lunes, 20 de diciembre de 2010

Acción

Tenía ganas de hacer algo espontáneamente, un acto sin premeditación, sin, como siempre, un análisis previo de las potenciales consecuencias. Quería demostrarme que soy capaz de provocar efectos que escapen a la normalidad, sin ninguna clase de respeto por orden, lógica o cualquier valor moderno, sin juicios ni remordimientos. Tal vez se trataba de convertirme en una acción, algo concreto, limpio, nítido, un acontecimiento, nada más, el cual no mereciera siquiera una búsqueda de sentido o justificación.

Venía de una aburridísima fiesta, al menos para mí, al nivel de que la terminé antes de tiempo y mi estado anímico era peor que al empezar la noche. Me fui solo de la disco, caminando por el barrio Bellavista sin miedo alguno por los abundantes borrachos, vagabundos, drogadictos, hippies vagabundos borrachos y drogadictos, microtraficantes y otros delincuentes. La seguridad provenía no de una sana valentía, sino de un peligroso desinterés que alcanzaba mi propia existencia, efecto entre otras cosas de una mala noche, al menos de carácter temporal. Caminé pensando en ser un antihéroe moderno, estaba listo para defender a alguna mujer de cualquier peligro o detener un asalto, enfrentando armas sólo con las manos o una botella, usándolas hasta desfigurar al agresor y terminar con algo peliculesco como un escupo en su cara informe. Por supuesto, no pasó nada extraordinario más que caminar solo, con frío y de noche, llegué ala Alameda, tomé el fantástico transporte público, a esa hora fragante a cerveza y vómito, para volver a caminar, esta vez a casa. Anduve unas cuadras hacia el sur, luego al oriente de nuevo al sur, al poniente, sin rumbo, sólo quería atrasar un poco la llegada. Mientras vagaba me convertí, en vez de en un héroe sin principios, en un verdadero antidelincuente moderno. A las tres de la mañana los apacibles barrios residenciales del sector oriente están tan callados y abandonados que parecen una ciudad en emergencia sanitaria o bajo invasión de zombies (por cierto, una forma de emergencia sanitaria). La desolación de la noche se presta para la ejecución del crimen perfecto, como el que estaba presto a cometer. Tenía ganas de robar un auto, esa era la acción, un robo innecesario, inexplicable. Tenía ganas y lo iba a hacer, más que robarlo, era tomarlo y usarlo. Tenía casi todo el perímetro de una plaza con autos a mi disposición, del año, automáticos, deportivos, de lujo, familiares, vanes, jeeps, una gama tan amplia como la que ofrecería una compraventa, y tenía para comprar el que quisiera. A pesar de mi habitual indecisión elegí sin dudar un Subaru Justy grisáceo, como del año 92, un auto viejo, para algunos casi un trasto, pero del cual siempre me había llamado la atención la contradicción entre su pequeño tamaño y tener tracción en las cuatro ruedas, era el todo terreno más absurdo imaginable, siempre me pregunté quien se le habría ocurrido usarlo en barro profundo o lejos del suave pavimento de la ciudad. Me gustaban también las líneas rectas del diseño, las piezas y ángulos de la carrocería. Y, además, uno de mis autos de juguete favorito en la época en que todavía me entretenía con autos de juguete era un Justy color naranjo brillante, el cual, sobre la alfombra o sobre el maicillo