Venía desde La Serena, viajando en un bus
casi vacío hacia Santiago, que no era su destino, pero donde tuvo que hacer una
escala de dos horas. Iba a Valdivia, a juntarse con su primer pololo, que hace diez
años la había buscado hasta encontrarla. Adelina, así supe se llamaba cuando el
asistente de la compañía de buses le preguntó sus datos, cargaba una bolsa
aislante con una merienda para el viaje de más de veinte horas.
***
Iba
con sandalias, le colgaba un signo Om del cuello, usaba anteojos y el pelo
liso, de un tono entre café y colorín, le llegaba hasta los hombros. Los años
la habían engordado y, junto al implacable sol nortino, llenado la piel delgada
de finas arruguitas, aunque no le habían tocado el talante. Nuestro bus era más
cómodo que el que le había tocado en la Serena, no teníamos a nadie delante y
los asientos aún estaban mullidos. Pero ella no se queja del bus que la llevó
hasta Santiago y, en cambio, recuerda que, después de un terremoto por ahí por
el sesenta y cinco, vivió junto a otros profesores durante cinco meses en un
bus. Se acuerda que su casa era el asiento treinta y dos y de lo bien que lo
pasaban, todos adentro de una micro.
***
A
él lo conoció a los trece años, en el internado de La Serena, donde llegó
después del terremoto de Valdivia, enviado junto a un grupo de estudiantes cuyo
colegio eran escombros sumergidos.
Hoy
ni ella tiene muy claro qué nombre ponerle. Sugiero que le diga su pololo
nomás, pero no parece convencida.
***
De
segundo de humanidades pasó a la escuela normal. Ya sabía lo que era portarse
mal y sacarse notas dos en clases, así que, retrasada un año, estudiaba más que
los demás y pudo sacar las materias, que para los normalistas comprimían dos
años en uno. Le bastaba un tres para aprobar, me cuenta. Y que, tras terminar quinto
y sexto de humanidades, lo que sería lo mismo que tercero y cuarto medio de
hoy, por dos años más estudiaba preparándose para ser profesora.
No sabía mucho de los normalistas, pero me habían enseñado matemáticas y castellano algunos años en el colegio y había podido escuchar a otros, por la televisión o tal vez también en trenes o buses regionales, y siempre irradiaban algo especial por haber sido parte de ese extinto cuerpo docente. Hablaban de la Escuela Normal y de ser profesores normalistas con alegría y orgullo, igual que lo hacía Adelina.
No sabía mucho de los normalistas, pero me habían enseñado matemáticas y castellano algunos años en el colegio y había podido escuchar a otros, por la televisión o tal vez también en trenes o buses regionales, y siempre irradiaban algo especial por haber sido parte de ese extinto cuerpo docente. Hablaban de la Escuela Normal y de ser profesores normalistas con alegría y orgullo, igual que lo hacía Adelina.
***
Hace
poco había hablado por primera vez con un hijo de él, quien no podía creer lo
que le pasaba a su padre, convertido en un cabro chico y que no se aguantaba a
la llegada de ella. El mismo nervio que debe haber sentido cuando, reconstruida
la escuela y de vuelta en Valdivia, le mandaba una carta cruzando Chile de sur
a norte, y esperaba la respuesta de ella. En el internado, esas cartas eran
famosas y pasaban de mano en mano para soñar con algún enamorado o ser
plagiadas y convertidas en impostoras, pero eficaces, declaraciones de amor.
Pese a la correspondencia, sin embargo, cada uno hizo su camino, me dice.
***
Entre
medio, pasaron más de cincuenta años.
***
Recién
salida de la escuela normal, llegó a enseñar a la escuelita pública de
Zapallar. Era la única profesora además de la directora, una vieja al borde de
la invalidez que había falseado el registro de alumnos indicando que eran
treinta en vez de catorce, para que el Ministerio le mandara una profesora más.
Y le mandaron a Adelina, a sus frescos veinte años, con la piel dorada por el
sol de La Serena, trigueña de ojos claros. En dos meses había dejado descansar
a la directora y tenía leyendo a los catorce hijos de pescadores que asistían a
la escuela. Al año siguiente, sí eran treinta alumnos. Al tercer año, más de
cincuenta. Por el litoral se había corrido la voz de que había una profesora
nueva, joven, bonita y simpática, que hacía leer a los alumnos en dos meses,
así que llegaban niños desde Papudo, La Laguna, Maitencillo y hasta de
Puchuncaví para aprender con ella, y apoderados para verla y conversarle.
