viernes, 30 de diciembre de 2011

Destino Sorata, uno.

El camino a Sorata empieza accidentado. Huimos de Copacabana, no la playa paradisíaca que aparece en los catálogos de las agencias de turismo, no el violento club en que Lola pierde a su amor en la canción de Barry Manilow. Dejamos un pueblo que hiede a cerveza derramada de tanto agradecer a la Pacha Mama, lleno de cholitas borrachas en las calles, orinando encuclilladas con sus coloridas faldas recogidas, con bandas de vientos y percusión que tocan ya sin ninguna coordinación, lleno de indígenas dormidos en la plaza. Acaba de terminar la celebración a la Virgen de Copacabana, un carnaval fastuoso al que viajan miles de bolivianos a bendecir sus automóviles y sus futuros con una extraña combinación de petardos, cidra de manzana y frailes. Peleamos por subirnos a un colectivo que nos saque de ese pueblo, lo logramos como hemos aprendido se resuelven las cosas en ese país atemporal que es Bolivia: una conversación rápida con el chofer, un regateo, y dejar las maletas en el auto como sea. Tener por destino Sorata, un lugar perdido en el tiempo y el espacio, perdido en los confines de la sierra boliviana, ya ha sido una cuestión totalmente fortuita, una parte improvisada de un viaje construido sobre improvisaciones, si es que existiera una construcción de ese tipo. Nos enteramos de la existencia de ese pueblo y sus maravillas en la Isla del Sol, perdida en la mitad del lago Titicaca, una tarde apacible después del almuerzo conversando con un grupo de argentinos que juegan truco y toman hierba. Entonces, terminada la fiesta de la Virgen, con las bandas, los bailes de chinos y morenadas, enrumbamos hacia Sorata en una furgoneta, destartalada como todas las demás.