de la plaza, convertía en un verdadero todo terreno. Me imaginaba, igual que ahora, un auto de espía, lleno de detalles prácticos de poco, pero no imposible, uso, una brújula, un kit de primeros auxilios, una linterna, blindado contra balas y fuego, o tal vez, como el modelito a mínima escala, con un juego de palos de golf en la maleta. Sin cavilar le pegué un codazo al vidrio pequeño de la puerta trasera. Me hice pedazos el codo y el vidrio seguía intacto. El segundo intento trajo sólo más dolor, así es que para la tercera intentona busqué una piedra mientras me sobaba la articulación. La envolví en mi bufanda para no hacer mucho ruido y la mandé contra el cristal, tan fuerte que casi quiebro la ventana del otro lado. Cuidadoso metí el brazo para subir el pestillo de la puerta, la abrí para subir el de la del chofer. Me senté en mi auto soñado, haciendo como que manejaba con las manos al volante, pese al motor apagado. ¿Y ahora, qué? Mis vastos y cinéfilos conocimientos en el oficio del robo automotriz indicaban desarmar la parte que está abajo del manubrio para unir los cables de contacto y generar la milagrosa chispa que despierta a los motores combustibles de su letargo. Cerca de diez minutos estuve intentando sacar la tapa plástica, pero no tenía idea como, ni siquiera encontré un borde que guiara el ensamblaje de las piezas de cubierta interiores. Pensé en lo brillantes que eran los japoneses, que hasta ese detalle debían haber planificado. Se me ocurrió intentar con las llaves de mi casa. Menos mal los conserjes del barrio no tenían los horarios cambiados y dormían de noche como todo el mundo (salvo noctámbulos, bohemios, insomnes, bomberos, trabajadoras del comercio sexual y travestidos, enfermeros y enfermeras, doctores de urgencia pilotos de ambulancia, todos los trabajadores de turnos nocturnos en empresas de procesos productivos continuos e ininterrumpibles y, como olvidarlos, nocheros que no duermen), pues llevaba al menos quince minutos en maniobras a lo menos sospechosas. Era como diez veces más tiempo del que tardaba un experto en el rubro; al menos tenía la excusa de ser un principiante. Ni las llaves de la mampara de acceso al edificio, ni las de la puerta del departamento funcionaron. La siguiente no podía fallar, había abierto candados en el colegio, la puerta del despacho de un olvidadizo empleado fiscal en una oficina de la administración pública (tal vez ese día arruiné su estrategia para empezar a trabajar más tarde), incluso en una oportunidad había encendido un viejo Charmant, utilizable pero hasta cierto punto abandonado. Era la llave del cajón de mi escritorio, donde guardaba mis más privados adminículos, la cual había demostrado capacidad para responder como una verdadera llave maestra cuando había sido requerida. Entró suavemente en la cerradura. Nada pasó tras el primer giro hacia delante; con el segundo, posicionando la llave levemente afuera y presionando un poco hacia abajo, el auto se prendió. En realidad, ronroneó sería la palabra correcta, describe mejor la emoción del momento. Imaginé entusiasmado todo el proceso eléctrico y de combustión que terminaba con ese sonido mecánico, ese temblor de carrocería que finaliza en un leve corcoveo, despidiendo humo por el tubo de escape, hasta estabilizarse.

