domingo, 19 de abril de 2009

Machu Picchu, parte III


Aguas Calientes debe su nombre al río temperado que lo divide en dos y unas aguas termales cercanas. El despertar revela su lado bueno y su lado malo. El pueblo es horrible, las casas se apoyan en la ladera sin ser terminadas, no están pintadas o dejan al aire los fierros estriados que componen la estructura de hormigón armado. O faltan ventanas, o baldosas. Unas calles están adoquinadas, otras o son de maicillo o están a medio pavimentar. Un par de puentes unen el pueblo con el lado turístico, del cual por supuesto depende el primero. Lo bueno es, como muchas veces en Perú, el entorno, la naturaleza virgen. Rodeado de cinco o seis montañas casi perfectamente cónicas, Aguas Calientes está perfectamente oculto; se emplaza además entre dos ríos caudalosos que hacen más salvaje el lugar. Pero lo más impactante es la vegetación: los montes que lo circundan, a pesar de sus laderas rocosas escarpadas y casi verticales, están cubiertos por un capa espesa de árboles y arbustos que parecen luchar por no caer al cauce del río, aferrando sus raíces a las más mínimas grietas, colgando al vacío, alimentándose de la lluvia y luchando también contra ella, que en esta época azota sin dar tregua la ceja de selva.
Durante el primer día descansamos, reponiendo las energías gastadas en la dura caminata, y compramos nuestras entradas a Machu Picchu; recibimos además un buen consejo: subir a pie desde Aguas Calientes a la ciudadela inca es una tortura de dos horas que empieza las 4:00 am con lluvia y frío, además de físicamente demoledora. Si queremos subir más tarde a Waynapicchu, es más recomendable pagar un bus. Tomamos el consejo y compramos también nuestros boletos de bus.
A las 5:00 de la mañana del día siguiente estamos en la fila para tomar el primer bus hacia Machu Picchu, que sale a las 5:30. Llevamos todo nuestro equipaje, agua y algo de comida. La lluvia no cesa. A eso de las 6:00 am, tras una pequeña cuesta, nos bajamos. Mostramos nuestras entradas y credenciales de estudiante, cruzamos el control (se veían en esta zona personas con hipotermia, temblando, acalambradas, mojadas que venían arribando por el Camino del Inca) y atravesamos rápidamente la ciudad inca para alcanzar boletos a Waynapicchu, limitados y de alta demanda. Entre las nubes que se colaban por ventanillas, puertas, pasajes y templos, coronando las montañas apenas se distinguía una explanada con llamas y unas paredes de piedra. Esperamos hasta encontrarnos con Jorge, el guía que habíamos contratado en el pueblo; cruzamos de vuelta la ciudadela para iniciar el tour, siguiéndolo. El cielo todavía nos mojaba, y se veía gris en toda su extensión, oscuro, como si no fuera a mostrarnos lo que era uno de los principales objetivos del viaje para todos.
Paramos en una terraza alta, un mirador desde donde no veíamos mucho aún. El tipo empezó a hablarnos del descubrimiento de la ciudad y todo lo que ya habíamos leído abajo, en Aguas Calientes, en el tríptico con información del monumentos. Alternaba además, cada tres minutos una broma fomísima sobre Chile o los chilenos. En síntesis, uno de los abundantes guías mediocres de Perú. Recordé a Chani, un inca moreno de cabeza cuadrada, profesor de quechua, su lengua madre y quien aún lucha contra el español, verdadero maestro que logró transmitir y encantarnos con los misterios de su riquísima cultura un atardecer en las ruinas de Saqsaywaman. A lo lejos en el cielo se veía una manchita celeste, pero de la ciudad, nada.

Lentamente la neblina comenzó a elevarse, dejando al descubierto, tras el guía, algunos lugares de la ciudad sagrada. En frente nuestro se disipaban las nubes que coronaban el Waynapicchu, la Montaña Joven. Atrás se elevaba la más grande, Machupicchu, la Montaña Vieja. El sol iluminaba la cumbre de la joven montaña, dorada entre las nubes.
Bajo el imperio de Pachacutec, Noveno Inca, forjador del imperio Tahuantinsuyo, en la profundidad de la jungla, en lo alto de una montaña escarpada entre montañas escarpadas, escondida para los extranjeros, los incas tallaron la roca eterna, esculpieron la montaña, aplanaron y aterrazaron sus paredes verticales, sus vértices y aristas, para crear un templo, un palacio, un sembradío, una ciudad, alineada con montañas sagradas y coordinada con el camino del mismísimo sol. Ahora, casi tan lejana, arcana y llena de misterios como antes, estaba ante nosotros.

domingo, 5 de abril de 2009

Hacia Machu Picchu, parte II

En las dos horas de ruta a Santa Teresa la vegetación se hace progresivamente más espesa. Rastros de casas devoradas por la selva son vestigios de romanticismos frustrados, de un pasado de chalets de dos pisos y pequeñas verjas blancas. Aparecen también pequeños cementerios, camposantos que la jungla comienza a cubrir; la muerte y la vida, el hombre y la naturaleza.

El taxi destartalado nos sube y baja por los cerros, rodea y rodea las laderas, tiritando indefenso por el ripio. Cruzamdno el río vamos a las montañas del lado contrario, bajando más y más. Atravesamos el pujante poblado de Santa Teresa, enfilando por las laderas de corte vertical en dirección a la hidroeléctrica. Una escena alucinante despide el camino en auto: junto al río, una montaña (pequeña entre miles), de sus entrañas de roca partida, en lo alto, deja salir un chorro de agua que escurre hasta el lecho con fuerza. El milagro del agua manado de la piedra yerma, de lo alto a lo profundo, retornando a los pies de la tierra. Cruzamos el puente, nos bajamos del cochecito, pagamos. A eso de las cinco de la tarde iniciámos la caminata, por la línea férrea entre el río, las montañas y la selva verde, que todo lo cubre.

La caminata es dura sobre las piedras filudas, los rieles y los durmientes. A veces aparece la huella de un sendero, pero es una porción mínima del camino. Cruzamos el puente oxidado sobre el río Vilcanota. Durmiente tras durmiente tras durmiente andamos, como hipnotizados por la repetición de maderos. Es imposible levantar la vista, a riesgo de pisar mal, tropezarse o caer. Un breve descanso y seguimos. Empieza a oscurecer, bulle el río a la derecha, calla la selva a la izquierda. La garúa nos moja más y más mientras penetramos la selva y las montañas; aparecen unas luciérnagas y el caminar se torna más lento, por la noche y pequeños puentes que hay a ratos. Cruzamos un par de túneles entre la roca y, a lo lejos, un resplandor tenue asoma entre los cerros. Son las luces de Aguas Calientes. En tres horas estamos entrando al pueblo, tras una visión mágica de luces en la selva y una caminata agotadora, mojados.