En el primer furgón vamos rodeados de personas locales. Somos los únicos tres turistas, ya habituados a admirar los inagotables paisajes altiplánicos a través de las ventanas de cada vehículo al que nos subimos. Mientras nosotros miramos hacia fuera, como despidiéndonos para siempre del pueblo a orillas del Titicaca, uno de los otros pasajeros observa con detención como Camilo dibuja el paisaje con el trazo que ha aprendido en la escuela de arquitectura, en un cuadernillo de hojas amarillentas. A la salida de Copacabana se acaban las líneas rectas y los puntos de fuga donde Camilo afirma su dibujo. En la naturaleza reina un orden invisible al ojo humano, mucho más perfecto que cualquier creación civilizada. Mientras bajamos una suave cuesta serpenteante en dirección el estrecho de San Pedro de Tiquina, Camilo comienza a dibujar a las mujeres en los asientos que están al frente nuestro. Su vecino sigue mirando, igual de atento que nosotros el paraje que nos rodea, el croquis de Camilo. ¿Usted es artista? No, lo hago solo por diversión. Así comienza la conversación. Lo hace muy bien, debería ser artista. El boliviano habla español con un acento extranjero. Su verdadera lengua es el aymara o el quechua. ¿Y hacia dónde van? A Sorata. Nos dijeron que vale la pena conocerlo. Yo lo conozco, está hacia allá, dice el hombre apuntando unas montañas enormes que cierran el horizonte. Se ven tremendamente lejanas, como si fuéramos a demorar semanas en llegar. ¿Usted vivió ahí? Si, cuando joven vivía cerca y trabajaba en las minas. ¿Y era muy peligroso eso? Si, pero nunca nos pasó nada. Iba con mi compañero, incluso una vez encontramos una fuente de agua de la que nacía uno de los ríos que desembocan en el lago. Más importante que el mineral es encontrar agua, con ella uno se puede salvar. Nos iba bien trabajando en las minas, hasta que se hizo muy caro y no nos compraron más. En el camino el auto va recogiendo las personas que esperan en la orilla. Una mujer de largas trenzas negras sube con un becerro entre los brazos y se acomoda como puede mirando hacia atrás. Nos despedimos del minero, que se baja unos minutos después. No se ve ninguna casa en las laderas que nos circundan. Probablemente debe caminar un par de kilómetros por pastos secos y rocosos. Caemos en el letargo del viaje incómodo y monótono. Teresa apoya su cabeza en el hombro de Camilo; yo sigo contemplando el exterior. En la llegada a Tiquina hay una especie de club de yates. No todo en el altiplano boliviano permanece en la época inmediatamente posterior a la conquista española. Cruzamos el lugar más angosto del lago Titicaca en un lanchón descubierto. Las orillas deben estar separadas por unos ciento cincuenta o doscientos metros. Debemos volver a negociar para subirnos a otra camioneta que va llena. Primero convencemos al chofer de que hay espacio para nosotros, que nos podemos en el asiento de espaldera, como llaman al tablón con un montón de frazadas que se apoya en el respaldo del piloto y copiloto. Más tenemos que trabajar para convencerlo para que baje el precio. No puede ser el pasaje completo, si ni siquiera vamos en un verdadero asiento y tampoco vamos a La Paz, sino que nos bajaremos en un cruce a mitad de camino. Insiste en que no puede ser, que no es su problema como nos vayamos ni donde nos bajemos. Además el próximo transporte sale en una hora, que no estamos dispuestos a perder en el vacío del Titicaca. A pesar de que su posición es dominante, accede a llevarnos por treinta bolivianos, equivalentes a unos tres mil pesos chilenos. En realidad somos nosotros quienes accedemos a sus condiciones, pero de todas maneras logramos algún descuento, así es que estamos conformes, lo más importante es salir de ahí. En tres semanas nos hemos convertido en negociadores avezados. Al subir los pasajeros nos miran con mala cara, los molestamos a todos con nuestras enormes mochilas. En los asientos frontales a nosotros va una familia de hippies franceses. Los bautizamos Pierre, la Madame y las Petits, padre, madre e hijas respectivamente. Nuestra invasión en la espaldera, a pesar de que vamos casi en posición fetal, con las piernas flectadas sobre unas bolsas de papas y el roñoso neumático de repuesto que afirma el tablón, parece incomodar a toda la familia. Una de las niñas va hablando con su mamá, con cara de “cuanto falta”; la otra, más chica, va apoyada en su papa y parece más calmada. El camino es plano, muy alargado, con curvas suaves y rodeado de pastizales altos y una que otra plantación de papas o maíz. A la derecha se alcanza a divisar, como un espejismo, el lago de un color calipso, reflejando el cielo y las nubes esponjosas. La niña francesa, una adolescente aburrida de viajar incómoda y lejos de sus amigas, no ha parado de quejarse, mayormente de nosotros, en todo al camino y está al borde del llanto. Menos mal nos bajamos antes que estalle. Al hacerlo, Teresa se despide en perfecto francés de la niña taimada, deseándole el mejor de los viajes a ella y toda su familia con una sonrisa amable y socarrona. La petit se pone colorada de vergüenza, su hermana se ríe con ganas y los padres la miran como diciéndole “vez, nunca se sabe”. Merci, également pour vous tous¸ responde el padre.