Prendí las luces, la radio, me puse el cinturón de seguridad (no iba a ser un conductor irresponsable) y partí dejando un lugar vacante más en las calles que circundaban la plaza. No tenía la menor idea sobre hacia donde dirigirme, así es que di un montón de vueltas sin sentido por el barrio, sintiendo por primera vez que iba en mi auto, a donde quisiera, sin pedirle permiso ni deberle explicaciones a nadie. Un extraño sentimiento de libertad, a sabiendas de su finitud. Seguí al volante deambulando, sin dirección, sin sentido, sin destino.

lunes, 28 de junio de 2010

Niños.

Cargábamos nuestros martillos y serruchos como si fuéramos a construir una gran mansión. Llevábamos guantes para no martillarnos los dedos con nuestras pulsadas inexpertas, más de uno terminaba envuelto en confort o en gasa. El tren hacia el sur esta vez era corto, llegaba hasta San Bernardo, no alcanzaba siquiera a dejarnos fuera de Santiago, aunque al bajarse iba a ser como estar en un lugar muy lejano, dónde nos sentiríamos vulnerables. Por unos días no veríamos televisión, nuestras camas, una bebida, la colación armada desde la casa (uno que otro llevaba algo de contrabando, una verdadera ración de supervivencia), las caras monótonas de los profesores, la rica comida preparada por la nana, no habrían recreos ni paseos, hasta el siguiente domingo cuando llegáramos llenos de tierra y hediondos, aunque de eso todavía no íbamos a darnos cuenta. El paisaje de Santiago se va abriendo mientras nos alejamos del techo metálico de la Estación Central al pesado sonido de las ruedas contra los rieles. Al ritmo que va sonando van pasando vagones viejos, casas, un partido de fútbol, postes y árboles, autos que a veces nos ganan una absurda competencia imaginaria, la misma que hago cuando voy en el auto y mirando el tren. Nos bajamos y apenas cruzando la línea caminamos junto a un largo paredón azul, separando lo que fuera el jardín antiguo de una mansión que hoy está abandonada a alguna función del municipio. Entramos a la casa contigua, llena de ancianos malolientes. Por una semana vamos a llenar de juventud esa cruel sala de espera.
En la mañana nos pasan a buscar. Vamos hacinados en un bus antimotines de Carabineros. Lo más entretenido es sacar unas redondelas de fierro de las paredes por donde metemos los mangos de nuestros martillos, en vez de revólveres o escopetas para bombas de gas. Será lo primero que la mayoría contará al volver a la casa. Nos bajamos en la entrada de un campamento. En una plaza de barro, o sea, un rectángulo de tierra, rodeada de casas de madera, nos dan las instrucciones de rigor, indicando la casa en que a cada cuadrilla nos toca trabajar. Cada una tiene a un “grande” a cargo, un niño de cuarto medio que ha ido antes a campamentos y ha usado más veces que nosotros el martillo, el metro y el serrucho, al menos fuera de las clases de artes manuales. Ya han dejado los materiales en cada casa, así es que podemos partir a conocer a la familia que vive en las casa donde trabajaremos. O las familias.
Una mujer joven y su hija de seis años nos reciben en su hogar de seis metros cuadrados. En la tarde llegará la abuela, quien trabaja en una feria en ese momento. En la entrada hay un charco de agua y unos cajones vacíos. Adentro alumbra una ampolleta con cables pelados. A la hora de almuerzo, mientras comemos los tallarines con salsa que preparó y tomamos un jugo zuko abierto para la ocasión, nos pregunta por Ignacio, uno de nuestros compañeros del colegio, que en este momento debe estar almorzando tallarines en otra vivienda, en otro campamento, en otro lugar de la capital. En la casa de Ignacio hemos organizado algunas fiestas, la última hace unos meses, con luces de colores, altoparlantes, con papas fritas, bebidas y algunos tragos, los suficientes para que unos cuantos sufran sus primeras borracheras. Trabaja tres días a la semana en su casa, en el sector oriente de Santiago. Para llegar a las ocho de la mañana debe salir a las seis, máximo seis y media. Es probable que haya tenido que lavar el vómito de algún otro compañero de aulas, unos restos secos en un sillón o un cubrecamas, lo que no alcanzó a limpiar la mamá de Ignacio, o lo que no quiso o no supo que tenía que limpiar, uno que ahora también debe estar comiendo tallarines y que más tarde estará aserruchando o martillando pedazos de cholguán contra las maderas que nos rodean.

sábado, 22 de mayo de 2010

Viveza.

1
No tiene mucha importancia. Es breve, indoloro. El anciano al frente, una figura femenina que no aparece, pero se sabe, en esa realidad, su presencia. Al otro lado, una nebulosa masculina. Algo de nervios, la respiración intranquila. Un fondo negro, iluminado desde arriba por cuatro focos teatralmente dirigidos. Un largo mesón, unas botellas y vasos borrosos. No hay palabras. Todo ocurre rápido. Despertar anticipado. Está bien. Es la primera vez. Volverá a pasar. Siete veinticuatro.

