miércoles, 19 de enero de 2011

Bob Dylan


Carlos pensaba en las implicancias de escuchar a Bob Dylan. No escuchar hablar a Bob Dylan, sino escuchar la música de Bob Dylan, aunque a veces su música y como habla son una sola cosa. Andaba en estas cavilaciones porque estaba justamente escuchándolo. Andaba, como un cada vez más gente, aislado por un par de audífonos marcianos y costosos. Se desvió de lo principal también con esa reflexión, cómo las personas se prohíben encuentros casuales o cotidianos por trasladarse ensimismados escuchando su música, sea cual sea, totalmente ajenos al resto de las personas; y en como habrá sido hace años, cuando las personas se hablaban en las micros o en el metro o en las calles sin asustarse unas a otras, porque no había otra cosa que hacer que ser parte, permanentemente, de un mundo poblado por humanos. "El hombre es un animal social"; se lo habían enseñado alguna vez en el colegio. Por ahora, a Carlos no le interesa la filosofía. Entonces volvió a escuchar a Bob Dylan, iba la mitad de una de las canciones que le gustaban (porque no le gustaban todas, en general no era un fanático radical de nada), The Times They Are Changing se llamaba, o algo así, y volvió a los pensamientos sobre este músico. Hizo memoria de los distintos lugares en que había escuchado a Bob Dylan, o Robert Zimmerman que es su verdadero nombre, también se desvió elucubrando que esa persona, Robert, desaparecía detrás del músico, poeta, artista, estrella de rock, cantante folk, guionista actor, defensor de los derechos civiles, y en como desaparecía y terminaba depositada en una gran fosa imaginaria con el resto de las personas que proporcionan un envase, con corazón, pulmones, huesos, y cinco sentidos a personajes, o una gran fosa con nombres de personas muertas, cuerpos y personas que se pierden en el mundo de la fama cuando son suplantadas por sus alter egos que se convierten en personas reales. La mente de Carlos es bastante dispersa. A pesar de eso nunca le dieron Ritalín en el colegio, ni fue a la psicopedagoga. Volviendo entonces a Bob Dylan, empezó a hacer una pequeña lista de lugares o situaciones, contextos en que había escuchado las canciones de Bob Dylan y como en cada uno tenía efectos o un contenido diferentes. Primero, a altas horas de la noche, o de la madrugada, mientras terminaba alguna fiesta o intento de fiesta en que abundaban los hombres y escaseaban las mujeres. Se acordó como las pocas mujeres que llegaban a esos eventos terminaban de arrancar gracias a Bob Dylan. Segundo, se acordó de una película que tenía por canción principal una de Bob Dylan, Hurricane. Esa servía para motivarse en momentos desafiantes o para darse aliento ante la dificultad. Entremedio empezó a pensar en que haría en esta época Rubin "el Huracán" Carter, boxeador retirado y quien inspiraba esa canción, en si la escuchaba o no con frecuencia, y si escuchaba en general a Dylan. Tercero, se acordó de algún aviso publicitario que usaba como música de fondo un tema de él. Difusamente, se acordó de algo nostálgico, de un padre y su hijo una tarde invernal y sureña, con mucha lana alrededor, unas praderas verdes esponjosas y una casa de madera. Era un comercial de café. Seguramente Bob Dylan abusaba del café, entre otras cosas, pero de ahí a relacionarlo con un invierno sureño había un abismo. Pensó en el publicista que había inventado esa imagen y en la relación entre la música y la imagen. Pensó que ese tipo quizás era fanático de Bob Dylan y quizás quería hacer que a la masa, al ver el aviso, le dieran ganas de escucharlo de nuevo, o saber de quien era esa canción. Si era así, pensó, ese tipo era un genio. O una nueva versión de terrorista. Se acordó, de pasada, de los perros de Pavlov, Igor, Fedor, León, Antón y los demás, siempre con nombres de literatos rusos, pues para Pavlov la literatura era un pérdida de tiempo, lo que no deja de ser, desde su científico punto de vista, comprensible, e imaginó que la compañía de café pagaba especialmente a los supermercados por que pusieran esa misma canción de Bob Dylan en algún momento, y en como aumentaban las ventas de café cuando eso pasaba. Esos eran los terroristas, no el publicista. Se acordó, en cuarto lugar, de cuando lo ponían en la radio, pero no en cualquier radio. En la noche, cuando iba solo manejando, en auto volviendo a su casa, pensando