombre Rata y La Isla del Doctor Moreau, y el video de la canción Coolo. Toda la fisionomía en este sujeto es menuda: ojillos de topo agrandados por anteojos de altas dioptrías, cabeza angosta y alargada con una frente pequeña y arrugada, orejas apretadas, una diminuta boca fruncida; incluso los movimientos son un resumen, y no por obligación dentro de ese espacio reducido donde trabaja, las conversaciones breves, nada dura más de un minuto. Éste parece también un muñeco, pero es más bien una marioneta o un títere. Demostraba una habilidad impresionante para alcanzar los expedientes ubicados en los casilleros más altos, a unos dos metros, sin necesidad de cajón alguno, alargando sus pies y brazos cortos, llevando pesados lotes de rosados expedientes del casillero al mesón, del mesón al casillero. Y también un conocimiento casi absoluto respecto de donde están o no están esos expedientes (¿serán dos mil? ¿cinco mil?). Comienza la interacción entre ambos, el abogado oficinesco con nulos conocimientos sobre el real funcionamiento de tribunales (algo que nadie puede llegara dominar cabalmente) y el experto del mesón. El muñeco de ventrílocuo y el títere, con un largo, lustroso y luminoso tablón como escenario.
-Buenas tardes, ¿me pasa el expediente X por favor?- Sin levantar la cabeza, mesonero sigue acarreando expedientes, incansable. Está muy concentrado con el resto de la audiencia en el sector más lejano del escenario. Con el papelillo que señala el número de su turno en la mano, el delicado abogado insiste infructuosamente, se mantiene la ignorancia absoluta de su interlocutor por largos minutos. Cruzando sus dominios, repentinamente levanta la cabeza y establece, por primera y útima vez, contacto visual. -¿Cuál me pidió?- Jamás pierde palabra que le dirijan, por suave y lejana que sea. El muñeco de ventrílocuo se demora en cobrar vida, sorprendido, y repite el nombre del expediente. -Ese no está, entró por algo. -Aaaaaaahhh, y ¿qué será? ¿puede ser un oficio?. -Si, un oficio-. Stromboli vuelve a llevarse a su títere al otro lado del cortinaje negro. El numerador de los turnos sigue en un eterno 01. Las luces se apagan, manteniéndose tan sólo dos focos que iluminan el silencio lejano de los protagonistas y el 01 de ampolletitas rojas. Otro largo minuto. El títere vuelve hacia el otro lado, se enciende la luminaria del tribunal y vuelve el rumor permanente de tribunales. -¿Hay algún libro dónde anoten eso?- Uno de los primeros consejos que me dieron al empezar a trabajar en tribunales fue que para todo, casi absolutamente para todo, se mantiene registro en un libro, confeccionado a pulso por algún funcionario del juzgado. En este punto todos se convierten en iguales, el abogado en el último de los procuradores novatos, y el procurador en el más avezado. El anonimato de los tribunales, por un momento, se adueña de todo y todos quienes están ante el mesón, sin importar lo bien o mal vestidos, el porte y la estampa, el perfume, la voz, la educación ni los modales. Es un duro trabajo salir de ese anonimato, empatizar con funcionarios cuando son de madera. Sonreía para mis adentros, esperando con paciencia un espacio para adueñarme de mi lado del escenario.

lunes, 11 de mayo de 2009

Enfrentar lo inevitable.

