miércoles, 30 de noviembre de 2011

Fin de semana.

Despertó y todo a su alrededor era neutro. Era neutro e inerte. Paredes grisáceas, cortinas beige, ventanas polarizadas que opacaban los colores de los árboles, ventanas dobles que silenciaban toda la vida exterior. Un televisor encendido transmitía un reportaje sobre la organización de las abejas. Miles de hexágonos encerados formaban un enorme panal, con un lugar predeterminado para cada abeja obrera, para cada zángano y para una sola abeja reina. Y para miles de huevecillos que se convertirían en obreras, zánganos y una sola reina, de manera perfecta hasta la eternidad. A su derecha, dormida en un sillón, reconoció a su madre, que inflaba y vaciaba el pecho a ritmo lento. En su dedo índice izquierdo tenía conectado un aparato gris y en las venas de la mano una manguerita afirmada con cinta adhesiva, que se perdía a sus espaldas. Imaginó la bolsa de suero goteando y la máquina de pantalla negra, líneas y números de colores, símbolos que, aunque le habría encantado, ya no iba a poder aprender a descifrar. En el velador a su derecha estaba sentada una rana de peluche, color verde claro, sonriendo y con grandes ojos blancos. ¡Mamá!, ¡mamá!, ¡mamá! ¿dónde está Ignacio?

Una caja feliz por favor. ¿Algo más? No, gracias. Tenemos estos tres juguetes, dijo, y mostró un pájaro, una rana y una chancha. ¿Cuál quieres hijo? Se empinó ayudándose con las manos desde el borde del mesón. La rana. Bien, es el que más me gustó a mi también. Sabe, voy a comprar además un helado. ¿Chocolate, manjar o vainilla? De manjar. Se sentaron en una mesa con cubierta plástica imitación de piedra, para que no se notaran las manchas. Las sillas apernadas al suelo estaban alejadas de la mesa y el niño hacía un esfuerzo para comer sin caerse. Era un lugar diseñado para que a las personas no les dieran ganas de quedarse. Era el final ideal de una nueva semana recogiendo las migas molidas por una madre llena de enojo y lanzadas por un juez imparcial, en un ambiente artificial con su hijo prestado. Se estaba acostumbrando a esa tristeza. Su hijo ya estaba en el asiento del copiloto e intentaba alargar el viaje hacia la casa de su madre mientras el sol lo encandilaba por el retrovisor y observaba lo feliz que era jugando con su rana verde, convirtiendo en un refalín el cinturón de seguridad y en una cama saltarina la bandeja frente al asiento del copiloto, hasta que el cansancio de un día aprovechado con su padre lo hizo empezar a cabecear y se quedó dormido, con su cabeza transpirada cayendo hacia el lado de su papá.

La autopista era ancha y permitía que los automóviles circularan con velocidad. Él mismo iba sobre el límite permitido, como casi todo el resto de los conductores. Iban todos envueltos en una inminente situación de peligro, pero se sentían seguros adentro de las máquinas. A los costados grandes edificios encajonaban el espacio plano, edificios que seguían construyéndose, cada vez más altos. Pensó hasta cuando se seguirían levantando esos edificios, de donde salía gente para llenarlos, parecía casi irreal la velocidad a la que su ciudad iba creciendo. La vida que había experimentado en su infancia ya casi no existía en la ciudad, donde poco a poco se acababan las situaciones de interacción espontánea con otras personas, volviéndose todo más impersonal y mecanizado, como el lugar donde hace poco comía con su hijo. La vista solo se abría mientras avanzaba la autopista, que se perdía descendiendo hacia el horizonte, donde el sol bajo cortaba las formas de los cerros. A esa hora los rayos ya no eran fuertes, así es que se quedó mirando fijamente el disco anaranjado unos segundos. Iba por la pista de la izquierda, pegado al muro de contención que separaba los dos lados de la carretera, un montón de pesados bloques de concreto unidos a lo largo de todo el camino, con la ventana abierta hasta la mitad para refrescar el calor que no se iba a terminar hasta meses después, cuando empezara el otoño. La autopista empezó una bajada casi imperceptible, que sin necesidad de que pisara el acelerador apuró aún más el auto. A la distancia observó como caían por el aire a ambos lados del muro, ocupando el espacio entre los edificios, miles de hojas de diario, como si hubieran lanzado montones de enormes panfletos desde el cielo. Entre el viento y las corrientes que generaban los automóviles en movimiento, las hojas no alcanzaban a tocar el suelo y volvían a elevarse, arremolinadas como bailando unas con otras, abriéndose, flotando, doblándose y enrollándose con movimientos sueltos. La luminosidad maravillosa del atardecer hacía brillar estos papeles que abandonaban su estado inanimado. Aflojando las manos del volante y mirando hacia el cielo se acordó de los grandes cardúmenes que nadan al unísono con perfecta coordinación, como si cada pez fuera una escama de otro enorme, reflejando los rayos que se filtran por gruesas capas de mar. Se quedó asombrado admirando este espectáculo extraño, acercando la cabeza al vidrio delantero. Se olvidó por un momento que estaba en la ciudad, manejando en una autopista, mientras el camino doblaba suavemente a la derecha.

martes, 22 de noviembre de 2011

Cita 6

El boxeo no siempre era una profesión agradable, pero no hay muchas profesiones agradables. Por ejemplo un abogado, el sueldo es bueno pero vaya un montón de fango. ¿Y qué me decís de un dentista? La boca de una persona es mucho más fea que su agujero del culo. U otro, un mecánico de coches: manos destrozadas, grasa que no se quita en la vida y estar siempre aumentando los precios un poquito por allí y otro por allá para poder apenas arreglártela. Además la gente se pone absolutamente gilipollas cuando se trata de su coche. ¿Un guardián de zoológico? Tiene que estar todo el día limpiando jaulas con una manga y contestando preguntas del tipo de "¿Las jirafas duermen?". No hay muchas profesiones agradables, pero el boxeo podía llegar a ser horrible.

El ganador.