en como la noche no había aportado mucho, quizás un encuentro con una mujer, sin sentido y sin futuro. Se acordó que siempre pensaba, en esos momentos, en si había una persona poniendo esa música en ese mismo instante en la radio o si había una computadora diseñada para la nostalgia y la soledad de los regresos a casa. En si, en el primer caso, esa persona estaba igual de abandonada que él en ese momento, si fumaba, en como aguantaba la noche en una radio vacía, apenas iluminado su escritorio. Quizás no estaba solo, y había una mujer al lado. O un hombre, quien sabe. Y, mientras pensaba en el quinto contexto bobdylaniano, que era el que vivía en ese momento pues la lista se le iba a acabando, es decir caminar sólo de noche, no volviendo esta vez sino yendo, que era mucho mejor, por la ciudad, mirando las farolas y los autos, a la gente moviéndose a hacer cosas entretenidas y olvidarse de las presiones laborales o a trabajar de noche, a las personas que recogen la basura y no son vistas por casi nadie (pensó que muchas canciones de Bob Dylan podían ambientar ese trabajo de overoles azules, mañanero, consistente en limpiar la ciudad para el día del resto de la gente, o ser invisible limpiando la ciudad de día), en las luces de los avisos (entremedio pensó en como la luz de la ciudad invadía la noche y le robaba oscuridad a las estrellas y como éstas eran ocultadas por el hombre a sus propios ojos), Carlos fue interrumpido de sus reflexiones. Apenas había llegado a un paradero de micro. Un sujeto con olor a vino lo distrajo, golpeándose dos veces con los dedos índice y anular de la mano derecha sobre la muñeca izquierda para preguntarle la hora. Era flaco, bajo, con una gran masa de pelo ruliento en la cabeza, y se le marcaban unas arrugas en la cara. Carlos se sacó los audífonos, estaba terminando It Ain't Me Babe, sacó su teléfono del bolsillo y le dijo que eran las diez diecisiete. Le contestó, en vez de gracias, que le pasara el celular. El celular y la cosa de la música. Se quedó paralogizado, no sabía que hacer, se preguntó si eso era un asalto, no estaba muy seguro porque nunca antes lo habían asaltado. El sujeto le insistió que le pasara las cosas, pero sin demasiada violencia, sólo subió un poco la voz. Había gente al lado, quizás no quería espantarlos y por eso no gritaba o tenía un tono más amenazante. Como en cámara lenta Carlos, temblando porque le habían mostrado un cuchillo oculto bajo la chaqueta de mezclilla, después de eso sí que estaba seguro que era un asalto, le pasó primero los audífonos. Esto no te lo pedí, pero igual me lo llevo, le dijo el tipo. A ver que estai escuchando. Sonaba All Along The Watchtower. Se puso los audífonos y se los sacó rápido. Bob Dylan, me gusta esta canción, All Along The Watchover, ¿sabí que así se llama o no? Ponla más fuerte, así escuchamos los dos. Eeh, esa sí, sé como se llama, pero no todas, nunca me sé bien los nombres de todas las canciones. A mi me dicen Bob Dylan. ¿Qué? Carlos no entendía nada. Que a mi me dicen Bob Dylan. ¿Y de dónde eso? Me pusieron así en mi villa, en Valparaíso. Ah, ¿y por qué? Porque toco guitarra, y por el pelo. Estaba tocando un día en la calle, en uno de los pasajes de la villa, en Playa Ancha. Ya estaban todos guardándose, pero yo seguía. Hasta que de una ventana me gritaron que porqué no me dejaba de hueviar, si acaso te creí Bob Dylan conchetumare. ¿Y era Bob Dylan lo que estaba tocando? No. ¿Y paró de tocar? Tampoco. Le grité de vuelta al choro a ver si me venía a hacer callar, que viniera él y todos los demás a callarme si querían. Y saqué la armónica también y ahí si que me puse a cantar Bob Dylan. Estaba tapado de pilsen eso sí. ¿Y? Nada po socio, no se paró nadie, la pobla se quedó entera callada. De ahí quedé como Bob Dylan. ¿Y qué canción cantó ese día? No se, no me acuerdo, Mister Tambourine Man, algo así. ¿Y porque no canta también en las micros, en vez de robar digo? Lo único que se le ocurría a Carlos era seguir la conversación, ya había asumido el robo y se le había pasado el terror por el cuchillo. Si igual lo hago a veces, pero esto da más plata. Ah, entiendo. Ya ándate mejor será, le dijo Bob a Carlos y le pasó los audífonos. ¿Y cómo no me va a robar? No, ya no, dale las gracias Bob Dylan. ¿Y de dónde le gusta Bob Dylan? Le gustaba a mi viejo. Eeh, bueno, gracias, que le vaya bien.

