viernes, 5 de abril de 2013

Caminata.

Avisas que vas a salir a caminar. A recorrer un rato los alrededores del campamento. Sales con un poco de comida, de agua, una cámara fotográfica y un teléfono. Vas vestido apenas, con la misma chaqueta que llevas usando hace semanas, fresca, pero resistente al frío y al agua, con unos pantalones también ligeros y un par de bototos de cuero. Mientras te alejas de las carpas y tus amigos que preparan recién el desayuno, sientes en tu estómago el mismo vértigo que los niños, cuando conscientes de realizar alguna actividad prohibida o indebida, la ejecutan igualmente, sin medir sus efectos. Realizas una llamada telefónica a tu madre y le cuentas lo bien que lo has pasado, lo maravilloso que es el sur de Chile. Desapareces en el sendero y en el bosque, y te despides de tu madre, cuando anticipas la pérdida de la frágil señal. A esa hora de la mañana el sol se filtra diagonalmente entre las ramas y evapora minúsculas moléculas de agua. El aire es diáfano y alcanzas a admirar incluso esas moléculas y la forma en que descomponen la luz blanca. Avanzas sintiendo el suelo blando, el olor a tierra húmeda, a hojas descompuestas, a pastos, a arbustos, a troncos. Avanzas siguiendo en línea recta el sendero sin detenerte más que ante algunos insectos, pájaros y árboles antiguos. Los examinas por unos segundos o minutos, a veces tomas una fotografía, y sigues avanzando. No das una sola mirada al camino que vas dejando atrás. Sigues adelante hasta notar que te has salido del sendero, o que éste sencillamente ha desaparecido. Estás ahora en la profundidad del bosque. Has logrado lo que ocultamente ansiabas. Por primera vez estás solo, no eres más que una ausencia abandonada, una bestia más de las que habitan la naturaleza. Estás lejos del ser humano y te sientes libre, entre los árboles añosos, escuchando en algún lugar cercano un riachuelo escurriéndose entre piedras. Sigues caminando entre las ramas que te arañan, vadeando laderas rocosas y afiladas. Crees que será fácil desandar y encontrar el campamento. Sientes helar el aire de un bosque tupido, donde el sol ya no logra colarse. Ingeriste casi toda tu comida y te das cuenta que tu chaqueta no es tan resistente el frío. Te refugias bajo enormes piedras que alcanzan a formar una guarida, que sabes ha usado alguna vez otro animal. Escuchas por última vez los aullidos de la noche.

Amanece y estás húmedo. No encuentras un rayo de luz que pueda calentarte. Miras hacia arriba y sólo vez por dentro copas y más copas de árboles, apenas distingues manchas de cielo. Intentas encontrar el horizonte y las montañas, pero el panorama se agota en la espesura. Una vez más, encuentras solo tallos enormes y ramas. Sigues, contumaz, internándote en la selva. Encuentras un curso de agua, te arrodillas rendido y bebes. Los mismos insectos que antes contemplabas se convierten ahora en tu alimento. Todavía los examinas, cuando los tomas y acercas a tu cara, justo antes de echártelos a la boca. Improvisas un cuchillo con los restos de tu cámara, cortas y pelas jugosos tallos que también comes. No encuentras ahora ni siquiera tu madriguera entre las rocas, alguna bestia ya te la habrá arrebatado. Imaginas a tus amigos y comienzas a añorar la comodidad de tu carpa y tu saco de dormir. Los olvidas. La nalca te ofrece alimento y sus hojas enormes son ahora tu único refugio, te protegen de la noche, del frío y de la lluvia. Pierdes la noción de los días y las noches que llevas adentrándote en la selva. Tus pies se llenan de ampollas y tus labios se resquebrajan. Sientes como la piel se adhiere lentamente a tus huesos.

Levántate. Anda, camina. Toma el agua de pequeños estanques. Camina. Entierra tus manos en el fango en busca de gusanos. Mastica el caparazón de los coleópteros. Guarécete. Arrástrate. Agárrate de las ramas, de las hojas secas, de las raíces. Respira.

Siguen pasando las horas y los días y las noches. De manera interminable, las estaciones se suceden. El viento sacude los árboles, las hojas secas caen y se depositan sobre otras más antiguas. Algunas ramas se quiebran. La lluvia percute sobre el suelo y sobre esas mismas hojas, se filtra, llena cauces secos y se evapora. Células invisibles se multiplican, adentrándose las raíces en la tierra y reverdeciendo la fronda. Otras se descomponen. Un cuerpo, ahora sí, es uno solo con la selva.