viernes, 28 de diciembre de 2018

Nísperos

  Junto al camino que iba o venía hasta su casa, Carlos pasaba junto al Níspero. En primavera veía sus frutos naranjo pálido arriba, más allá del alcance de la mano, mientras pensaba cómo podía cosecharlos. Le encantaba pelarlos con paciencia antes de sentir ese sabor levemente ácido y textura aterciopelada. Encontraba además cierta dignidad, pese a su humilde aspecto de plumero desarmado, en ese árbol de tronco flaco, perdido entre acacias y enormes plátanos orientales, cargado de frutos que no abundaban en los supermercados y, en cambio, alimentaban en silencio a dueños de casa, parientes y a veces también a algún peatón, cartero o repartidor de diarios, como un recuerdo de lugares en que las frutas se podían tomar solo con empinarse un poco y estirar el brazo.

  Llegado el verano, los frutos ya estaban arrugados y llenos de manchas oscuras. Tendría que esperar al año siguiente una vez más.

  Durante el otoño, comenzaba a armar su plan, hasta que pasaba el invierno y veía cómo aparecía el primer germen de los frutos, aún verdes, anunciando que faltaba poco para comer nísperos otra vez.

  Podría venir con una escalera y los recojo, pensaba.
  O tocar el timbre y preguntar si pueden regalármelos. Son muy complicadas las personas que viven ahí, le habían dicho, ni se te ocurra molestarlos, una vez hasta llamaron a la policía porque los taxistas se estacionaban al frente, y otra porque unos maestros aprovechaban el fresco para dormir una siesta en febrero. Pero si no voy a tapar la vereda ni usar el pasto ni la sombrasolo quiero ir, tocar el timbre y preguntar, ¿qué va a pasar?, pensaba Carlos.
  No, voy a venir de noche con la escalera.

  Los frutos no esperaban y otra vez se estaban coloreando. Eran de los más grandes que había visto.

  O podría inventar una caña larga con un gancho para bajar las ramas y tomarlos. ¿Y si quiebro el árbol? ¿Y si me pillan y llaman a la policía?
  Mejor, toco el timbre y pregunto.

 Ya estaban otra vez maduros, los nísperos, arracimados en un lugar que parecía inalcanzable. Este año sí que voy a traer la escalera, se decía Carlos cada vez que pasaba nuevamente junto al árbol.

  Pero los nísperos se quedaban ahí, en sus racimos de colores, arrugándose.

  Qué desperdicio, pensaba Carlos. Cada año que pasaba, volvía a fraguar su plan perfecto para cosechar esos nísperos que debían ser deliciosos.

  Y así pasaban los veranos, los otoños, los inviernos, las primaveras. Y Carlos seguía viendo los nísperos añejarse, soñándolos mientras maduraban, soñándolos cuando colgaban maduros. Mientras, él pasaba del colegio a la universidad y después de la universidad a su primer trabajo, pero no por eso dejaba de pensar en cómo recogerlos.

  Hasta que una tarde, caminando a casa de sus padres, Carlos se dio cuenta que, donde antes estaba la casa, había un gran edificio. Y donde estuvo el Níspero, había un pedazo de pasto duro, reseco y amarillento, un montoncito de tierra y el asomo de un tronco cortado a ras de piso.  
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lunes, 15 de enero de 2018

Adelina, viuda de Elvis Presley



Venía desde La Serena, viajando en un bus casi vacío hacia Santiago, que no era su destino, pero donde tuvo que hacer una escala de dos horas. Iba a Valdivia, a juntarse con su primer pololo, que hace diez años la había buscado hasta encontrarla. Adelina, así supe se llamaba cuando el asistente de la compañía de buses le preguntó sus datos, cargaba una bolsa aislante con una merienda para el viaje de más de veinte horas.
                
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Iba con sandalias, le colgaba un signo Om del cuello, usaba anteojos y el pelo liso, de un tono entre café y colorín, le llegaba hasta los hombros. Los años la habían engordado y, junto al implacable sol nortino, llenado la piel delgada de finas arruguitas, aunque no le habían tocado el talante. Nuestro bus era más cómodo que el que le había tocado en la Serena, no teníamos a nadie delante y los asientos aún estaban mullidos. Pero ella no se queja del bus que la llevó hasta Santiago y, en cambio, recuerda que, después de un terremoto por ahí por el sesenta y cinco, vivió junto a otros profesores durante cinco meses en un bus. Se acuerda que su casa era el asiento treinta y dos y de lo bien que lo pasaban, todos adentro de una micro.

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A él lo conoció a los trece años, en el internado de La Serena, donde llegó después del terremoto de Valdivia, enviado junto a un grupo de estudiantes cuyo colegio eran escombros sumergidos.
Hoy ni ella tiene muy claro qué nombre ponerle. Sugiero que le diga su pololo nomás, pero no parece convencida.

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De segundo de humanidades pasó a la escuela normal. Ya sabía lo que era portarse mal y sacarse notas dos en clases, así que, retrasada un año, estudiaba más que los demás y pudo sacar las materias, que para los normalistas comprimían dos años en uno. Le bastaba un tres para aprobar, me cuenta. Y que, tras terminar quinto y sexto de humanidades, lo que sería lo mismo que tercero y cuarto medio de hoy, por dos años más estudiaba preparándose para ser profesora.
No sabía mucho de los normalistas, pero me habían enseñado matemáticas y castellano algunos años en el colegio y había podido escuchar a otros, por la televisión o tal vez también en trenes o buses regionales, y siempre irradiaban algo especial por haber sido parte de ese extinto cuerpo docente. Hablaban de la Escuela Normal y de ser profesores normalistas con alegría y orgullo, igual que lo hacía Adelina.

