viernes, 20 de febrero de 2009

Aquilina


Tiene sesenta años, camina todos los días desde las afueras de Uyuni, en el suroeste de Bolivia, acarreando un carro con ollas, teteras, un balón de gas, una cocinilla y otros utensilios de cocina, hasta su puesto en uno de los dos mercados del pueblo. Desde las siete de la mañana sirve desayunos, un café, un mate de coca, agua de manzanilla o "trimate", a base de coca, anís y manzanilla, por dos bolivianos, y si el cliente quiere agrega un pan por cincuenta centavos. Calienta además en un sartén chicharrón de llama, pequeños trozos grasientos del mamífero más abundante en el área altiplánica, con cortes cuadrados de papa. Por cinco bolivianos sirve una porción, en un bol pequeño, sobre granos de choclo, acompañado con un pan. Ofrece otras viandas, como galletas y bebidas. El gas está siempre dado al máximo, el agua hierve permanentemente, casi hasta evaporarse por completo, vaciando y llenando de agua unos termos coloridos que están en las repisas de madera.

La cara redonda, de pómulos marcados que achican por debajo sus ojos pequeños y oscuros, morena curtida por el sol del altiplano, nariz chata, pelo liso, negro azabache, largo y trenzado en dos partes que se unen por las puntas sobre su espalda, como la mayoría de las mujeres bolivianas, observa impasible la peatonal esperando a uno de los pocos comensales que caen a diario. Aquilina está casada con un profesor rural, se encuentran unos pocos días al mes durante los fines de semana. Tiene nueve hijos, cuatro de los cuales están muertos; los demás ya son profesionales, médico, ingeniero comercial, otro estudia derecho, todos a horas de distancia, en Sucre. Dice que los chilenos hablamos muy rápido. Quiere conocer el mar. Se queja contra "el Ivo", porque ayuda sólo a los pobres del campo, les regala computadores, les arregla caminos, les construye escuelas, pero a los pobres que no trabajan la tierra no los ayuda nadie y son más pobres cada día que las cosas básicas suben de precio. Como ella, que vive sola vendiendo unos pocos desayunos al día, que ha sufrido cuatro veces el dolor más grande, apenas imaginable, que resiste el frío y el sol del altiplano; con su cadencia pausada, imperturbable, ese aire cansado que algunos tienen por el rumbo de la vida y el transcurso del tiempo. A las once cierra porque desde esa hora ya no llega nadie.

Abre nuevamente a las seis de la tarde. Prende la cocinilla, calienta el agua y espera sentada mientras se evapora, salteando el chicharrón de llama, acompañada por las locatarias de los lados y un televisor en blanco y negro. Pido un trimate. Bondadosa, Aquilina me presta un tazón enlozado y permite preparar tallarines instantátenos "Ajinoman" en su cocinilla; le explico como se cocina este alimento novedoso. Sopa de gusanos, dice, le gusta, va a comprar para que su marido coma durante la semana, mientras están alejados. Tiene dos aguayos, el tipico manto usado por las mujeres de regiones andinas peruanas y bolivianas, uno hace treinta años, grueso, firme, hilado fino en telar, desteñido; imagino que cargó con el a sus nueve hijos, además de mercadería y cualquier cosa posible. El otro, de colores más vivos y más delgado, hace diez. Le muestro el que compré para regalo, industrialmente fabricado, y con dos dedos abre el entramado de hilos y atraviesa uno, para luego reposicionarlos en su lugar. Si lo usara como los de ella seguramente no duraría más que unos meses.

La lengua madre de la señora Aquilina es el quechua. Me pregunta si quiero aprender. Cuatro son las preguntas fundamentales. Mi cerebro de turista piensa cosas relacionadas con comida, baño y dormir. Pero las preguntas no tienen que ver con eso. ¿Ima sutiyki? para preguntar ¿cómo te llamas? ¿Maymanta canki? para saber ¿de dónde eres? ¿Maymanri chenqui? o ¿mayman di shanqui? para saber ¿a dónde vas?