lunes, 11 de mayo de 2009

Enfrentar lo inevitable.

Es difícil hablar de la muerte. La palabra por si sola es fuerte, pesada, oscura, algo trágica. Para algunos será preferible obviarla, como si no fuera, contradictoriamente, una parte central de la vida, pues inevitablemente tocará enfrentarla, como testigo, sufriéndola por otros o directamente. Dependerá seguramente de las vivencias personales, a veces la veremos más lejana, otras cercana, con naturalidad, con profundo pesar y en un sinnúmero de otras formas. Un niño no piensa en ella, una persona joven no piensa que puede morir con su vida en ascenso, un adulto tal vez comience a angustiarse por su acercamiento o seguir olvidándola, un anciano la verá más próxima, como un descanso, afrontándola con fortaleza o quizás como un enemigo, arrepintiéndose de sus errores, de aquello que ya no puede ser cambiado.
Es duro escuchar a una persona mayor asumiendo que es lo próximo, que la Parca está ahí, detrás de la puerta, esperando el momento exacto o apurándose, afilando la guadaña. Remece aquello a lo que uno está acostumbrado, ese olvido voluntario, gregario, esa especie de tabú que se quiebra cuando alguien es capaz de renunciar a actos que en otras circunstancia no dudaría en realizar, porque carecen de sentido si la vida no se prolonga. Es un acto valiente, dramático, honesto, heróico, más potente que la muerte misma, un verdadero triunfo sobre ella, sino el único posible. Como si pudiera librarse batalla alguna contra lo inexorable. Más que pelear una batalla se trata, justamente, de no hacerlo.