Es difícil hablar de la muerte. La palabra por si sola es fuerte, pesada, oscura, algo trágica. Para algunos será preferible obviarla, como si no fuera, contradictoriamente, una parte central de la vida, pues inevitablemente tocará enfrentarla, como testigo, sufriéndola por otros o directamente. Dependerá seguramente de las vivencias personales, a veces la veremos más lejana, otras cercana, con naturalidad, con profundo pesar y en un sinnúmero de otras formas. Un niño no piensa en ella, una persona joven no piensa que puede morir con su vida en ascenso, un adulto tal vez comience a angustiarse por su acercamiento o seguir olvidándola, un anciano la verá más próxima, como un descanso, afrontándola con fortaleza o quizás como un enemigo, arrepintiéndose de sus errores, de aquello que ya no puede ser cambiado.
Es duro escuchar a una persona mayor asumiendo que es lo próximo, que la Parca está ahí, detrás de la puerta, esperando el momento exacto o apurándose, afilando la guadaña. Remece aquello a lo que uno está acostumbrado, ese olvido voluntario, gregario, esa especie de tabú que se quiebra cuando alguien es capaz de renunciar a actos que en otras circunstancia no dudaría en realizar, porque carecen de sentido si la vida no se prolonga. Es un acto valiente, dramático, honesto, heróico, más potente que la muerte misma, un verdadero triunfo sobre ella, sino el único posible. Como si pudiera librarse batalla alguna contra lo inexorable. Más que pelear una batalla se trata, justamente, de no hacerlo.

domingo, 19 de abril de 2009

Machu Picchu, parte III


Aguas Calientes debe su nombre al río temperado que lo divide en dos y unas aguas termales cercanas. El despertar revela su lado bueno y su lado malo. El pueblo es horrible, las casas se apoyan en la ladera sin ser terminadas, no están pintadas o dejan al aire los fierros estriados que componen la estructura de hormigón armado. O faltan ventanas, o baldosas. Unas calles están adoquinadas, otras o son de maicillo o están a medio pavimentar. Un par de puentes unen el pueblo con el lado turístico, del cual por supuesto depende el primero. Lo bueno es, como muchas veces en Perú, el entorno, la naturaleza virgen. Rodeado de cinco o seis montañas casi perfectamente cónicas, Aguas Calientes está perfectamente oculto; se emplaza además entre dos ríos caudalosos que hacen más salvaje el lugar. Pero lo más impactante es la vegetación: los montes que lo circundan, a pesar de sus laderas rocosas escarpadas y casi verticales, están cubiertos por un capa espesa de árboles y arbustos que parecen luchar por no caer al cauce del río, aferrando sus raíces a las más mínimas grietas, colgando al vacío, alimentándose de la lluvia y luchando también contra ella, que en esta época azota sin dar tregua la ceja de selva.
Durante el primer día descansamos, reponiendo las energías gastadas en la dura caminata, y compramos nuestras entradas a Machu Picchu; recibimos además un buen consejo: subir a pie desde Aguas Calientes a la ciudadela inca es una tortura de dos horas que empieza las 4:00 am con lluvia y frío, además de físicamente demoledora. Si queremos subir más tarde a Waynapicchu, es más recomendable pagar un bus. Tomamos el consejo y compramos también nuestros boletos de bus.
A las 5:00 de la mañana del día siguiente estamos en la fila para tomar el primer bus hacia Machu Picchu, que sale a las 5:30. Llevamos todo nuestro equipaje, agua y algo de comida. La lluvia no cesa. A eso de las 6:00 am, tras una pequeña cuesta, nos bajamos. Mostramos nuestras entradas y credenciales de estudiante, cruzamos el control (se veían en esta zona personas con hipotermia, temblando, acalambradas, mojadas que venían arribando por el Camino del Inca) y atravesamos rápidamente la ciudad inca para alcanzar boletos a Waynapicchu, limitados y de alta demanda. Entre las nubes que se colaban por ventanillas, puertas, pasajes y templos, coronando las montañas apenas se distinguía una explanada con llamas y unas paredes de piedra. Esperamos hasta encontrarnos con Jorge, el guía que habíamos contratado en el pueblo; cruzamos de vuelta la ciudadela para iniciar el tour, siguiéndolo. El cielo todavía nos mojaba, y se veía gris en toda su extensión, oscuro, como si no fuera a mostrarnos lo que era uno de los principales objetivos del viaje para todos.
Paramos en una terraza alta, un mirador desde donde no veíamos mucho aún. El tipo empezó a hablarnos del descubrimiento de la ciudad y todo lo que ya habíamos leído abajo, en Aguas Calientes, en el tríptico con información del monumentos. Alternaba además, cada tres minutos una broma fomísima sobre Chile o los chilenos. En síntesis, uno de los abundantes guías mediocres de Perú. Recordé a Chani, un inca moreno de cabeza cuadrada, profesor de quechua, su lengua madre y quien aún lucha contra el español, verdadero maestro que logró transmitir y encantarnos con los misterios de su riquísima cultura un atardecer en las ruinas de Saqsaywaman. A lo lejos en el cielo se veía una manchita celeste, pero de la ciudad, nada.