Se fue, no estaba consciente de hacia donde, sólo iba, pensando en la extraña felicidad de lo imprevisto, cuando lo imprevisto resulta y es bueno, en como se iba acordar de Bob Dylan, el verdadero, en que le gustaría verlo en una micro, cantando, y darle unas monedas. O unos billetes. Y, más tarde, atravesado por otros montones de ideas, cuando despertara de esa ensoñación y se acordara de lo que venía pensando antes de su primer no robo, Carlos iba a notar que había descubierto tres significados más de escuchar Bob Dylan, o como puede variar su contenido según el contexto, y los agregaría a la lista. En el séptimo, Bob Dylan mismo se aparecía, en vuelto en una toga blanca, como una especie de redentor, etéreo y brillante, espiritual, con una armónica que disparaba haces luminosos, que llenaban de dicha el espacio que iluminaban. Empezó a sonar Stuck Inside Of Mobile With The Memphis Blues Again, una de las canciones que más le gustaban a Carlos. La encontraba alegre.

lunes, 17 de enero de 2011

A la deriva

Puedes ver el azul del mar. Puedes contemplarlo eternamente sin aburrirte de su oscilación azarosa, de su constante movimiento agitado por los vientos en la superficie, manchado de blanco, y desde lo profundo, en vibraciones enormes que sólo ocultos monstruos marinos, residentes en recónditas cavernas, alejadas incluso de la luz solar, comprenden y dominan con el batir de sus aletas y tentáculos. Tú sólo podrás yacer contemplando la inmensidad del rabioso Pacífico, tumbado en tierrafirme o tumbado en la primera superficie, capilar aún, flotando -que hermosa palabra, flotar- en las aguas saladas con respiración pausada, llenando tus pulmones de oxígeno, creciendo desde el ombligo al cuello, inflando y desinflando tu fuelle para mantenerte a flote. Eres un náufrago en tu barco de huesos y carne, a la deriva guiado por las corrientes submarinas, derritiéndote con el equinoccio sobre el frío mar meridional, disolviéndote como la arena revuelta por las olas furiosas en la orilla hasta depositarte en el fondo marino. Eres navegado por las olas, inhalando profundo para permanecer sobresaliente, mientras la luna palidece, ciego mientras te cubren las plantas que nadan junto a ti, te acercan poco a poco al borde del mar, mientras crecen tus cabellos y se estiran tus brazos y piernas, tus dedos se estiran también y mutan su color hasta que eres una gran alga rojiza y yodosa. Y te aferras, igual que la familia de las algas pardas, si, la del humilde cochayuyo, a los filos de las rocas, entre equinodermos espinosos y soles marinos, penetrando las finas grietas que la marea ha abierto, martillando desde tiempo inmemorial esos apéndices de la tierra, mientras bailan tus brazos gelatinosos y mojados, serpentinos con el oleaje. Sientes como el cuchillo helado de un artesano corta tus raíces, y te escabulles sumergiéndote entre las rocas, juntos con pequeños peces y tímidos crustáceos. Quizás por última vez te gobiernan las mareas, hasta la orilla esta vez, arrastrándote por la arena mojada, para emerger entre la espuma efervescente. Mientras caminas quemándote con la arena, apenas apoyado en unos dedos ínfimos, en unas plantas diminutas, crees que estás seguro porque puedes moverte libre. Y desde tu alto y limítrofe promontorio de roca, por un momento, eres suficientemente lúcido, y te das cuentas de cómo la corteza y el mar han estado luchando infinitamente, como la tierra se derrumba de pronto, abrupta, se intenta apropiar con brazos lerdos de lugares que no le pertenecen adentrándose en las aguas, para ser rechazada, una y otra vez, por la violencia de las olas enormes, en una batalla en que jamás será vencedora, porque seguirá siendo rechazada por mareas furibundas. Y la tierra, ínfima con sus flores y cactus, con sus arañas y lagartijas, microscópica con el hombre posado en ella creyendo que la domina, se sigue derrumbando de forma imperceptible. Y te das también cuenta de que el hombre es menos que nada, que jamás va a conquistar a la naturaleza, jamás a va a conquistar la tierra, jamás va a conquistar ni la selva ni el desierto ni la montaña, jamás va a poder explicarla y jamás podrá terminar de destruirla. Y menos aún podrá conquistar al mar, inmenso y profundo, menos aún podrá sumergirse y conocerlo, sino por fatales aventuras de calaveras hundidas, no se lo permitirán jamás esas iracundas olas y esas corrientes submarinas, ni sus residentes salvajes. Al fin, agradeces que no sea tal el Pacífico, te das cuenta de que sólo podrás seguir llenándote los pulmones con su viento fresco y su olor salado; en una flotación imaginaria, sólo podrás contemplarlo y admirarlo.

Cita 1



"-¡Pégate a la lancha, Pip, o por Dios que no te voy a recoger si saltas; acuérdate de eso! No podemos permitirnos perder ballenas por gente como tú; una ballena se vendería por treinta veces más que tú, Pip, en Alabama. Acuérdate de eso y no vuelvas a saltar.
Quizás con ello Stubb sugería indirectamente que, aunque el hombre ame a su semejante, el hombre, sin embargo, es un animal que hace dinero, propensión que ha menudo interfiere con su benevolencia"

Moby Dick.