viernes, 3 de junio de 2011

Dos más dos

Parte de la experiencia de Ernesto indicaba hasta ahora que la naturaleza humana era relativamente decente. Parte de sus estudios de filosofía indicaban que el hombre por naturaleza era bueno. Pero eso era nada más una parte. Cierto tipo de conversaciones ebrias (y filosofía bastante lúcida, aunque lo ebrio y lo lúcido no son necesariamente opuestos, como manifiestan las dos frases precedentes, aunque pareciera lo contrario), revelaban que justamente el hombre por naturaleza es todo lo contrario. La experiencia, a pesar de lo que Ernesto pensara, indicaba justamente eso. Entonces, lo que realmente generaba las creencias de Ernesto no era la experiencia ni la filosofía, sino su confianza, su ingenuidad o su bondad, cuestiones que de manera general van de la mano. Confianza e ingenuidad que pueden ser una virtud, de la misma manera que un defecto. Hasta donde los momentos de amargura habían llevado a Ernesto, en los cuales se alejaba de su creencia primitiva, ingenuidad era lo mismo que ser un completo huevón.

La gente cambia. Ingenuidad. La gente no cambia. Realidad. Las personas se preocupan por las demás personas. Confianza. Las personas sólo se preocupan por sí mismas. Realidad.
Las cosas, las situaciones, las personas, admiten clasificaciones. Una que le gustaba a Ernesto, por su aptitud de síntesis, como reveló en algunas conversaciones, era una según la cual las personas pueden ser de dos tipos: a unas les importa lo que les importa a sus semejantes, a otras no les importa lo que les importa a sus semejantes, o lo que es lo mismo, no les importa más que lo que les pase a ellas. En la ingenuidad y optimismo de Ernesto, a todos les importan los demás. Pero los hechos dicen otra cosa. Los hechos y la borrachera, que finalmente consiste en hechos desmembrados de toda clase de conciencia, lo que convierte a esos hechos en algo aún más concreto, menos susceptible de interpretaciones (aquí Ernesto, optimista como siempre, saca algo bueno de la borrachera, su honestidad), concluían que estaba equivocado.

Cuando el sobrio o ebrio de Ernesto llega a estas conclusiones, hay sólo una cosa que puede sacar en limpio. Por muy entusiasta que sea el optimismo, por muy grande que sea la ingenuidad, por muy estúpida que sea la confianza, en cierto punto la persona es lúcida, lúcida como cuando dicen que el hombre es el lobo del hombre, lucidez tan gigante como esas que revelan lo evidente, tan consciente que se da cuenta que no puede confiar y que la ingenuidad es un defecto, a pesar de lo cual confía, cree en las personas, cree en que puede ser importante lo que hacen los otros, los que son iguales al otro. Eso por un lado hace que su ingenuidad sea aún más estúpida. Pero, a pesar de eso, a pesar de que sabe que unos no cambian, que a unos no les importa, sigue creyendo y confiando, porque en el fondo, a pesar de que sabe que en algunos simplemente no se puede creer, sigue siendo optimista, porque recuerda, en una lucidez aún mayor, una que supera la amargura, que no todos son iguales, que a algunos realmente si les preocupan los demás, siempre, no importa si se acuerdan o no, si es un deber o ser. Ernesto mantiene la esperanza, bajo un riesgo enorme: enormes decepciones. Sigue creyendo, porque dentro de su confianza e ingenuidad, se queda con el lado bueno de las cosas. Pero al final, a pesar de su optimismo, la interrogante pervive. Eso no es suficiente mientras los hechos demuestren lo contrario.