Lentamente la neblina comenzó a elevarse, dejando al descubierto, tras el guía, algunos lugares de la ciudad sagrada. En frente nuestro se disipaban las nubes que coronaban el Waynapicchu, la Montaña Joven. Atrás se elevaba la más grande, Machupicchu, la Montaña Vieja. El sol iluminaba la cumbre de la joven montaña, dorada entre las nubes.
Bajo el imperio de Pachacutec, Noveno Inca, forjador del imperio Tahuantinsuyo, en la profundidad de la jungla, en lo alto de una montaña escarpada entre montañas escarpadas, escondida para los extranjeros, los incas tallaron la roca eterna, esculpieron la montaña, aplanaron y aterrazaron sus paredes verticales, sus vértices y aristas, para crear un templo, un palacio, un sembradío, una ciudad, alineada con montañas sagradas y coordinada con el camino del mismísimo sol. Ahora, casi tan lejana, arcana y llena de misterios como antes, estaba ante nosotros.

domingo, 5 de abril de 2009

Hacia Machu Picchu, parte II

En las dos horas de ruta a Santa Teresa la vegetación se hace progresivamente más espesa. Rastros de casas devoradas por la selva son vestigios de romanticismos frustrados, de un pasado de chalets de dos pisos y pequeñas verjas blancas. Aparecen también pequeños cementerios, camposantos que la jungla comienza a cubrir; la muerte y la vida, el hombre y la naturaleza.

El taxi destartalado nos sube y baja por los cerros, rodea y rodea las laderas, tiritando indefenso por el ripio. Cruzamdno el río vamos a las montañas del lado contrario, bajando más y más. Atravesamos el pujante poblado de Santa Teresa, enfilando por las laderas de corte vertical en dirección a la hidroeléctrica. Una escena alucinante despide el camino en auto: junto al río, una montaña (pequeña entre miles), de sus entrañas de roca partida, en lo alto, deja salir un chorro de agua que escurre hasta el lecho con fuerza. El milagro del agua manado de la piedra yerma, de lo alto a lo profundo, retornando a los pies de la tierra. Cruzamos el puente, nos bajamos del cochecito, pagamos. A eso de las cinco de la tarde iniciámos la caminata, por la línea férrea entre el río, las montañas y la selva verde, que todo lo cubre.

La caminata es dura sobre las piedras filudas, los rieles y los durmientes. A veces aparece la huella de un sendero, pero es una porción mínima del camino. Cruzamos el puente oxidado sobre el río Vilcanota. Durmiente tras durmiente tras durmiente andamos, como hipnotizados por la repetición de maderos. Es imposible levantar la vista, a riesgo de pisar mal, tropezarse o caer. Un breve descanso y seguimos. Empieza a oscurecer, bulle el río a la derecha, calla la selva a la izquierda. La garúa nos moja más y más mientras penetramos la selva y las montañas; aparecen unas luciérnagas y el caminar se torna más lento, por la noche y pequeños puentes que hay a ratos. Cruzamos un par de túneles entre la roca y, a lo lejos, un resplandor tenue asoma entre los cerros. Son las luces de Aguas Calientes. En tres horas estamos entrando al pueblo, tras una visión mágica de luces en la selva y una caminata agotadora, mojados.



