domingo, 25 de mayo de 2014

Obertura (diecisiete)

Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias.

El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.
             Nadie pudo
recordarlas después: el viento
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron de silencio o sangre.

No se perdió la vida, hermanos pastorales.
Pero como una rosa salvaje
cayó una gota roja en la espesura
y se apagó una lámpara de tierra.

Yo estoy aquí para contar la historia.
Desde la paz del búfalo
hasta las azotadas arenas
de la tierra final, en las espumas
acumuladas de la luz antártica,
y por las madrigueras despeñadas
de la sombría paz venezolana,
te busqué, padre mío,
joven guerrero de tiniebla y cobre
oh tú, planta nupcial, cabellera indomable,
madre caimán, metálica paloma.

Yo, incásico del légamo,
toqué la piedra y dije:
Quién
me espera? Y apreté la mano
sobre un puñado de cristal vacío.
Pero anduve entre flores zapotecas
y dulce era la luz como un venado,
y era la sombra como un párpado verde.

Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa que bebía, hasta la más delgada
palabra aún no nacida de mi boca.

Amor América 
(1400)
I La Lámpara en la Tierra
Canto General


jueves, 1 de mayo de 2014

Niños (dieciséis).

   Altero, aparentemente, el moribundo vaivén y cierta ambigüedad característicos de este lugar para compartir una bella cita que me trajo el recuerdo de mí último diálogo mantenido con un niño. 

     Ocurrió hace unas semanas. El pequeño, que aun no sabe leer ni escribir, asomó primero su cabeza rubia al pequeño cuarto que me habían asignado. Después de observarme un momento mientras ordenaba mis ropas, se paró en la entrada, con cuidado, pero sin pedir permiso. Resueltamente, me inquirió por qué no dormía junto a mi novia. Todo el resto podrán imaginarlo. Si son padres, tal vez tendrán mejor material para la imaginación. O para el recuerdo. 

     Pues bien, la cita reproduce unos momentos maravillosos, por la forma en que revelan el desparpajo, la simpleza y la inocencia de los niños, cualidades olvidadas por nosotros, los adultos. Y el principio de la triste pérdida de ellas. 

     Nastia, tiene ocho años. Kostia, siete. Interrumpen sus juegos para enfrascarse en una discusión. 

"-Nunca, nunca creeré -sostenía Nastia- que las parteras encuentran a los niños en las coles. Estamos en invierno, no hay coles, y la buena mujer no habría podido traerle una hijita a Catalina.
-¡Vaya! -murmuró Kolia.
-Si los traen de alguna de alguna parte es solamente a las que se casan.  
Kostia miraba a su hermana, escuchaba gravemente y reflexionaba.
-Nastia, ¡qué tonta eres! -dijo por último con voz tranquila-. ¿Cómo podría Catalina tener un hijo, puesto que no está casada?
Nastia se irritó:
-Tú no comprendes nada; tal vez tenía un marido, pero lo han puesto preso.
-¿Tiene al marido preso de veras? -preguntó el positivo Kostia.
-Quizá no -replicó impetuosamente Natia, abandonando su primera hipótesis-. Quizás no tenga marido, como tú dices, pero a lo mejor quería casarse y se puso a pensar en la forma de conseguirlo. Pensó en eso, pensó y pensó, y terminó por tener en lugar de un marido, un hijito. 
-Es posible -consintió Kostia convencido -, pero ¿cómo podía saberlo yo si no me hablaste nunca de eso?"



Los Hermanos Karamazov.
Libro Décimo "Los muchachos"
Capítulo II "Los pequeños".

Homenaje (quince).

Cabros:
Hay que creerse el cuento.




Uno que se creía antipoeta.
(Dice que aplica también para cabras y otros mamíferos.)