martes, 22 de diciembre de 2015

No era el fútbol de los auspicios.



Hernán había jugado en las inferiores de Huachipato. Era lateral, half derecho, como le decían en esa época. A los diecisiete lo citaron por primera vez para jugar un sudamericano en la selección de menores. Fue reserva y jugó un par de minutos en el hexagonal, contra Ecuador. Fue de los pocos menores que ya habían debutado en primera. Lo comparaban con Manuel Álvarez y con Luis “Fifo” Eyzaguirre, al comienzo de una carrera que parecía promisoria, como cada vez que agarraba la pelota por la banda. Toda su familia había estado ligada al deporte, atletismo, básquetbol, siempre en la Octava Región. Esa mañana no quería salir pues tenía partido al otro día, jugaban con Palestino en el Municipal de Talcahuano. No se usaban las concentraciones. Los estímulos, las distracciones, eran pocas y no había para qué tomar ese resguardo que hoy parece imprescindible. Cada jugador se quedaba en su casa o en la pensión, y el domingo dos horas antes del partido estaban calentando en el estadio.
A las nueve de la mañana del sábado, su primo Gonzalo y su tío Segundo habían llegado a buscar una de las escopetas de la casa. Iban a cazar a los bosques de las tierras planas, donde comenzaba la Cordillera de Nahuelbuta, antes de que la zona estuviera infectada de pino oregón y radiata, apropiada por Celulosa Arauco y los grupos económicos. Pero el saqueo ya había comenzado, cientos de años antes, solo que era todavía invisible. Eran los últimos años del arrayán y del boldo. Los primeros años de una tierra de campesinos, huertos breves y animales delgados, mineros abandonados en la pobreza dejada por la bonanza del carbón.

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A mis espaldas se extienden las 18 canchas de tenis en las que había jugado y entrenado toda mi infancia. Hernán tiene la cabeza redonda y casi pegada a los hombros, ya está calvo y unos pelos breves y blancos ralean los costados de sus sienes. Es moreno y una pequeña cicatriz ya borrosa le parte por la izquierda el labio superior. Noto que su ojo, también el izquierdo, tiene el párpado caído, y que por encima la cicatriz reaparece todavía más tenue en su frente, brillosa por los vapores aceitosos de las frituras. Mira hacia el fondo y puedo adivinar lo que observa su vista media perdida, primero un pedazo de la cancha cuatro abajo, la espalda de una gradería vieja, más allá los palos de la cancha de rugby y, al fondo, enrojecidas con la luz nítida del atardecer, las canchas de la diez a la dieciocho, mallas metálicas, las redes diminutas, los asientos de descanso, las sillas altas para arbitrar y un par de niños jugando, igual que yo hace quince o veinte años, en la arcilla polvorienta del verano. Hacia la derecha se distingue una pared verde de concreto. Los domingos por la tarde el club siempre ha parecido un lugar abandonado.

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Lo sacaron de la cama a Hernán y le insistieron que fuera con ellos, la caza de conejos estaba buena y en esos bosques poca gente se metía. Hernán, además, tenía buena puntería. Tanta fue la insistencia que, a regañadientes, partió a aperarse. Una chaqueta, gorro de lana y bufanda. Se tapó con una frazada, en el pick up de la camioneta que los llevaba, una Chevrolet del 57. Tiempo después, su chasis celeste iba a terminar oxidándose pieza por pieza, en un rincón del corral municipal.

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El fútbol que jugó Hernán no era el de los auspicios, los programas de televisión, los canales pagados, las transferencias millonarias, los autos último modelo, los peinados exóticos o los tatuajes. Se trataba de dedicarse a jugar y punto. Correr ahí abajo, en el estadio, junto a diez más y contra once, peleando la pelota a muerte sin importar cuánto se podía ganar ni la cantidad de público en las gradas, que eran mucho más que hoy en día. A la gente no le daba miedo ir al estadio, era un panorama dominguero. Esperando un sueldo que no daba para mucho, pero al final era un trabajo más, un trabajo que era un sueño y solo unos pocos podían realizar. Y, menos aún, apenas unos pocos escogidos, jugar con la roja, esa sin marca del auspiciador, con un cuello ancho o amarrado, blanco o rojo sangre, y el escudo cosido a mano. Hernán fue casi de esos pocos.
¿Dónde estará hoy ese fútbol? Ha de seguir pasando lo mismo, en regiones, en equipos chicos, en equipos de segunda o de tercera. En el fútbol que juegan los niños, tal vez. Como si siempre se jugara en canchas de tierra, esas que bordean la salida antigua de la autopista 68 y que miraba cada vez que partía a Viña del Mar cuando chico, esperando el milagro de ver un gol perdido entre Mundomágico, las alamedas famélicas, animitas abandonadas y las últimas poblaciones rojizas en Pudahuel y Lo Prado, de un Santiago que parece extinto.  Seguramente hoy el sueño es otro y está acompañado de mucho más que estar ahí, en el rectángulo de pasto un domingo a mediodía o la hora que imponga la programación televisiva, esperando el pitazo mientras miles cantan desde las graderías.