Estamos en una especie de cruce, en un puesto abandonado que en algún momento sirvió comida o aprovisionó a los camioneros habituados a esa autopista. Empieza a lloviznar y no hay opciones de llegar hasta Sorata, los convoys pasan, pero van atestados. Conversamos con otros turistas que están en la misma situación que nosotros, dos argentinos y una suiza, nos dicen que hay que irse a La Paz y ahí a tomar transporte hasta Sorata, llevan casi una hora esperando. Descartamos en el acto la opción, porque implica más transbordos, alejarse del destino y más demora. Estamos convencidos de que de alguna manera nos la vamos a arreglar, así es que empezamos a hacer dedo a los camiones, lo único que circula además de las convis llenas. Después de un rato nos para un enorme camión de carga rojo que nos ofrece dejarnos en Achacachi, un pueblo más grande desde donde podemos llegar a Sorata. Subimos por una escalinata metálica a la caja de transporte, llena de arena en el fondo. Apilamos las mochilas y las tapamos para que no se mojen, nosotros nos pegamos a la pared más cercana a la cabina. El viento frío se mete al cajón con fuerza, pero al menos agua no nos llega porque nos protegen las paredes, más altas que nosotros. Cuando amaina, nos movemos en la cavidad, de diez metros por cuatro más o menos, jugando y sacándonos fotografías; llevamos 30 minutos por una calle recta que se desprendía de la carretera que une San Pedro con La Paz y de a poco va surgiendo la ciudad, primero ranchos y lugares de industria en la periferia, luego algunas casas y comercios, hasta que ya las casas constituyen el cerco continuo a ambos lados de la vía. Apenas entrando en el pueblo el camionero se detiene en una estación de bencina y nos dice que bajemos, pues no entrará más. Le agradecemos y nos adentramos a pie en Achacachi. Paramos cerca del mercado, a unos quinientos metros de la plaza principal, que no nos interesa visitar porque es igual a todas las demás plazas de los poblados bolivianos y de todos los pueblos perdidos del mundo, con la iglesia a un lado, gente vieja jugando damas, gente joven perdiendo el tiempo, una pérgola para la banda municipal, comerciantes, suciedad, árboles añosos, perros vagos y muchas palomas. El logo de Savory en un almacén me recuerda las tardes de infancia en Santiago después del colegio y las comodidades del hogar. Por un momento dan ganas de volver a la seguridad de lo cotidiano, pero sólo es el cansancio arreciando, aún falta bastante para tener reales ganas volver. La fatiga apenas asoma y aun se imponen a la sensación de soledad la emocionante incertidumbre del viaje y las ganas de conocer.

Nos detenemos en un cruce de calles aparentemente importante, en una de las esquinas del mercado del pueblo. Se supone que todos los vehículos que quieran salir del pueblo deben pasar por ese lugar, así es que por ahí cruzarán los transportes hacia Sorata. Llevamos horas sin comer y los almacenes cercanos nos ofrecen sus víveres. Decidimos una fórmula probada: sándwiches. Encargado del pan, parto a buscar por el mercado alguna panadería, la que encuentro a menos de cincuenta metros. Sigo buscando algo más para armar un emparedado decente, hasta que descubro unas ruedas de queso fresco típicas de Bolivia. Las fabrica y vende una mujer ciega de pelos canos, apostada con un carro en una de las calles paralelas al mercado. Imagino que fabrica los quesos desde que tiene recuerdos y que no ha salido del pueblo desde antes que fuera un pueblo, así es que transita de memoria. No necesita ojos para sobrevivir. Me dice que el queso cuesta, 5, 8 y 10 bolivianos, según el tamaño; con el de ocho parece ser suficiente para los seis panes. Me despido dándole las gracias, a lo que responde mirándome con sus ojos velados por las cataratas, con una sonrisa amable y regalándome unas palabras en su lengua sabia, palabras que no entiendo pero estoy seguro son una bendición para el viaje.