2
Señor, dígame en que consiste… Bruscamente despierta del sopor. La oración que balbucee en este momento es crucial. Silencio como en los cementerios. Articula una respuesta en el sentido exactamente requerido, efectuando las distinciones exactas, señalando los conceptos exactos, con las palabras exactas, la entonación exacta, las comas exactas, los acentos exactos. Cómo no lo hacía desde hace, se imagina, unos treinta minutos, demuestra el máximo nivel de conocimiento. El ideal. Está bien. El mismo anciano con ojos achicados por los lentes, suficiente señor, una figura femenina corpóreamente ausente, pero presente, una boca pronunciando esas palabras que todavía repercuten en su cavidad craneal, igual que las maquinalmente emitidas, las luces, el mesón, las botellas. El ser inerte desciende, aún confuso, absolutamente ido. ¿Que te pasó? Estabas como dormido, parecías un muerto. ¿Cuánto tiempo estuve ahí? Una hora. Estaba muerto. Desperté al menos, a tiempo. Las palabras entraban en mis oídos, pero no sonaban. Era como tener dos grandes conchas tapándomelos, que me llevaban a ese profundo mundo submarino. No me acuerdo de nada, absolutamente nada. Una hora. Una hora y no existen más que uno o dos minutos. Lo único que sé es que salí del agua de golpe, justo antes de que se me llenaran de agua los pulmones, una milésima de segundo antes de ahogarme. Y hablé. ¿Terminó? Cuatro veintiocho.

3
Los brazos, amarrados, como en los hospitales para retener a los locos, a los que desvarían con violencia, que quieren huir de esas camillas, de esa cárcel de blancas cortinas, de blancas carceleras y sábanas. Pero no está desnudo, ni con esa media toga que deja semicubierto todo el dorso, desde la espalda hacia abajo. Tampoco está acostado. Sentado, como en la silla eléctrica, aunque no viste el traje a rayas. Un traje si, arrugado entre esas correas. Los brazos atados a los brazos de esa silla, tomándose con las manos por la punta de ellos, fuerte, como si se le fuera a arrancar. Cuantos antes se habrán posado en ese trono, sobre ese cadalso. Por los pies, torcido, enredándose a las patas de la silla, para no caerse. Rígido, inmóvil. Ahogado por su corbata. Seis doce.

4
La voz vacilante, los vocablos proyectados, maquinalmente, el cerebro adormecido y fundiéndose, cayendo en un sopor y despertando. Los pies pesados, los brazos amarrados, la boca cosida, el anciano, la mujer, la otra boca, las palabras proferidas y su eco mudo, el eterno mesón, la botella, los vasos, las palabras repican en mi cabeza, como campanas, rebotan en las paredes, en el techo, me aíslan, no existe nada más que esas palabras, nada más que esas presencias borrosas, severas auscultándome. Me hundo, profundo, con mis zapatos de concreto. Mis brazos no son suficientemente fuertes. Es como estar sentenciado a pena de muerte, está a punto de cumplirse, la soga de seda está en el cuello, apretada, no tensa, todavía. Detienen la apertura de esa pequeña compuerta bajo mis pies. Al fondo, está oscuro. Tome, hace bien. Bebo un diminuto vaso de agua, al cual me aferro con ambas manos. Cristalino, el líquido refulge. Otro. Un dedal inagotable, con las dos manos. A mis espaldas todo es cálido, mi cerebro se entibia, hierve, mis manos liberadas, cavo mi trinchera, levanto mi atalaya, espero, blandiendo palabras me defiendo.

lunes, 19 de abril de 2010

Licantén.

