domingo, 21 de febrero de 2010

Analepsis sonora


Recuerda la luz pálida de invierno afuera, la lluvia gris y las nubes oscuras, escapando por una ventana diminuta. Dentro, la luz cálida aflorando de una lámpara de velador, encendida con el clic de una cadena, está atrapada entre cristales. Las paredes son frías y apenas alumbradas. Los cuerpos tibios, dejan ver algún destello. Nunca olvidará esa música. Nunca. Cada vez que asoma, el recuerdo aparece en menos que un instante, es un reflejo dentro de su mente. Es sencilla, un acordeón cadencioso, algo melancólico, romántico, con un dejo triste, pero permitiendo algo de esperanza, a veces alegre. Lo acompaña algún instrumento metálico y pequeño. A veces es un piano, solo. Es difícil que no tenga ese resabio cuando es una especie de viaje en el tiempo, a algún lugar del pasado, un pasado no lejano. Ineludible vestigio de nostalgia, feliz o triste, no por eso menos hermoso.
Siguió sonando en el presente, a un ritmo parejo, calmo, apasionado. La cadencia del acordeón se funde y pierde con los cuerpos, se desliza resbalando por la piel, uniéndose a la luz por un momento. Los abandona por la punta de los pies y se devuelve, se repite, los guía en su frecuencia, se guían por esa pasión lejana y ajena, incorporándola. Llega a perderse entre los cuerpos, uno a otro completos se acarician, acallan esa música preciosa en la belleza de su conjunto. Los envuelve y se convierten en uno solo. El cuerpo la envuelve y la silencia, alejándola, olvidándola, haciéndola parte de ese organismo y de ese momento, de ese espectro. Sofoca también la luz, la absorbe, ahora es él el que ilumina la sala, con rayos cortos que apenas invaden el velador, el cristal de la ampolleta, apenas se depositan en las paredes y en la lluvia, escapando. Son todo y a la vez están en todo, nada más importa. Jadea el acordeón, bufando entre sus fuelles se comprime y descomprime, se aprieta, relaja, las manos se buscan y atan con fuerza, se están escapando por las yemas de los dedos y se contienen, una a la otra. Percuten firmes las cuerdas del piano, acaricia en blanco y negro el instrumento, lo toma firme en toda su tersa blancura, sigue al cuerpo el piano, o el piano al cuerpo, ambos intensos, desvaneciéndose, el pulso se acelera arrebatado, intenso y se devuelve, desciende otra vez apaciguándose.
La lluvia, luminosa fuera por un momento, descansa nuevamente retomando su murmullo, la luz, por un momento liberada, regresa también a su empañado aposento cristalino. Los cuerpos protegidos se mantienen reunidos, entrelazados. Un fulgor tenue, apenas perceptible, se escapa todavía. El disco sigue, inagotable, dando vueltas.

Extranjero

Me gusta caminar. Tal vez, podría ser un montaraz, en una acepción bastante específica. Me gusta caminar, me gusta observar. La vista es el sentido que mejor he desarrollado. O el que mejor se concibió naturalmente. Narices siempre algo tapadas, oído no musicalmente privilegiado, disfruto comidas sencillas, Las manos torpes y duras. Me gusta caminar y analizar. A veces, sólo deambular. Me gustan las ciudades, algo tienen todas en común. Me gusta mi ciudad y ser un peatón, obligado a tener que estar un poco más atento a lo que está tras las fronteras de las calles, de las autopistas, a lo que se eleva encima de las cabezas. Circular. Transeúnte. Siempre hay algo interesante más allá de lo evidente. Basta tener una mirada atenta, estar abierto a lo que la ciudad ofrece en sus pasajes, en sus murallas elevadas, en los cruces de sus calles, entre el gentío. Estoy atento a las caras, intento, a pesar de lo imposible, no perder detalle. Nunca va a ser suficiente, siempre escapará algo a mi mirada. Me gusta. Cada viaje puede convertirse en algo nuevo, en algo diferente, basta querer descubrir lo que no pudimos encontrar antes. Es como un juego. Observar, pensar, encontrar, reformular, retener, recrear. Cada lugar puede convertirse en otro. Puede ser más tarde o más temprano, puede ser invierno o primavera, al día siguiente o años lejanos. El paisaje es mutable y los detalles infinitos. En la rígida ciudad, cruzada de rectas y diagonales, llena de solidez y geometría, masas y estructuras, rígida y vibrante, aun así, manifestación por excelencia de humanidad, gregaria, ambigua. Efervescente. Si alguien cree que es aburrida y plana es porque no tiene los ojos bien abiertos. Nunca se detiene. Soy un turista en mi propia ciudad, cada caminata pude ser un viaje interesante, una fuente, un instante de aprendizaje. A veces miro solo para abajo. Esos viajes son perdidos, rutas falsas hasta llegar a destino, ajeno, absorbido por las baldosas y el concreto. Mejor es mirar al frente o hacia arriba, mejor aún, desde arriba, en perspectiva. Pausado y seguro, atento. Así, me gusta caminar.