miércoles, 18 de marzo de 2009

Hacia Machu Picchu, parte I

Salimos de Cusco a las 10:05 de la mañana, después de ir a buscar a una de las chicas al hostal donde había pernoctado subrepticiamente y no alcanzar a tomar los buses más baratos que salían a las 8:00 con destino a Quilabamba. Por $25 soles tomamos una convi que supuestamente salía a las 8:30; eran cuatro horas hasta Santa María, nuestra primera escala.
Las afueras de Cusco, cercanas al pueblo y ruinas de Chinchero, son una zona agrícola. Aún son lomas suaves, completamente cultivadas, con un diseño cuadriculado casi ridículo en que se pueden apreciar infinitas tonalidades de verdes y amarillos, algunos teñidos de café, según estén cultivadas papas, cebollas, habas, oca, choclo, camote o lo que sea. Parece a la distancia como si los cerritos estuvieran tapados por una frazada de esas que se hacen uniendo cuadrados de lana. El contraste con el cielo brillante y lleno de nubes espumosas hace que el paisaje sea realmente encantador; me imagino a van Gogh plasmándolo en una pintura y trasmitiendo la fuerza de los colores. Comenzamos a bajar hasta Urubamba, junto al río.
En la entrada de las montañas llegamos a Ollantaytambo, una de las más grandiosas ruinas incas en el sector circundante a Cusco. Falta verlas en todo caso, pues sólo cruzamos el pueblo por sus calles empedradas. Desde aquí comienza el verdadero camino de cuestas infinitas. Las enormes montañas, que nos cubren por ambos lados comienzan a juntarse y, a medida que subimos, las cubren nubes y lluvia. La laderas y quebradas casi en ángulos de 90 grados, más el agua y curvas cerradísimas hacen que el camino sea de temer. La ruta desafía al naturaleza. La vegetación se hace cada vez más espesa, selvática, desapareciendo a medida que subimos. Se ven riachuelos en cada quebrada, que desde lo alto alimentan algún afluente del Urubamba. Allá, arriba, la montaña se desborda en miles de vertientes, como si hubiera un lago entre las cimas o en las entrañas de la tierra, inagotable.
Increíbles casas aparecen de cuando en cuando, pequeñas chozas de adobe, piedra y techos de paja, encaramadas. Una vieja observa desde el interior como cruzan los vehículos las nubes. Su vida entera ha transcurrido en torno a la lluvia y la montaña. Las paredes rocosas, húmedas y brillantes, la acompañan, al igual que sus cabras y llamas, atestiguando su abandono.
Tras sortear la primera cadena montañosa, dominada por los nevados Verónica y Halancona, avanzar se hace todavía más peligroso. Las laderas son más empinadas, la lluvia más fuerte, la carretera es atacada por la montaña, que se hace respetar con rodados y caídas de agua, todo bajando, al igual que nosotros. A los lados, la vegetación se hace más y más espesa. Poco a poco, mientras descendemos, amaina la lluvia y el paisaje se vuelve más tropical. Sube la temperatura y aparecen plátanos y mangos; la carretera termina para dar paso a un camino de tierra. La selva crece a los costados, espesa, verde, palpitante. Nos alejamos de los nubarrones rebalsados, oscuros, y penetramos en la ceja de selva. Los árboles se adaptan a la permanente tormenta; sus hojas gigantes lo demuestran, así como sus largos y competitivos troncos. El agua los castiga y deben luchar por unos rayos de sol. Al fondo, el río: agua, el líquido esencial, sagrado para los incas, fuente de vida, está presente de lo alto a lo profundo. En poco más de cuatro horas llegamos a Santa María.

