martes, 19 de agosto de 2014

Promesa

Llevas años buscando ese objeto. Ha sido mucho más que una búsqueda. Has rastreado ese libro, investigado sus ediciones, su extinción y los motivos de su desaparición. Los resultados no han sido concluyentes. Has buscado en cada librería, en cada puesto de libros usados de la calle San Diego, has preguntado en los locales de Torres de Tajamar, metido las manos entre las rumas polvorientas en los galpones del Persa Biobío, las cajas de libros mordisqueados por las ratas en las ferias de pulgas en avenida Argentina y El Belloto, y el que buscas aún se niega a aparecer. Igual de infructuosa fue la búsqueda fuera de tu país, en Parque Rivadavia, Parque Ferial Amazonas, San Alejo, Calle de Donceles, el Mercat de Sant Antoni. Has consultado los catálogos de las bibliotecas públicas y escudriñado una inmensidad de bibliotecas privadas, intentando incluso retirarlo a hurtadillas de alguna estantería lejana, esas que están en las esquinas y solo quienes se pasean y disfrutan leyendo los títulos de los lomos coloridos visitan, pero la edición que buscas parece tan difícil de obtener como un incunable. Es un libro pequeño, según te han dicho, pero existe. Existe porque tienes la certeza de que al menos una persona lo ha leído, una persona que se fascinó con sus líneas y lo ha perdido. O se lo han robado, o se ha esfumado simplemente. A veces crees que te contaron una mentira y ese libro jamás ha sido escrito. Que imaginaron su existencia solo para abusar de tus pasiones y obsesiones, y así atarte para siempre a una promesa, perversamente, a sabiendas que jamás podrías cumplirla. A pesar de eso has seguido preguntando, pertinaz, contumaz más bien, en cada uno de los lugares donde puede descansar un libro. Sabes que jamás exigirán esa acreencia, que la ligazón ha sido voluntaria, unilateral. Pero, con tal de cumplirla, seguirás investigando con obcecación hasta que aparezca.

Estás a miles de kilómetros de distancia de tu país. Ya preguntaste en otras docenas de tiendas y revisaste cientos de estanterías. La respuesta sigue siendo la misma, por parte de todos los libreros y bibliotecarios. “No lo tengo”. “Tengo este otro”. “No, no me sirve”, respondiste siempre. Hasta que llegas a un lugar llamado cuesta Claudio Moyano. Acabas de almorzar, refugiado bajo los árboles del Parque Retiro, un par de modestos sánguches, la base de tu dieta hace unos meses. Llevas horas caminando bajo el sol punzante y respirando el aire seco de Madrid. Una vez más te invade una gota de esperanza, al ver la hilera de quioscos con toldos y mesas, ahí, en cuesta Moyano. Te detienes en la parte alta y contemplas ese ancho paseo adoquinado, con sus puestos grises a la mano derecha, dándole la espalda al Real Jardín Botánico de Su Majestad. Recuerdas a quien te mandó a ese lugar y la noche que compartiste con ella. Te desilusionas al notar que en la extensa cuadra de locales hay apenas unos cinco sin las persianas abajo. Recuerdas que la hora de la siesta, más aun en verano, es sagrada.