A mí me gustan los feos.
¿Y pa que querí un feo si podí andar con uno más encachado?
Es que así no me lo andan mirando po.
Ah pero igual no más, si te lo quieren correr te lo van a buscar hasta que les resulte, si así son algunas.
Bueno, pero es que si es feo lo van a buscar menos, además son siempre más tranquilitos.
No, no, da lo mismo, te lo van a mirar las feas pero te lo van a mirar igual. Lo que tenís que buscarte es un hombre bueno, y así todo capaz que te gorree igual. Pensar que yo, así como me veí nomás, anduve con uno alto, de ojitos claros... al final no resultó, si la pinta sirve pal comienzo pero al final una se fija en otras cosas.
¿Y eso cuándo fue, que no se lo conocí nunca?
Tiempo después que me separara la segunda vez de mi marido, unos diez meses duramos.
¿Y ese oiga, que anda haciendo a esta hora, sacando partes?
Mostrándose nomás anda, no veí que se creen los pacos, les gusta lucirse. A mí no me gustan na, ninguno que ande de uniforme, no se porqué, pero no me gustan por ningún lado, ¿tú anduviste con uno o no?
Si, pero no aguanté, son medios raros.
¿Y cómo así?
Es que es verdad lo que dicen, aparte del trabajo que hacen, son así siempre, les cambian la cabeza me da la idea. Cuadrados pa todo. Así mismo, todo tiene que ser ordenadito, como un mando.
Viste, si por eso no me metería ni cagando con uno. Aunque igual tiran pinta así enteritos de un color, pelito corto, ordenaditos. Y buen físico que tienen.
¡Hola pue! ¿Cómo ha estado mi compadre? Bien pue ahí, fumigando ando ahora, después de comer eso sí que no anda la cosa, ¿y usted comadre?
Aquí estamos, en la de siempre, esperando un hombre, ahora acompañando a mi amiga acá, pa que no se aburra sola, si total no hay mucho que hacer en esta época, si no es en la planta, hay que ingeniárselas pa que aguanten los ahorros.
Estoy aburrida ya de tanto esperar, casi dos horas llevamos. Antes se podía pedir a la gente que la llevara a una, pero ahora está peligroso, no se puede confiar. Y conocido no pasa ninguno.
Claro, hay que tener más cuidado ahora, no es llegar y pedirle a cualquiera.
¿Y ese chico que mira quien es oye?
Un compañero, ¿no lo conoce, el Lucho?
Ahh, uno chico simpático, que anda con un aparato en la oreja.
El mismo, en una de esas por esos lados anda su hombre comadre, es buen chato ese.
Quizás pue oiga, uno nunca sabe.
¿Y los hijos como andan?
Ya se cuidan solos esos dos.
Ya, más ratito nos vemos oiga, tengo que ir a buscar la máquina.
Y tú chica, ¿no pensai tener hijos?
Es que mis papás no me dejan po. O sea, lo que más me han dicho es que no vaya a ser madre soltera, que por ningún motivo vaya a tener un hijo y todo eso. Le ponen mucho, además son injustos porque lo más bien que mis hermanas tienen hijos, al final se los terminan cuidando ellos, y yo, aunque pucha que los quiero a los cabros chicos.
¿Y qué es de ese par?
Cinco años tiene uno ya, entra al colegio el año que viene y once meses la chica.
Perdona que te pregunte, pero ¿cuántos años teni tú oye?
Más de los que usted cree, treinta y cuatro van.
¿Y cómo tus viejos hasta esta edad te ponen trabas, ya estai grande pa hacer lo que querai? Es verdad, pero no me importa mucho en realidad, con mi enfermedad no me dan muchas ganas de ser mamá, aparte tu sabi que yo soy bien mañosa, así que estoy bien cuidando a mis sobrinos. Es como si fueran mis hijos ellos.