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Hace poco había hablado por primera vez con un hijo de él, quien no podía creer lo que le pasaba a su padre, convertido en un cabro chico y que no se aguantaba a la llegada de ella. El mismo nervio que debe haber sentido cuando, reconstruida la escuela y de vuelta en Valdivia, le mandaba una carta cruzando Chile de sur a norte, y esperaba la respuesta de ella. En el internado, esas cartas eran famosas y pasaban de mano en mano para soñar con algún enamorado o ser plagiadas y convertidas en impostoras, pero eficaces, declaraciones de amor. Pese a la correspondencia, sin embargo, cada uno hizo su camino, me dice.

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Entre medio, pasaron más de cincuenta años.

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Recién salida de la escuela normal, llegó a enseñar a la escuelita pública de Zapallar. Era la única profesora además de la directora, una vieja al borde de la invalidez que había falseado el registro de alumnos indicando que eran treinta en vez de catorce, para que el Ministerio le mandara una profesora más. Y le mandaron a Adelina, a sus frescos veinte años, con la piel dorada por el sol de La Serena, trigueña de ojos claros. En dos meses había dejado descansar a la directora y tenía leyendo a los catorce hijos de pescadores que asistían a la escuela. Al año siguiente, sí eran treinta alumnos. Al tercer año, más de cincuenta. Por el litoral se había corrido la voz de que había una profesora nueva, joven, bonita y simpática, que hacía leer a los alumnos en dos meses, así que llegaban niños desde Papudo, La Laguna, Maitencillo y hasta de Puchuncaví para aprender con ella, y apoderados para verla y conversarle.

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Cada fin de semana, caminaba diez kilómetros por la carretera junto al mar hasta Papudo para tomar el bus de vuelta hacia Los Vilos, y los Echeñique, los Larraín, los Matte, pasaban a su lado en camioneta levantando polvo. En cinco años jamás se detuvieron para ofrecerle un aventón.
No le gusta la gente rica, o al menos los ricos de esos que había ahí, en lugares como Zapallar, por eso nunca se compró un sitio o una casita, aunque habría podido.

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Amaba, en cambio, su natal Los Vilos. Me pregunta, como si fuera un pueblo fantasma, si conozco Los Vilos. Me parece casi obvio, pero luego, cuando me pregunta si conocía Zapallar, me doy cuenta de la suerte que tengo solo por saber muy bien donde estaba parado, mientras otros jóvenes apenas sabrían ubicarse en las calles principales de su comuna o su pasaje. Y evoco la imagen que tengo de la única vez que estuve ahí, un pueblo sencillo y plano, escala obligada en las rutas de camioneros, con una bonita costanera sobre las rocas del Pacífico. Lo único malo que tiene, me dice, es cuando sale el viento sur.

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A veces se juntaban en La Serena. Ahí era Adelina la que le mostraba, paseando como si fueran otra vez adolescentes, el Estadio La Portada, el gimnasio del equipo de básquetbol y la sede social, el internado, el parque de la avenida Francisco de Aguirre, la Plaza de Armas y la iglesia que estaba en pie desde la colonia. La Serena fue una de las primeras ciudades fundadas por los españoles y el centro mantenía un aire colonial y antiguo, pese a las ópticas, los locales de todo a mil y las tiendas de accesorios para celulares. Imagino a dos viudos paseando de la mano por esas calles de piedra. Esta vez pasarían varios días juntos en el sur y él le mostraría a ella los lagos y los ríos en que se había extraviado durante cincuenta años.

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Una vez, Adelina, había ido a la casa que conoció en Valdivia cuando pololeaban. Encontró solo arrendatarios y la noticia de que él trabajaba repartido por los pueblos más allá de la carretera Panamericana y su madre había muerto.
               
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No se hablan por whatsapp, me dice, solo por teléfono. Y también, todavía, se escriben cartas. Desde que se reencontraron en el 2010, él empezó a mandárselas otra vez y seguían siendo tan buenas como cuando tenían quince años.

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Antes todo salía más fácil en los colegios. Había que planificar una vez al año las clases. Después una vez al semestre, luego al trimestre y así. Ella llegó hasta cuando se hacía cada mes, pero ya vamos en que las clases deben planificarse a diario, y el tiempo se gasta completando formularios que hablan de objetivos generales, objetivos específicos y otras cosas que nadie lee. Solo tiempo perdido. Y las clases se convierten en una aburrida repetición de etapas en vez de dejar que la materia vaya aprendiéndose como venga, repetición que pagan los niños. Los profesores, al menos los de antes, tenían claro qué enseñar, a su manera, pero a fin de año todo se había pasado. La mitad del tiempo hacían clases, la otra mitad se organizaban y corregían. Hasta que llegaron la jornada completa, la carrera docente, la evaluación y las calificaciones, y los profesores empezaron a convertirse en evaluados, sin ser alumnos de nada. Con eso, cree, dejaron de disfrutar mientras hacían clases.

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“También fue un gusto joven, Adelina Astorga Hernández, viuda de Elvis Presley, para servirle”, se despide, riéndose de buena gana. Entiendo por qué se llevaba bien con los alumnos más difíciles, los chacoteros como les dice ella, cuando en la escuela de La Serena tenía que lidiar con cuarenta y cinco adolescentes mientras les enseñaba el castellano. Antes de eso, le hago una pregunta, tal vez la más importante de todas. “¿Y usted, en estos cincuenta años, se acordó de él?” “Todos los días”, me responde, “tengo todavía guardadas más de trescientas cartas que me mandó desde Valdivia a La Serena. Y él también tiene las mías”.