domingo, 13 de septiembre de 2009

Carrera Corta

Una de diez cuadras podría considerarse una carrera corta. Es, unos pesos más, unos pesos menos, una luca. Pueden ser novecientos veinte u ochocientos treinta pesos. Hasta mil cien o mil doscientos, según la suerte del cliente con los semáforos o la pericia del chofer para llegar al mayor número de luces rojas, y la congestión vehicular, como dirían en los noticiarios. "Carrera", para quienes no estén enterados, es el término que los taxistas utilizan para denominar el recorrido efectuado acarreando uno o más pasajeros; se lo puede definir también desde el punto de vista de los honorarios percibidos, como el equivalente a un viaje pago. En los alrededores del apacible barrio residencial conocido como Las Lilas, en alusión al parque del mismo nombre, abundan los taxistas expertos en carreras cortas debido a la cercanía de estaciones de metro, de la casa al metro, del metro a la casa. Convengamos que el rango de estas carreras va desde los quinientos a los dos mil pesos, de las siete a las veinte cuadras, desde carreras de las que llamamos cortas a carreras un poco mayores, pero nada mucho más considerable. Asimismo, y debido a que los dedicados a ellas cumplen sus funciones generalmente en las horas previas y posteriores al horario de oficina, a mediodía abundan miembros del gremio reposando, en las calles más tranquilas, alrededor de las plazas o la fresca sombra de frondosos árboles durante los meses de aire más caluroso o días generosos en invierno. En ese horario se reúnen también a conversar, a discutir aspectos atingentes al gremio en general, un alza en el valor de la bajada de bandera por ejemplo, los deshonestos comentan alguna nueva forma de adulterar los taxímetros, el precio de la bencina. Otros se dan tiempo para galantear con asesoras del hogar que a esa hora salen a comprar pan o a buscar niños a los jardines infantiles y colegios de la zona, ver pequeños televisores portátiles o escuchar, solazados, algún programa radial, de preferencia dedicado a asuntos amorosos y sexuales. Estos grupos se encuentran en lugares determinados por entes municipales, cuyo uso se reserva para taxistas, incluso para taxistas determinados. Sin embargo, no todos son dados a las juntas gremiales, prefieren retirarse a descansar en soledad en alguna calle más quieta, sin interactuar con otros seres humanos sobre sus asientos reclinados.

Tomó a una mujer en exactamente a una cuadra de una de las salidas de la estación de metro Tobalaba, de gran afluencia, pequeña concentración de oficinistas, restaurantes, empleados de todo tipo, una estación de combinación. Contra todo pronóstico, estaba trasladando pasajeros a la hora habitualmente destinada a reposar. Ella, de estatura media y un tanto gruesa, vestía completamente de negro, pantalones y una blusa ligera, alhajada con algún collar, pendientes y anillos de fantasía, maquillada levemente, un tono azulado en los párpados superiores, delineada y de labios rosa metálico. Las manos endurecidas, de uñas largas, gruesas y duras, pintadas en un tono rosado en combinación con los labios, igual que las asomadas tras la franja de cuero sintético que afirmaba a los pies sus zapatos. El pelo lo llevaba suelto, un poco desordenado, hasta la altura del cuello y teñido rubio, dejando ver cerca de las raíces su oscuro color original. Él iba en mangas de camisa, arremangadas hasta el antebrazo, camisa a rayas celeste y pantalón azul, gastado. No era una mujer cualquiera: se ubicó en el asiento delantero, junto al chofer como copiloto, a diferencia de lo que habría hecho un pasajero ordinario, sentarse atrás. Al entrar al taxi se lleno los pulmones con el familiar olor a vainilla, proveniente de un pino amarillo -¿hay alguna relación entre el amarillo y la vainilla?- colgante de la guantera. El espejo retrovisor estaba reservado para un rosario y un escapulario, protectores en días de lluvia, noches de duro trabajo por barrios peligrosos y de conductores imprudentes. Sobre la guantera había un paño burdeo, igual que el que protegía los asientos traseros, con flequillos dorados, y sobre éste unos anteojos de sol y monedas de quinientos pesos.
El taxi paró en una calle con nombre de flor, junto a un sitio baldío, sobre el cual otrora estaban edificadas cuatro casas, todas de dos pisos y con piscina. Con la destrucción de las casas y su reemplazo por torres de departamentos parte de la vida de barrio había sido también demolida. El chofer se acomodó en su asiento, era la última carrera hasta que comenzara a caer la tarde y abundaran otra vez los oficinistas emergiendo de las profundidades. Encendió la radio, se puso los anteojos, cruzó los brazos detrás de la cabeza. Con el asiento deslizado lo más lejos posible del manubrio, las piernas estiradas en su máxima extensión y el respaldo en ángulo de ciento cuarenta grados, disfrutó los tres minutos con catorce segundos de relajo que demoró el inicio de la hora de descanso, los cuales le parecieron aun más breves. Se limpió con una servilleta arrugada y botó el papel hacia el pasto inerte que rodeaba el sitio de demolición. La mujer escupió hacia la calle a través de la ventana. No importaba quien los hubiera visto, nadie los conocía en el sector y estaban ocultos, él bajo la película que polarizaba los anteojos y ella bajo el volante. El chofer le pidió a la mujer que sacara unos sánguches que había en la guantera y se lo pasara. Le comentó que todos los días se los dejaba preparados su mujer antes de salir a trabajar, desde hace veintitrés años. Mortadela y queso, durante veintitrés años, a veces jurel y lechuga. Siempre con mayonesa, también preparada por su mujer. Pocas veces se veían en la mañana. Le ofreció el otro, uno le bastaba. Compartieron el almuerzo y siguieron conversando un rato más. Ella tenía que seguir trabajando. Tomó seis de las monedas que estaban sobre el paño rojizo y se despidió. Ya se volverían a encontrar, empezaba recién la primavera, que para ella significaba más trabajo y más ingresos. Afuera un zorzal intentaba detectar, ladeando su cabecilla hacia la tierra, algún gusano. Corrió y voló con el portazo. El taxista se incorporó para cambiar el dial mientras sonaba Roxanne, ajeno al mundo exterior, recluido en ese automóvil que era un pequeño hogar paralelo. Sobre la vereda se perdía el taconeo de la mujer.