lunes, 28 de junio de 2010

Niños.

Cargábamos nuestros martillos y serruchos como si fuéramos a construir una gran mansión. Llevábamos guantes para no martillarnos los dedos con nuestras pulsadas inexpertas, más de uno terminaba envuelto en confort o en gasa. El tren hacia el sur esta vez era corto, llegaba hasta San Bernardo, no alcanzaba siquiera a dejarnos fuera de Santiago, aunque al bajarse iba a ser como estar en un lugar muy lejano, dónde nos sentiríamos vulnerables. Por unos días no veríamos televisión, nuestras camas, una bebida, la colación armada desde la casa (uno que otro llevaba algo de contrabando, una verdadera ración de supervivencia), las caras monótonas de los profesores, la rica comida preparada por la nana, no habrían recreos ni paseos, hasta el siguiente domingo cuando llegáramos llenos de tierra y hediondos, aunque de eso todavía no íbamos a darnos cuenta. El paisaje de Santiago se va abriendo mientras nos alejamos del techo metálico de la Estación Central al pesado sonido de las ruedas contra los rieles. Al ritmo que va sonando van pasando vagones viejos, casas, un partido de fútbol, postes y árboles, autos que a veces nos ganan una absurda competencia imaginaria, la misma que hago cuando voy en el auto y mirando el tren. Nos bajamos y apenas cruzando la línea caminamos junto a un largo paredón azul, separando lo que fuera el jardín antiguo de una mansión que hoy está abandonada a alguna función del municipio. Entramos a la casa contigua, llena de ancianos malolientes. Por una semana vamos a llenar de juventud esa cruel sala de espera.
En la mañana nos pasan a buscar. Vamos hacinados en un bus antimotines de Carabineros. Lo más entretenido es sacar unas redondelas de fierro de las paredes por donde metemos los mangos de nuestros martillos, en vez de revólveres o escopetas para bombas de gas. Será lo primero que la mayoría contará al volver a la casa. Nos bajamos en la entrada de un campamento. En una plaza de barro, o sea, un rectángulo de tierra, rodeada de casas de madera, nos dan las instrucciones de rigor, indicando la casa en que a cada cuadrilla nos toca trabajar. Cada una tiene a un “grande” a cargo, un niño de cuarto medio que ha ido antes a campamentos y ha usado más veces que nosotros el martillo, el metro y el serrucho, al menos fuera de las clases de artes manuales. Ya han dejado los materiales en cada casa, así es que podemos partir a conocer a la familia que vive en las casa donde trabajaremos. O las familias.
Una mujer joven y su hija de seis años nos reciben en su hogar de seis metros cuadrados. En la tarde llegará la abuela, quien trabaja en una feria en ese momento. En la entrada hay un charco de agua y unos cajones vacíos. Adentro alumbra una ampolleta con cables pelados. A la hora de almuerzo, mientras comemos los tallarines con salsa que preparó y tomamos un jugo zuko abierto para la ocasión, nos pregunta por Ignacio, uno de nuestros compañeros del colegio, que en este momento debe estar almorzando tallarines en otra vivienda, en otro campamento, en otro lugar de la capital. En la casa de Ignacio hemos organizado algunas fiestas, la última hace unos meses, con luces de colores, altoparlantes, con papas fritas, bebidas y algunos tragos, los suficientes para que unos cuantos sufran sus primeras borracheras. Trabaja tres días a la semana en su casa, en el sector oriente de Santiago. Para llegar a las ocho de la mañana debe salir a las seis, máximo seis y media. Es probable que haya tenido que lavar el vómito de algún otro compañero de aulas, unos restos secos en un sillón o un cubrecamas, lo que no alcanzó a limpiar la mamá de Ignacio, o lo que no quiso o no supo que tenía que limpiar, uno que ahora también debe estar comiendo tallarines y que más tarde estará aserruchando o martillando pedazos de cholguán contra las maderas que nos rodean.