viernes, 20 de febrero de 2009

Aquilina


Tiene sesenta años, camina todos los días desde las afueras de Uyuni, en el suroeste de Bolivia, acarreando un carro con ollas, teteras, un balón de gas, una cocinilla y otros utensilios de cocina, hasta su puesto en uno de los dos mercados del pueblo. Desde las siete de la mañana sirve desayunos, un café, un mate de coca, agua de manzanilla o "trimate", a base de coca, anís y manzanilla, por dos bolivianos, y si el cliente quiere agrega un pan por cincuenta centavos. Calienta además en un sartén chicharrón de llama, pequeños trozos grasientos del mamífero más abundante en el área altiplánica, con cortes cuadrados de papa. Por cinco bolivianos sirve una porción, en un bol pequeño, sobre granos de choclo, acompañado con un pan. Ofrece otras viandas, como galletas y bebidas. El gas está siempre dado al máximo, el agua hierve permanentemente, casi hasta evaporarse por completo, vaciando y llenando de agua unos termos coloridos que están en las repisas de madera.

La cara redonda, de pómulos marcados que achican por debajo sus ojos pequeños y oscuros, morena curtida por el sol del altiplano, nariz chata, pelo liso, negro azabache, largo y trenzado en dos partes que se unen por las puntas sobre su espalda, como la mayoría de las mujeres bolivianas, observa impasible la peatonal esperando a uno de los pocos comensales que caen a diario. Aquilina está casada con un profesor rural, se encuentran unos pocos días al mes durante los fines de semana. Tiene nueve hijos, cuatro de los cuales están muertos; los demás ya son profesionales, médico, ingeniero comercial, otro estudia derecho, todos a horas de distancia, en Sucre. Dice que los chilenos hablamos muy rápido. Quiere conocer el mar. Se queja contra "el Ivo", porque ayuda sólo a los pobres del campo, les regala computadores, les arregla caminos, les construye escuelas, pero a los pobres que no trabajan la tierra no los ayuda nadie y son más pobres cada día que las cosas básicas suben de precio. Como ella, que vive sola vendiendo unos pocos desayunos al día, que ha sufrido cuatro veces el dolor más grande, apenas imaginable, que resiste el frío y el sol del altiplano; con su cadencia pausada, imperturbable, ese aire cansado que algunos tienen por el rumbo de la vida y el transcurso del tiempo. A las once cierra porque desde esa hora ya no llega nadie.

Abre nuevamente a las seis de la tarde. Prende la cocinilla, calienta el agua y espera sentada mientras se evapora, salteando el chicharrón de llama, acompañada por las locatarias de los lados y un televisor en blanco y negro. Pido un trimate. Bondadosa, Aquilina me presta un tazón enlozado y permite preparar tallarines instantátenos "Ajinoman" en su cocinilla; le explico como se cocina este alimento novedoso. Sopa de gusanos, dice, le gusta, va a comprar para que su marido coma durante la semana, mientras están alejados. Tiene dos aguayos, el tipico manto usado por las mujeres de regiones andinas peruanas y bolivianas, uno hace treinta años, grueso, firme, hilado fino en telar, desteñido; imagino que cargó con el a sus nueve hijos, además de mercadería y cualquier cosa posible. El otro, de colores más vivos y más delgado, hace diez. Le muestro el que compré para regalo, industrialmente fabricado, y con dos dedos abre el entramado de hilos y atraviesa uno, para luego reposicionarlos en su lugar. Si lo usara como los de ella seguramente no duraría más que unos meses.

La lengua madre de la señora Aquilina es el quechua. Me pregunta si quiero aprender. Cuatro son las preguntas fundamentales. Mi cerebro de turista piensa cosas relacionadas con comida, baño y dormir. Pero las preguntas no tienen que ver con eso. ¿Ima sutiyki? para preguntar ¿cómo te llamas? ¿Maymanta canki? para saber ¿de dónde eres? ¿Maymanri chenqui? o ¿mayman di shanqui? para saber ¿a dónde vas?