domingo, 18 de julio de 2021

Trenzas (fragmento)

El ocho de marzo fue, hasta este futuro desde donde escribo, el último acto masivo y público desde el dieciocho de octubre de dos mil diecinueve, el 18-O, y, aunque no tenía en su origen nada que ver con las causas de este, es, o era, difícil separar las cosas. Esto no se trata del 18-O. Se trata del ocho de marzo y de aquellas cosas que convertimos en invisibles.

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Como casi todos los días hace veinte años, bajo por Providencia. Aunque se ven algunas mujeres con pañuelos verdes y morados, son pocas y podrían estar tanto yendo como retirándose después de la marcha, que ya lleva más de tres horas. Nada cambia hasta Eliodoro Yáñez, donde la avenida está cerrada. De a poco son más mujeres las que caminan, prácticamente todas por el Parque, hasta Seminario o Salvador. El primer atisbo de marcha aparece a la altura del Café Literario, en el monumento con forma de tajamar que hay bajo una gran encina. Ese lugar sobre Providencia, como una pequeña ágora junto al estacionamiento que se abre atrás, rodeado de pimientos y jacarandás, se ha convertido en un escenario típico desde el dieciocho de octubre a la fecha. Casi a diario un grupo de música tocaba a todo volumen un repertorio de música política, justo al frente, desde un cuarto piso de un edificio vecino. Al otro lado, algunas mujeres se reúnen mientras una banda toca batucadas y canta algo que no me detengo a distinguir. La mayoría avanza hacia Plaza Italia entre los árboles y puedo seguir en la bici sin problemas hasta la altura del Museo de los Tajamares, o lo que queda de él: antes subterráneo, hoy es un sitio baldío, sepultado por obra de la Intendencia o la Alcaldía, secuela del estallido. También abundan vendedores ambulantes, sánguches, fajitas, hand roll, cervezas y merchandising variado del Perro Matapacos, bandanas multicolores, serigrafías combativas y revolucionarias. Todo se mezcla con el 18-O. Es casi lo mismo que cada manifestación -cada viernes o cualquier día de la semana -desde octubre, con una diferencia sustancial: no se ve ningún hombre, todos han obedecido, o sido relegados por sus respectivas parejas. He llegado a la tierra de las Amazonas, y no es una isla, como dicen los mitos que pretenden justificar la hegemonía masculina desde tiempos inmemoriales. Hay otra diferencia enorme: Plaza Italia no es, como durante los últimos cinco meses, un campo de batalla, no se percibe ningún tipo de violencia. No hay barricadas, amenazantes cobradores de peaje, personas ocultando sus identidades, miembros de carabineros, humo ni me arden la garganta y los ojos por los gases lacrimógenos, aunque más tarde me enteraré que desde temprano rociaron a las asistentes, pero resistieron y no se dejaron diluir. Desde ahí al poniente las calles de Santiago están, literalmente, abarrotadas de mujeres.

Todo es pacífico, pero estoy alerta y tenso. Trato de no mirar a ninguna directamente, me siento un invasor y la prohibición de asistencia masculina sigue vigente, pese a la hora. Hacer contacto visual podría ser considerado una falta de respeto. Así que voy rápido, esquivando torsos en la bici y luego a pie. Avanzo tan invisible como preveía, directamente por la Alameda, bajando junto al gran edificio del Centro Cultural Gabriela Mistral. Todo está lleno de colores y cuerpas, vestidas, pintadas, semi desnudas, desnudas, de todas las edades, aunque en su mayoría grupos de amigas, jóvenes de entre veinte y cuarenta años. Ocasionalmente hay madres con hijas, abuelas, o solas. Deben hacer unos treinta y tres grados y no existe la sombra de nada, a las dos y media de la tarde el sol entierra todo en el piso de cemento. El colorido y la enorme variedad de capuchas, los cánticos y sonidos de tambores dan un aire festivo, pero también guerrero. Es un carnaval que recuerda esas fiestas que se desparraman por el altiplano, con brillos y lentejuelas, pero no es un espectáculo. Es privado y solo para ellas o, en el caso del resto -hombres heterosexuales-, ser presenciado a distancia, por medio de fotografías o pantallas, muy de lejos e intocable. Días después una amiga me contó cómo sentía, mientras un fotógrafo disparaba en frente de una de las coreografías, rabia por la presencia de esa persona, invasora, no invitada, aprovechándose de sacar fotos de algo para lo que no tenía permiso, que no era para él.