Ajustas tú itinerario para estar por segundo día en cuesta Moyano. El viaje llega a su final y no puedes dejar pasar esta nueva posibilidad. Te paras otra vez en lo alto del boulevard. Caminas lentamente hacia abajo, entre los quioscos y mesas atiborradas de libros y revistas. Pasas frente al primer puesto, mirando nuevamente las tiras cómicas francesas apoyadas en el anverso de su puerta abierta. Pasas frente al segundo puesto, que exhibe cerradas sus persianas. Te detienes en el tercer negocio. Una mujer sentada dentro, con un ventilador sobre la cabeza, lee. Las paredes están llenas de libros viejos, unos con el lomo partido, otros encuadernados en cuero, de letras doradas, otros más nuevos, pero todos parecen haber sido abiertos en el pasado. Antes de preguntar, te volteas y revisas la mesa que está en frente, con unos pocos libros destiñéndose y discos de vinilo desfigurándose bajo el sol. Nada. Te devuelves hacia la mujer. Observas tras ella varias torres de libros acostados sobre la contratapa. Uno de esos podría ser el tuyo. Le preguntas. La mujer levanta su cabeza y te observa por encima de sus anteojos de lectura. Cadenitas cuelgan a cada lado de su cara. Manteniendo la vista fija en ti, gira el libro que toma con la mano izquierda, mostrándote la portada. Ves los nombres escritos con letras grandes en la parte superior, y la foto de una lámpara de aceite antigua sobre un fondo plano y oscuro. Es un libro pequeño, tal como te habían dicho, aunque no imaginabas que tanto. Apenas del tamaño de la palma de tu mano, delgado. Te interpela para saber si le estás tomando el pelo. Intentas disimular tu conmoción, como si cualquier gesto tuyo fuera capaz de revelar tu necesidad, dejándote a merced de los caprichos de la vendedora. Nadie te va a quitar el libro, eres el único ahí, pero la ansiedad siempre te puede hacer una zancadilla.  Balbuceas una frase incomprensible, reprimes una muesca de sonrisa. Te preguntan de nuevo. Respiras lentamente, esforzándote para articular una respuesta. Hay que fingir, recuerdas, un poco al menos. Con tu seriedad habitual, pero cordial, le contestas que no, que no habías visto lo que leía. Como si no bastara con decirlo una vez, lo repites.
-Es que, hombre, justo lo tenía aquí -dice mientras se quita los anteojos y los deja colgando en su escote reseco-, sobre este montón de libros, y me dije que no había leído nada de él, entonces lo tomo, comienzo a leerlo, y luego llegas tú y me preguntas por él.
-No, no le estoy tomando el pelo, no había visto que lo leía. Es solo una coincidencia, una enorme coincidencia. Son increíbles las cosas que pasan, estas que no se pueden explicar. Vine ayer y estaba cerrado. No sé qué me hizo volver, ahora le pregunto a usted, la primera persona con que hablo hoy, y lo está leyendo. No se imagina hace cuantos años estoy buscando este libro, es como si me pinchara el dedo con la aguja del pajar.
-Parece que alcanza a ser de esas cosas que no se pueden explicar. Tanto, que no sé si creerte. Pero bueno -te dice echándose el pelo para atrás con la mano derecha, una cabellera larga y oscura, con algunas hebras ya descoloridas-, tal vez tenía que estar aquí, esperándote. Es bastante potente el librito este.
-¿Y cuánto vale? -Inquieres aunque en realidad el precio no tiene la más mínima importancia, podría decirte que esas hojitas valen miles de pesos y lo pagarías sin siquiera intentar regatear. En Santiago habrías actuado, usando cómo o qué en vez de cuánto al preguntar el precio. Acá eso no te sirve para nada. -Está bien, se lo voy a comprar. –¿Y me dejas terminarlo? Vamos hombre, que me quedan unas pocas páginas, dame unos quince minutos, por favor, que está tremendo. –insiste. –Vale, le voy a dar tiempo para terminarlo, no la voy a dejar con la lectura inconclusa, no sería capaz, menos si está tan bueno como dice. Pero, se lo ruego, no se lo venda a nadie. Voy a mirar un par de puestos más abajo y regreso en unos minutos.
-Anda, gracias, vuelve en un rato y lo habré acabado.
Sabes que estás quebrando la primera regla de las ferias. Terminas preguntando, así como por cumplir, si tiene algo de Benito Pérez Galdós, consultas por Fortunata y Jacinta, por Luis de Góngora, por Manrique, por un libro de Passolini que también llevas años rastreando, desde aquella vez que lo dejaste ir en Mendoza y quizás cuantos años pasen hasta que encuentres. Recuerdas todos los objetos que has dejado escapar, esos que has tomado, preguntado el precio, hecho una oferta, pero que te has ido recordando mientras volvías a casa y todavía te persiguen.

