miércoles, 18 de marzo de 2009

Hacia Machu Picchu, parte I

Salimos de Cusco a las 10:05 de la mañana, después de ir a buscar a una de las chicas al hostal donde había pernoctado subrepticiamente y no alcanzar a tomar los buses más baratos que salían a las 8:00 con destino a Quilabamba. Por $25 soles tomamos una convi que supuestamente salía a las 8:30; eran cuatro horas hasta Santa María, nuestra primera escala.
Las afueras de Cusco, cercanas al pueblo y ruinas de Chinchero, son una zona agrícola. Aún son lomas suaves, completamente cultivadas, con un diseño cuadriculado casi ridículo en que se pueden apreciar infinitas tonalidades de verdes y amarillos, algunos teñidos de café, según estén cultivadas papas, cebollas, habas, oca, choclo, camote o lo que sea. Parece a la distancia como si los cerritos estuvieran tapados por una frazada de esas que se hacen uniendo cuadrados de lana. El contraste con el cielo brillante y lleno de nubes espumosas hace que el paisaje sea realmente encantador; me imagino a van Gogh plasmándolo en una pintura y trasmitiendo la fuerza de los colores. Comenzamos a bajar hasta Urubamba, junto al río.
En la entrada de las montañas llegamos a Ollantaytambo, una de las más grandiosas ruinas incas en el sector circundante a Cusco. Falta verlas en todo caso, pues sólo cruzamos el pueblo por sus calles empedradas. Desde aquí comienza el verdadero camino de cuestas infinitas. Las enormes montañas, que nos cubren por ambos lados comienzan a juntarse y, a medida que subimos, las cubren nubes y lluvia. La laderas y quebradas casi en ángulos de 90 grados, más el agua y curvas cerradísimas hacen que el camino sea de temer. La ruta desafía al naturaleza. La vegetación se hace cada vez más espesa, selvática, desapareciendo a medida que subimos. Se ven riachuelos en cada quebrada, que desde lo alto alimentan algún afluente del Urubamba. Allá, arriba, la montaña se desborda en miles de vertientes, como si hubiera un lago entre las cimas o en las entrañas de la tierra, inagotable.
Increíbles casas aparecen de cuando en cuando, pequeñas chozas de adobe, piedra y techos de paja, encaramadas. Una vieja observa desde el interior como cruzan los vehículos las nubes. Su vida entera ha transcurrido en torno a la lluvia y la montaña. Las paredes rocosas, húmedas y brillantes, la acompañan, al igual que sus cabras y llamas, atestiguando su abandono.
Tras sortear la primera cadena montañosa, dominada por los nevados Verónica y Halancona, avanzar se hace todavía más peligroso. Las laderas son más empinadas, la lluvia más fuerte, la carretera es atacada por la montaña, que se hace respetar con rodados y caídas de agua, todo bajando, al igual que nosotros. A los lados, la vegetación se hace más y más espesa. Poco a poco, mientras descendemos, amaina la lluvia y el paisaje se vuelve más tropical. Sube la temperatura y aparecen plátanos y mangos; la carretera termina para dar paso a un camino de tierra. La selva crece a los costados, espesa, verde, palpitante. Nos alejamos de los nubarrones rebalsados, oscuros, y penetramos en la ceja de selva. Los árboles se adaptan a la permanente tormenta; sus hojas gigantes lo demuestran, así como sus largos y competitivos troncos. El agua los castiga y deben luchar por unos rayos de sol. Al fondo, el río: agua, el líquido esencial, sagrado para los incas, fuente de vida, está presente de lo alto a lo profundo. En poco más de cuatro horas llegamos a Santa María.