Y la enfermedad, se me había olvidado, donde se te ve tan bien, ¿cómo ha estado?
Mucho mejor, ahora que me puse a hacer cosas, ya ni me acuerdo, tengo tanto que hacer que no ando pensando en nada más, y cuando tengo tiempo estoy tan cansada cuando llego a la casa que ya no me importa.
¿Estai vendiendo plásticos pue o no?
Claro, viajo a comprar a Santiago o a Curicó a veces, y después ando vendiendo por acá. Son tan rebuenas esas fuentes, duran tanto y sirven pa todo además, ¿teni de esas con tapa, iguales pero de distintos portes?
Si traigo de esas, cuando tenga le voy a ir a ofrecer. Estoy vendiendo pescado congelado también.
Más difícil eso, vai a vender a Curicó supongo.
Si po, al comienzo, con esta enfermedad de la depresión, me costaba harto, empezar pidiéndole a los pescadores que me llevaran, me enseñaran. Eso pa empezar nomás, porque después ir tocando timbres y preguntando, pucha que se sufría a veces, aparte como la gente anda tan desconfiada ahora, una quería un vaso de agua que fuera pero no dejaban ni entrar a las casas. Ahora al menos ya tengo mis clientes fijos, sale más rápido, así que se aliviana la pega.
¿Y usted, cómo le va con las tortillas?
En esta época nada, gastando los ahorros, que ya se van acabando, pero preparándome para el verano. Ando buscando chiquillas que me amasen, aunque está difícil, cuesta cada vez más, adonde es todo el verano, son flojas ahora y no les gusta el sacrificio, quieren todo fácil. Y eso que nosotras lo pasábamos bien en nuestra época amasando, después salíamos, tranquilas si, pero igual, mal no lo pasábamos y terminábamos con plata. Aparte que no amasan mucho, no tienen fuerza, son más lentas. Prefiero a las que tienen poco más experiencia, las conocidas, ahí no hay ni que dar instrucciones y salen las tortillas solas. A veces si, hago unas cuantas y las salgo a vender al camino, las menos voy hasta Curicó o al peaje, se aguanta con eso.
¿Me afirma la bici comadre?
Claro pue, yo se la afirmo.¡Que parece con esa cuestión atrás oiga! ¡Un astronauta me imagino!
Ya está, gracias comadre, nos vemos más tardecito, ¿va a estar en su casa pa pasarla a ver? Si claro, pase nomás.
Está corriendo el fresco ya, y eso que no es ni tan tarde.
Y la abuelita, ¿tendrá frío? ¡Tiene frío abuelita!
Si casi no oye.
¡Tiene frío abuelita!
No creo, se vino bien abrigada, siempre sale con su charlón. Estoy aburrida ya de tanto esperar, casi dos horas llevamos. Antes se podía pedir a la gente que la llevara a una, pero ahora está peligroso, no se puede confiar. Y conocido no pasa ninguno.
¡Pero si a ese que está echando bencina lo conozco! ¡El Hugo, seguro va al Duao! ¡Entre tanta conversa quizás ha pasado algún otro!
¡Hay vaya a preguntarle por favor si nos lleva con la abuelita!
Anda tomando las cosas que seguro te lleva que este es buena persona, yo le voy a preguntar.
Y usted joven, ¿a dónde va?
A Iloca.
¡Véngase con nosotras pues, apúrese! Vamos a La Pesca, pero Iloca está antes del Duao, así es que súbase nomás.
Ya, gracias, la ayudo con las bolsas.
¡Vénganse que aquí las llevan! ¡Cuidado con la abuelita nomás!
¡Vamos abuelita, con cuidado!