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Una vez más, me devuelvo hacia el norte, hasta que logro llegar a La Moneda, rodeándola varias cuadras hasta San Martín y subiendo por la Alameda, igualmente llena, solo de mujeres, en la calzada sur, hasta Teatinos. En el camino, con la bicicleta junto a mí, se escuchan cantos dirigidos a los hombres que están en el lugar, “fuera los machitos” y “los pololos pa’ la casa” son los más típicos. Envuelven cierta sorna pues no son disparados al aire, van teledirigidos a hombres intrusos que acompañan a alguna mujer y sin duda se sienten interpelados. Sigo invisible. Enfrento Palacio desde Paseo Bulnes con Padre Alonso Ovalle. La bandera chilena enorme flamea contra el cielo pesadamente, bajo un viento que apenas se la puede, como dentro de una marea invisible. Me detengo un momento. A unas cuadras de distancia escucho la marcha, pitos, aplausos, y veo avanzar pancartas y cabezas, con Palacio, la bandera y el cielo como telón de fondo, sobre un punto de fuga circundado por edificios gubernamentales en cuyas paredes todavía se observan balazos, petrificados ahí desde golpe de Estado. Imagino la casa de gobierno como un monumento abandonado, vacío y triste dentro de los cercos que la aíslan hace meses, junto a tantas mujeres, cantos y colores. Pocos meses atrás se podía atravesar como si fuera una más de las galerías de Santiago Centro.