Al regresar al cruce Teresa y Camilo esperan con una bolsa de tomates, un sobre de mayonesa y una botella de Coca-Cola. A quince metros está estacionado un camión amarillo. Mientras armamos el almuerzo con nuestras cortaplumas vemos pasar un par de convis que van a Sorata, pero todas están llenas y ni siquiera se detienen. Uno de los locatarios nos dice que podemos preguntarles a las camionetas que pasan con productos para abastecer a zona. El resto de personas que esperan se suben como hormigas en las partes traseras de camionetas cargadas con troncos y herramientas. La tarde avanza y parece imposible llegar a destino, como si estuviéramos condenados a pasar la noche en Achacachi. Nuestra última posibilidad de salvación está estacionada hace rato a nuestra izquierda: el camión amarillo tiene pintado en el frontis el eslogan “Sorata Gas”, con grandes letras rojas. Según eso debe dirigirse a Sorata. Cuando lo menciono nos miramos diciendo lo obvio sin palabras. Me acerco y toco con los dedos en la ventana; el conductor parece estar durmiendo, pero solo descansa con los ojos cerrados. Se levanta el gorro de Sorata Gas que lleva y me mira extrañado. Con los dedos le digo que quiero decirle algo breve, a lo que baja la ventanilla a la mitad. Hola, buenas tardes, disculpe que interrumpa su descanso, pero estamos en una situación media complicada. Lo que pasa es que queremos llegar a Sorata y hasta ahora ha pasado todo lleno, parece que no vamos a poder conseguir nada. Me fijé que su camión dice Sorata Gas, así es que tal vez usted a hacia allá y nos puede llevar, somos tres, le digo levantando el mentón hacia donde están Camilo y Teresa. Estoy trabajando, contesta reacio. Si, pero, ¿va a Sorata? Si, pero voy a salir más tarde, estoy esperando a un camión para cargarlo con garrafas de gas y después tengo que repartir otras tantas en este. Lo podemos esperar. Si, podría llevarlos, pero si me pagan. Nos quiere cobrar diez bolivianos a cada uno, bastante para las condiciones en que viajamos. Noto que no está muy convencido, lo dice como al aire para ver si caigo. ¿Y si le ayudamos en lo que tenga que hacer, nos podría llevar gratis? Después de un breve silencio, accede. Esperen a que llegue el camión. Yo les aviso. Camilo y Teresa están de acuerdo con el trato. Aunque es arriesgado, no tenemos otra opción.

Junto a nosotros, en la parte trasera del camión, viaja un joven boliviano, una cabeza más alto que el promedio de los bolivianos, vestido con un buzo negro raído, una polera negra con las mangas cortadas y zapatillas. Lo único que lleva consigo es una botella de bebida naranja, unos guantes y una parka que están tirados al fondo del camión. Al subirnos el chofer nos dice que no sabe hablar. Él y el conductor del otro camión lo tratan mofándose. Tiene acné en la mitad de su cara, la mitad que no está desfigurada por un chorro de agua hirviendo que le vertieron cuando niño, antes de que pudiera aprender a hablar. Le dicen Van Damme y será nuestro compañero de viaje en esta ruta arcana. Viajamos en silencio, los cuatro pegados a la pared del fondo del camión, haciéndole el quite al viento, cada vez más fuerte a medida que subimos. Cruzamos un último valle en las riberas de un río que me hace recordar los que se ven viajando hacia el sur en Chile central, de cauce ancho y pedregoso en el verano. Sobre sus bordes rocosos docenas de mujeres secan sus faldas de colores chillones, que parecen enormes donas glaseadas con su forma circular agujereada. Cruzamos un campamento militar en Huarisata, el último lugar antes de iniciar el ascenso. El camión de Sorata Gas nos guía hacia lo alto de la montaña por una carretera en formidable estado, la mejor que hemos recorrido en Bolivia. A pesar de eso, por horas no vemos un solo automóvil, en ninguno de sus sentidos. La carretera, los campos a su alrededor, y la montaña por donde se encarama, están totalmente abandonadas. Únicamente son inundadas por un vaho blanquecino, una niebla que se espesa mientras avanzamos hacia las alturas, que se hace tan densa que ya no vemos al camión amarillo adelante nuestro. Nuestro camión se detiene cuando llegamos al punto más alto de la carretera, en un sitio abierto y empedrado a la orilla del camino, donde las nubes se aligeran levemente, dándonos un descanso. Ahí nos espera el otro. Nos hacen bajar del camión y el chofer con quien hablamos en Achacachi nos pide que esperemos un poco al costado. Los dos conductores conversan dándonos vistazos de reojo. Nosotros intentamos masticar hojas de coca mientras nos miramos en silencio entre la neblina. Van Damme espera, con sus escasas pertenencias en las manos, mirando el suelo sentado en una roca, lejos de nosotros y de los choferes.


jueves, 22 de diciembre de 2011

Cita para el verano


Lo que él realmente necesitaba era una botella de cerveza helada, con la etiqueta un poco mojada y esas gotas frías tan hermosas sobre la superficie del vaso.


La vida de un vagabundo.