domingo, 21 de febrero de 2010

Analepsis sonora


Recuerda la luz pálida de invierno afuera, la lluvia gris y las nubes oscuras, escapando por una ventana diminuta. Dentro, la luz cálida aflorando de una lámpara de velador, encendida con el clic de una cadena, está atrapada entre cristales. Las paredes son frías y apenas alumbradas. Los cuerpos tibios, dejan ver algún destello. Nunca olvidará esa música. Nunca. Cada vez que asoma, el recuerdo aparece en menos que un instante, es un reflejo dentro de su mente. Es sencilla, un acordeón cadencioso, algo melancólico, romántico, con un dejo triste, pero permitiendo algo de esperanza, a veces alegre. Lo acompaña algún instrumento metálico y pequeño. A veces es un piano, solo. Es difícil que no tenga ese resabio cuando es una especie de viaje en el tiempo, a algún lugar del pasado, un pasado no lejano. Ineludible vestigio de nostalgia, feliz o triste, no por eso menos hermoso.
Siguió sonando en el presente, a un ritmo parejo, calmo, apasionado. La cadencia del acordeón se funde y pierde con los cuerpos, se desliza resbalando por la piel, uniéndose a la luz por un momento. Los abandona por la punta de los pies y se devuelve, se repite, los guía en su frecuencia, se guían por esa pasión lejana y ajena, incorporándola. Llega a perderse entre los cuerpos, uno a otro completos se acarician, acallan esa música preciosa en la belleza de su conjunto. Los envuelve y se convierten en uno solo. El cuerpo la envuelve y la silencia, alejándola, olvidándola, haciéndola parte de ese organismo y de ese momento, de ese espectro. Sofoca también la luz, la absorbe, ahora es él el que ilumina la sala, con rayos cortos que apenas invaden el velador, el cristal de la ampolleta, apenas se depositan en las paredes y en la lluvia, escapando. Son todo y a la vez están en todo, nada más importa. Jadea el acordeón, bufando entre sus fuelles se comprime y descomprime, se aprieta, relaja, las manos se buscan y atan con fuerza, se están escapando por las yemas de los dedos y se contienen, una a la otra. Percuten firmes las cuerdas del piano, acaricia en blanco y negro el instrumento, lo toma firme en toda su tersa blancura, sigue al cuerpo el piano, o el piano al cuerpo, ambos intensos, desvaneciéndose, el pulso se acelera arrebatado, intenso y se devuelve, desciende otra vez apaciguándose.
La lluvia, luminosa fuera por un momento, descansa nuevamente retomando su murmullo, la luz, por un momento liberada, regresa también a su empañado aposento cristalino. Los cuerpos protegidos se mantienen reunidos, entrelazados. Un fulgor tenue, apenas perceptible, se escapa todavía. El disco sigue, inagotable, dando vueltas.

Extranjero

Me gusta caminar. Tal vez, podría ser un montaraz, en una acepción bastante específica. Me gusta caminar, me gusta observar. La vista es el sentido que mejor he desarrollado. O el que mejor se concibió naturalmente. Narices siempre algo tapadas, oído no musicalmente privilegiado, disfruto comidas sencillas, Las manos torpes y duras. Me gusta caminar y analizar. A veces, sólo deambular. Me gustan las ciudades, algo tienen todas en común. Me gusta mi ciudad y ser un peatón, obligado a tener que estar un poco más atento a lo que está tras las fronteras de las calles, de las autopistas, a lo que se eleva encima de las cabezas. Circular. Transeúnte. Siempre hay algo interesante más allá de lo evidente. Basta tener una mirada atenta, estar abierto a lo que la ciudad ofrece en sus pasajes, en sus murallas elevadas, en los cruces de sus calles, entre el gentío. Estoy atento a las caras, intento, a pesar de lo imposible, no perder detalle. Nunca va a ser suficiente, siempre escapará algo a mi mirada. Me gusta. Cada viaje puede convertirse en algo nuevo, en algo diferente, basta querer descubrir lo que no pudimos encontrar antes. Es como un juego. Observar, pensar, encontrar, reformular, retener, recrear. Cada lugar puede convertirse en otro. Puede ser más tarde o más temprano, puede ser invierno o primavera, al día siguiente o años lejanos. El paisaje es mutable y los detalles infinitos. En la rígida ciudad, cruzada de rectas y diagonales, llena de solidez y geometría, masas y estructuras, rígida y vibrante, aun así, manifestación por excelencia de humanidad, gregaria, ambigua. Efervescente. Si alguien cree que es aburrida y plana es porque no tiene los ojos bien abiertos. Nunca se detiene. Soy un turista en mi propia ciudad, cada caminata pude ser un viaje interesante, una fuente, un instante de aprendizaje. A veces miro solo para abajo. Esos viajes son perdidos, rutas falsas hasta llegar a destino, ajeno, absorbido por las baldosas y el concreto. Mejor es mirar al frente o hacia arriba, mejor aún, desde arriba, en perspectiva. Pausado y seguro, atento. Así, me gusta caminar.