lunes, 20 de diciembre de 2010

Acción

Tenía ganas de hacer algo espontáneamente, un acto sin premeditación, sin, como siempre, un análisis previo de las potenciales consecuencias. Quería demostrarme que soy capaz de provocar efectos que escapen a la normalidad, sin ninguna clase de respeto por orden, lógica o cualquier valor moderno, sin juicios ni remordimientos. Tal vez se trataba de convertirme en una acción, algo concreto, limpio, nítido, un acontecimiento, nada más, el cual no mereciera siquiera una búsqueda de sentido o justificación.

Venía de una aburridísima fiesta, al menos para mí, al nivel de que la terminé antes de tiempo y mi estado anímico era peor que al empezar la noche. Me fui solo de la disco, caminando por el barrio Bellavista sin miedo alguno por los abundantes borrachos, vagabundos, drogadictos, hippies vagabundos borrachos y drogadictos, microtraficantes y otros delincuentes. La seguridad provenía no de una sana valentía, sino de un peligroso desinterés que alcanzaba mi propia existencia, efecto entre otras cosas de una mala noche, al menos de carácter temporal. Caminé pensando en ser un antihéroe moderno, estaba listo para defender a alguna mujer de cualquier peligro o detener un asalto, enfrentando armas sólo con las manos o una botella, usándolas hasta desfigurar al agresor y terminar con algo peliculesco como un escupo en su cara informe. Por supuesto, no pasó nada extraordinario más que caminar solo, con frío y de noche, llegué ala Alameda, tomé el fantástico transporte público, a esa hora fragante a cerveza y vómito, para volver a caminar, esta vez a casa. Anduve unas cuadras hacia el sur, luego al oriente de nuevo al sur, al poniente, sin rumbo, sólo quería atrasar un poco la llegada. Mientras vagaba me convertí, en vez de en un héroe sin principios, en un verdadero antidelincuente moderno. A las tres de la mañana los apacibles barrios residenciales del sector oriente están tan callados y abandonados que parecen una ciudad en emergencia sanitaria o bajo invasión de zombies (por cierto, una forma de emergencia sanitaria). La desolación de la noche se presta para la ejecución del crimen perfecto, como el que estaba presto a cometer. Tenía ganas de robar un auto, esa era la acción, un robo innecesario, inexplicable. Tenía ganas y lo iba a hacer, más que robarlo, era tomarlo y usarlo. Tenía casi todo el perímetro de una plaza con autos a mi disposición, del año, automáticos, deportivos, de lujo, familiares, vanes, jeeps, una gama tan amplia como la que ofrecería una compraventa, y tenía para comprar el que quisiera. A pesar de mi habitual indecisión elegí sin dudar un Subaru Justy grisáceo, como del año 92, un auto viejo, para algunos casi un trasto, pero del cual siempre me había llamado la atención la contradicción entre su pequeño tamaño y tener tracción en las cuatro ruedas, era el todo terreno más absurdo imaginable, siempre me pregunté quien se le habría ocurrido usarlo en barro profundo o lejos del suave pavimento de la ciudad. Me gustaban también las líneas rectas del diseño, las piezas y ángulos de la carrocería. Y, además, uno de mis autos de juguete favorito en la época en que todavía me entretenía con autos de juguete era un Justy color naranjo brillante, el cual, sobre la alfombra o sobre el maicillo de la plaza, convertía en un verdadero todo terreno. Me imaginaba, igual que ahora, un auto de espía, lleno de detalles prácticos de poco, pero no imposible, uso, una brújula, un kit de primeros auxilios, una linterna, blindado contra balas y fuego, o tal vez, como el modelito a mínima escala, con un juego de palos de golf en la maleta. Sin cavilar le pegué un codazo al vidrio pequeño de la puerta trasera. Me hice pedazos el codo y el vidrio seguía intacto. El segundo intento trajo sólo más dolor, así es que para la tercera intentona busqué una piedra mientras me sobaba la articulación. La envolví en mi bufanda para no hacer mucho ruido y la mandé contra el cristal, tan fuerte que casi quiebro la ventana del otro lado. Cuidadoso metí el brazo para subir el pestillo de la puerta, la abrí para subir el de la del chofer. Me senté en mi auto soñado, haciendo como que manejaba con las manos al volante, pese al motor apagado. ¿Y ahora, qué? Mis vastos y cinéfilos conocimientos en el oficio del robo automotriz indicaban desarmar la parte que está abajo del manubrio para unir los cables de contacto y generar la milagrosa chispa que despierta a los motores combustibles de su letargo. Cerca de diez minutos estuve intentando sacar la tapa plástica, pero no tenía idea como, ni siquiera encontré un borde que guiara el ensamblaje de las piezas de cubierta interiores. Pensé en lo brillantes que eran los japoneses, que hasta ese detalle debían haber planificado. Se me ocurrió intentar con las llaves de mi casa. Menos mal los conserjes del barrio no tenían los horarios cambiados y dormían de noche como todo el mundo (salvo noctámbulos, bohemios, insomnes, bomberos, trabajadoras del comercio sexual y travestidos, enfermeros y enfermeras, doctores de urgencia pilotos de ambulancia, todos los trabajadores de turnos nocturnos en empresas de procesos productivos continuos e ininterrumpibles y, como olvidarlos, nocheros que no duermen), pues llevaba al menos quince minutos en maniobras a lo menos sospechosas. Era como diez veces más tiempo del que tardaba un experto en el rubro; al menos tenía la excusa de ser un principiante. Ni las llaves de la mampara de acceso al edificio, ni las de la puerta del departamento funcionaron. La siguiente no podía fallar, había abierto candados en el colegio, la puerta del despacho de un olvidadizo empleado fiscal en una oficina de la administración pública (tal vez ese día arruiné su estrategia para empezar a trabajar más tarde), incluso en una oportunidad había encendido un viejo Charmant, utilizable pero hasta cierto punto abandonado. Era la llave del cajón de mi escritorio, donde guardaba mis más privados adminículos, la cual había demostrado capacidad para responder como una verdadera llave maestra cuando había sido requerida. Entró suavemente en la cerradura. Nada pasó tras el primer giro hacia delante; con el segundo, posicionando la llave levemente afuera y presionando un poco hacia abajo, el auto se prendió. En realidad, ronroneó sería la palabra correcta, describe mejor la emoción del momento. Imaginé entusiasmado todo el proceso eléctrico y de combustión que terminaba con ese sonido mecánico, ese temblor de carrocería que finaliza en un leve corcoveo, despidiendo humo por el tubo de escape, hasta estabilizarse.

Prendí las luces, la radio, me puse el cinturón de seguridad (no iba a ser un conductor irresponsable) y partí dejando un lugar vacante más en las calles que circundaban la plaza. No tenía la menor idea sobre hacia donde dirigirme, así es que di un montón de vueltas sin sentido por el barrio, sintiendo por primera vez que iba en mi auto, a donde quisiera, sin pedirle permiso ni deberle explicaciones a nadie. Un extraño sentimiento de libertad, a sabiendas de su finitud. Seguí al volante deambulando, sin dirección, sin sentido, sin destino.