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Subo hasta calle Zenteno, donde las marchantes gritan cánticos a carabineras abstractas, recordando la cercanía de un cuartel que hay en los edificios aledaños. “¡Puta! ¡maraca! / pero nunca Paca”, algo que parece decir “Paco sexy paco sexy” o “Paco perkin, paco perkin”[1], “¡Paaaaaco, conchetumaaaaare / asesiiiiiino igual que Pinocheeee!”, rezan algunos. En una esquina, dos carabineros sin casco, apoyados en sus escudos de acrílico reforzado, sonríen a los grupos de mujeres que pasan. No parecen risas burlonas, ni esas de psicópata que se han visto en algunas fotos divulgadas desde el estallido. Tampoco son guardias del Palacio de Buckingham, a veces no queda mucho más que reírse un poco, si eres blanco de insultos sistemáticamente durante meses. La mayoría canta y pasa con indiferencia, algunas hasta saludan o sonríen de vuelta, pero algunos, sobre todo hombres, denuncian esas sonrisas como si fueran de hecho las de un psicópata. “¡Asesinos culiaos!”, “¡Pacos culiaos!” “¡que se ríen asesinos conchetumare hijos de la perra!”, gritan, con verdadero odio. A lo largo de la calle, hay un zorrillo, un bus, una furgoneta y otro automóvil. Me fijo en lo que ocurre dentro del zorrillo, cuya puerta estilo caja fuerte está entreabierta. En el pick up achatado y oscuro se alcanza a distinguir un envase rectangular de aluminio, tapado, una cuchara desechable y las piernas acorazadas de un tortuga ninja. ¿Cuál será el almuerzo? ¿porotos con riendas, una chuleta con puré, unas humitas con tomate? Más atrás se ven los cilindros, mangueras y llaves del gas que expele el zorrillo. Y un desorden como de mesón de taller mecánico, grasoso, lleno de piezas metálicas viejas o nuevas, tornillos, restos y herramientas. Afuera, dos chicas perrean junto a la luz delantera derecha, bailando hasta abajo y chocándose las nalgas con las manos en la cabeza y gestos eróticos. Se escuchan unas piedras impactar contra el zorrillo y más insultos. Mientras fuerzas especiales almuerza, una chica enmascarada en felpa púrpura y los senos descubiertos se acerca y le hace un twerk, azotando con el culo la parte frontal del capó enrejado, como si se fornicara al zorrillo. Se retira cantando, alentando la marcha con el brazo en gesto de barra futbolera, y una botella de cerveza estalla contra el auto por el lado del chofer. Cientos de astillas de vidrio verde salpican hasta el otro lado y se desparraman a mis pies. Desde adentro, el carabinero habla por altavoz, pidiendo que no lancen objetos ni afecten la calma de la marcha, advirtiendo que de lo contrario van a tener que actuar. Es evidente que ninguno de los carabineros que están ahí, a menos de cinco o diez metros, quiere realmente actuar. Unas piedras no lo merecen y es horario de colación. Después del botellazo me alejo un poco de la esquina y alcanzo a ver lo que ocurre en la furgoneta, de esas para doce o más pasajeros, unos metros más retirada en la vereda opuesta. En la parte de atrás, con las compuertas abiertas, cuatro carabineras de las Fuerzas Especiales esperan o solo descansan. Dos están sentadas adentro, una en el tapabarro y otra, de pie, se apoya en la puerta abierta. Llevan botas, rodilleras, protección toráxica y coderas. Tres whatsapean o miran sus celulares mientras conversan. La que no lo hace, sentada en el interior, está trenzando el pelo de una de sus compañeras, la del tapabarros. No la trenza básica que podría hacer un hombre, de a tres, esta es de las difíciles, de espiga o de cola de pez o francesa, densa y firme. Observo a las demás, una lleva una cola gruesa, negro azabache, trenzada a tres cabos que le llega hasta el final de la espalda, rígida y perfecta, una soga que podría amarrar un buque a un puerto. La otra lleva el pelo tomado como cola de caballo, espera su turno. La primera afirma cada mechón con delicadeza y pasa los demás por encima y por debajo, al ritmo pausado que requiere trenzar, cuidando no soltar ninguna de las partes de pelo, ninguna hebra de seda. Sus caras están completamente despejadas y llevan lápiz labial en un tono rosado suave o granate. Conversan y chatean. Quisiera saber de qué hablan, sobre cómo hacerse trenzas, de las citas que tuvieron el viernes o el sábado, los útiles escolares que compraron para el primer día en el colegio o en el jardín de sus hijos, de sus hermanos, la enfermedad de algún pariente, cómo van a cubrir los gastos de este mes. ¿Qué pensarán cuando les gritan “¡puta, maraca / pero nunca paca!”? ¿O “¡la paca, jalera / no es mi compañera!”? Quiero registrar estos instantes en fotografías, esos espacios breves y al margen de las protestas, la fuente de aluminio con porotos, una mujer haciendo un peinado a otra en la hora de almuerzo. La foto pareciera ser el mejor medio para ese registro y aunque no tengo cámaras profesionales, sí llevo una en el bolsillo. Pero no saco fotos, mi celular es mediocre, tiene varios años de uso y cámara con tufo, como dice un amigo. Me acerco y les pido permiso para sacarles una foto. Los segmentos de la trenza azabache de la que está afuera destellan bajo el sol, ardiente entre los edificios de cemento y los nulos árboles. Me miran raro y siento vergüenza, quizás si fuera fotógrafo me costaría menos preguntar para acceder a esos lugares íntimos, aunque no les importa que se las tome, están acostumbradas a que les saquen fotos. Desde el 18-O han sido objeto de tantas fotos que buscan delatar algún procedimiento incorrectamente aplicado o ilegal, en el afán denunciante y lleno de policías morales que hoy invade todos los espacios, alentado por las ganas de viralizarse, de convertirse en caza noticias, de ganar unos likes, que ya les da igual. Les saco una foto a media distancia. El zoom de mi celular no alcanza a mostrar los detalles que me interesan, estoy a contraluz y el brillo a las tres de la tarde es implacable, la imagen está llena de manchas. Es pésima. Me devuelvo y les pido sacar una foto de cerca, pero eso, me dicen, no se puede. Las manos trenzando, las líneas de los dedos, el barniz de uñas avanzado, un pedazo de ropa verde, los apellidos pegados al uniforme con velcro. Cabello y manos, nada más. No voy a regresar, ya tengo todo registrado. Tampoco importa, las fotos no revelan el calor, el olor ni el sonido. Para mirar no necesito pedirle permiso a nadie, aunque sea lo que ocurre tras la puerta blindada del zorrillo o en la parte trasera de una van de carabineras. Como esas mujeres descansando, hablando de su día jueves o viernes o sábado, peinándose, haciéndose trenzas que van a quedar bajo un casco o una gorra, que van a llegar a desatarse a casa, antes de abrazar a sus hijos o conversar con su madre, cuando bajo el chorro de la ducha se quiten la sal de los gases, cervezas, escupos u orines, todo lo que cabe en una bomba de agua o de pintura, y la transpiración después de un mal día en el trabajo.

[1] Lo segundo parece más correcto. Perkin refiere a una persona sumisa, un empleado o súbdito de algún maleante con más poder, alguien novato o débil.

domingo, 20 de junio de 2021

Obras (cita dieciocho)

-¿Conservar? ¿Encerrarías en un frasco los rayos del sol?

-No serían buenas obras de arte.

-¿Bueno, malo? -dice Matías-, ¿qué clase de vara es esa? A lo sumo se dice esto me gusta, esto no. Ahora prueben este mint julep y díganme si no es arte.





                                                                              Las artes de la respiración.