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Mientras su madre les servía desayuno a las visitas, Hernán apareció con una maleta chata y alargada. La abrió sobre el mesón y aparecieron amarradas las tres piezas de una escopeta: un cañón doble, la culata y el contrapeso. Con un trapo viejo frotó rápidamente el cañón, y con una baqueta introdujo un pedazo humectado en aceite por los tubos interiores. Miró desde un extremo al fondo, haciendo como una mira, y apuntó primero a su madre, que envolvía una tortilla recién sacada de las cenizas, luego a su tío Segundo llevándose a la boca una taza de té y, finalmente, se detuvo ante su primo, quien se acercó y lo miró desde el otro extremo del cañón. Hernán los vio a todos enmarcados en redondo, como en una foto antigua pero en movimiento, hasta que fue oscurecida la vista por el ojo de su primo. Rápidamente se retiró y sopló por el tubo hacia Gonzalo, que se quejó y golpeó el cañón hacia abajo. “¡No voy a cazar ni una weá ahora, me dejaste con la vista borrosa!”. “Si nunca hai cazado nada así que no me vengai a echar la culpa”, contestó Hernán sonriéndose con sorna. Limpió el resto de la escopeta con un paño seco, armó sus tres piezas, abrió y cerró el cargador e hizo una prueba de puntería apuntando a su primo. En medio de la opacidad, los dos cañones largos y negros brillaban en un tono anaranjado, reflejando las llamas de la cocina abierta. En un rincón dejó la maleta de cuero, para devolver todo a su lugar al regresar.

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Hernán estudió en la Universidad de Concepción. También jugó fútbol ahí y compitió en atletismo. No terminó su carrera. Trabajó treinta años para una línea aérea, le tocó viajar, conoció Alemania, Estados Unidos, Sudamérica. Pero no defendiendo a un equipo de fútbol. Se hizo especialista en gastronomía, en el rubro alimenticio, y hoy es concesionario del restaurant y casino de un club de tenis. Nunca más fue a cazar.

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La autopista serpenteaba entre las lomas, humedecida por la neblina que se hacía cada vez más densa mientras entraban en la pequeña cordillera. A veces bajaba tanto y era tan espesa que apenas se veía un par de metros hacia adelante y había que andar despacio, de memoria, o adivinando las curvas. Desde el pick up, Hernán ve como al camino se lo traga la niebla, a una veintena de metros. Apoyado en la luneta trasera, va rebotando junto a los paquetes de amortiguadores y una caja con una botella de agua, huevos duros, queso. Iba también, envuelta en un paño, la tortilla al rescoldo, pero Hernán se la había metido dentro de la ropa y la abrazaba para calentarse. Apenas se le asoman los ojos entre el gorro de lana y la bufanda. Así, envuelto, va pensando en el partido del día siguiente. Hasta que ve un par de faroles que se acercan entre la niebla. “¡Tío, tío! ¡Gonzalo!” Su grito se ahoga en el zumbido de la carretera.
Hernán salió disparado quince metros y cayó junto a una zanja. Se salvó porque después de rebotar al lado del camino, amortiguó en un alambrado. Uno de alambre de púas. Cuándo lo sacaron encontraron la tortilla, ensangrentada y rebanada perfectamente por el centro, en un corte limpio. Si no hubiera sido deportista por genética y por vocación, no habría tenido musculatura suficiente para resistir el golpe y literalmente se habría desarmado completo. Quedó medio desarmado nada más, me dice, los músculos le sujetaron el esqueleto y algo ayudó la tortilla. Pensaron que no volvería a caminar. Después de cuatro operaciones y varios meses en el hospital, volvió a su casa. Un año perdido. Un lateral derecho perdido. Quizás lo habríamos visto tirándole centros a Caszely.

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Cuándo le pregunto por el fútbol de hoy, me dice que le parece más técnico, todo más estudiado, más estratégico. Más profesional. Aunque ahora es solo un espectador, y el fútbol no es más que un pasatiempo. No va al estadio, le gustaría ir con su nieto, pero acá en Santiago le sale muy caro y no está dispuesto a que además le llegue un piedrazo o tragar gas lacrimógeno. A veces, cuando está en el sur, va al municipal de Talcahuano o a ver a la U de Conce, pero no es lo mismo, los estadios están casi vacíos a menos que juegue un equipo grande, pero ahí le sale igual de caro. Prefiere verlo sentado detrás de la barra del club de tenis donde trabaja día a día hasta las nueve, solo escuchando a ratos, medio escondido, mientras saca cuentas de su pequeña empresa. Atrás, una luz de neón verdosa brilla sobre una fila de botellas a medio usar.   



* Léalo también en Revista De Cabeza, http://www.decabeza.cl/. Hay mucho más de fútbol y literatura.