***
Cada
fin de semana, caminaba diez kilómetros por la carretera junto al mar hasta
Papudo para tomar el bus de vuelta hacia Los Vilos, y los Echeñique, los
Larraín, los Matte, pasaban a su lado en camioneta levantando polvo. En cinco
años jamás se detuvieron para ofrecerle un aventón.
No
le gusta la gente rica, o al menos los ricos de esos que había ahí, en lugares
como Zapallar, por eso nunca se compró un sitio o una casita, aunque habría
podido.
***
Amaba,
en cambio, su natal Los Vilos. Me pregunta, como si fuera un pueblo fantasma,
si conozco Los Vilos. Me parece casi obvio, pero luego, cuando me pregunta si
conocía Zapallar, me doy cuenta de la suerte que tengo solo por saber muy bien
donde estaba parado, mientras otros jóvenes apenas sabrían ubicarse en las
calles principales de su comuna o su pasaje. Y evoco la imagen que tengo de la
única vez que estuve ahí, un pueblo sencillo y plano, escala obligada en las
rutas de camioneros, con una bonita costanera sobre las rocas del Pacífico. Lo
único malo que tiene, me dice, es cuando sale el viento sur.
***
A
veces se juntaban en La Serena. Ahí era Adelina la que le mostraba, paseando
como si fueran otra vez adolescentes, el Estadio La Portada, el gimnasio del
equipo de básquetbol y la sede social, el internado, el parque de la avenida
Francisco de Aguirre, la Plaza de Armas y la iglesia que estaba en pie desde la
colonia. La Serena fue una de las primeras ciudades fundadas por los españoles
y el centro mantenía un aire colonial y antiguo, pese a las ópticas, los
locales de todo a mil y las tiendas de accesorios para celulares. Imagino a dos
viudos paseando de la mano por esas calles de piedra. Esta vez pasarían varios
días juntos en el sur y él le mostraría a ella los lagos y los ríos en que se
había extraviado durante cincuenta años.
***
Una
vez, Adelina, había ido a la casa que conoció en Valdivia cuando pololeaban.
Encontró solo arrendatarios y la noticia de que él trabajaba repartido por los pueblos
más allá de la carretera Panamericana y su madre había muerto.
***
No
se hablan por whatsapp, me dice, solo por teléfono. Y también, todavía, se
escriben cartas. Desde que se reencontraron en el 2010, él empezó a mandárselas
otra vez y seguían siendo tan buenas como cuando tenían quince años.
***
Antes
todo salía más fácil en los colegios. Había que planificar una vez al año las
clases. Después una vez al semestre, luego al trimestre y así. Ella llegó hasta
cuando se hacía cada mes, pero ya vamos en que las clases deben planificarse a
diario, y el tiempo se gasta completando formularios que hablan de objetivos
generales, objetivos específicos y otras cosas que nadie lee. Solo tiempo
perdido. Y las clases se convierten en una aburrida repetición de etapas en vez
de dejar que la materia vaya aprendiéndose como venga, repetición que pagan los
niños. Los profesores, al menos los de antes, tenían claro qué enseñar, a su
manera, pero a fin de año todo se había pasado. La mitad del tiempo hacían
clases, la otra mitad se organizaban y corregían. Hasta que llegaron la jornada
completa, la carrera docente, la evaluación y las calificaciones, y los
profesores empezaron a convertirse en evaluados, sin ser alumnos de nada. Con
eso, cree, dejaron de disfrutar mientras hacían clases.
***
“También fue un gusto joven, Adelina Astorga Hernández,
viuda de Elvis Presley, para servirle”, se despide, riéndose de buena gana. Entiendo por
qué se llevaba bien con los alumnos más difíciles, los chacoteros como les dice
ella, cuando en la escuela de La Serena tenía que lidiar con cuarenta y cinco
adolescentes mientras les enseñaba el castellano. Antes de eso, le hago una pregunta, tal vez la más importante de todas. “¿Y usted, en estos
cincuenta años, se acordó de él?” “Todos los días”, me responde, “tengo todavía
guardadas más de trescientas cartas que me mandó desde Valdivia a La Serena. Y
él también tiene las mías”.