Caminas descendiendo cuesta Moyano, en un estado de semiconsciencia, todavía adormecido por el hallazgo y su forma. Sigues con lentitud, con el cuerpo lánguido, mirando, tomando y preguntando por los libros que se te ofrecen y los que buscas, sin oír realmente lo que contestan. No te percatas del paso del tiempo. Hasta que llegas al fondo de la cuesta y te das cuenta que has dejado ir el libro. Tu garganta comienza a estrecharse y sientes las venas bombeando adentro de tus brazos. Tienes la certeza de que cuando vuelvas a buscarlo no va a estar. Das la vuelta con el corazón apurado y remontas la pendiente. Llegas a los puestos del final, o los del comienzo. El primero sigue exhibiendo las historietas. El segundo sigue cerrado. El tercero está cerrado. El cuarto está abierto. El quinto está cerrado. Te preguntas si era el primero o el cuarto. Buscas a la mujer, aun sabiendo que no está en el primero, ni en el cuarto puesto, y sigues buscándola más abajo con la misma certidumbre angustiosa. Te devuelves al cuarto quiosco y le preguntas a la mujer que atiende, una que no es la que buscas, si conoce a una señora que está en uno de los primeros puestos. Te contesta que ella es la única mujer en esa parte de cuesta Moyano.
-¿Está segura?- Afirmas que hace un rato nada más estuviste hablando con otra.
-Claro, llevo años trabajando en este lugar y soy la única mujer en los puestos de este lado.
Insistes en que estás seguro de haber hablado con otra persona. Y comienzas a dudar. Tal vez estás en esos breves segundos después de despertar, durante los cuales recuerdas un sueño con la sensación de que ha sido real. Buscas con ansia alguna pista que te permita creer la historia que viviste, confirmada con la recuperación del libro que acabas de dejar escapar. Mientras examinas las paredes de los quioscos, postes y cualquier superficie cercana, te culpas por la condescendencia hacia una desconocida ahora imaginaria, por no haber cazado ese objeto como si de ello dependiera tú subsistencia, por tu falta de astucia, por tu estado permanente de sopor mental. Hasta que encuentras un teléfono bajo el nombre Libros Hernández. Lees ese patronímico y se te viene a la cabeza otra mujer. Mirando al cielo diáfano de Madrid te sonríes pensando en quién te hace esa broma, esa de hacerte recordar y mezclar las historias que has vivido o has conjeturado. Encuentras también una dirección de correo electrónico. No estás seguro de que sea el mismo lugar donde leía la señora, pero no tienes mucha más alternativa.
Apurado bajas una vez más hasta la intersección enorme cerca de la estación Atocha, y subes hacia una calle pequeña en busca de un cibercafé para hacer ese llamado telefónico. Entras al primer lugar que encuentras, ignorando a la persona que está tras el mostrador. Ingresas a la primera cabina, descuelgas y marcas el número que anotaste en el dorso de tu mano izquierda. Escuchas el sonido universal y monocorde del tono de llamada e imaginas un teléfono sonando al otro lado, en una casa vacía, tras una puerta de vidrio y sobre una mesita. Un pasillo iluminado por la luz cenital e implacable de las tardes de verano, una luz sofocante de la que todos quieren escapar. No contestan ni el primer ni el segundo llamado. Sales de la caseta y le dices a un muchacho vestido de negro que te habilite uno de los computadores, que necesitas internet. El dos, te contesta. Te sientas frente a una pantalla anticuada e ingresas a tu correo. Las teclas no responden a la velocidad de tus dedos temblorosos. Aunque sabías que esto también ocurriría, te impacientas ante la lentitud del servidor. Redactas un enorme mensaje explicando con lujo de detalles tu día desde que llegaste a calle Claudio Moyano, que vienes desde Chile, que la señora con pelo largo y canas leía el que era tu libro a pesar de que aun no pagabas, que no puedes irte de Madrid sin él, que dónde lo puedes ir a buscar, que cuándo van a abrir, cuándo van a cerrar, si tienen otra tienda, palabras que, no te das cuenta, sobran. Tratas de despedirte en forma educada y terminas el escrito suplicando. Envías el mensaje, cierras tu correo y entras de nuevo en la cabina telefónica. Marcas otra vez el número anotado en tu mano izquierda, ya a punto de borrarse por el sudor. El tono suena tres veces allá lejos, hasta que descuelgan. El ¿sí? que escuchas te deja sentarte en el piso de metal que hay ahí dentro y, por primera vez desde que empezaste a subir Cuesta Moyano, crees que, tal vez, no perdiste el libro. Una mujer al otro lado insiste, ahora con un hola en tono de pregunta. Te despabilas y emites un saludo atarantado.
-Emm, hola, buenas tardes, ¿hablo con la librería? ¿La librería Hernández?
-Sí, dígame, ¿qué necesita?
Relatas una vez más toda la historia. La voz al otro lado te interrumpe, exclamando.
-¡Claro que sí! ¡Pero si te estuve esperando y no volviste nunca a buscarlo! –Ahora respiras tranquilo. -Luego ya me tuve que ir, nosotros cerramos entre la una y las cuatro.
Le pides disculpas explicando y excusándote. Preguntas si vendió el libro a otra persona.
-Pues no hombre, si lo reservé para ti.
-¿Y cuándo podría ir a buscarlo? ¿Abre usted de nuevo hoy en la tarde?- En tu cabeza solo está el avión que parte al día siguiente, tu mente apremiada no alcanza a entregarle ese detalle.
- No, ya tiene que ser mañana.
- ¿Y desde qué hora? ¿Podría pasar a buscarlo a algún otro lugar? Usted dígame dónde y a qué hora nada más y yo voy.
-No vamos a poder hoy, no he alcanzado a terminar el libro, así es que me lo traje y hoy ya no vuelvo al local. Hombre, tranquilo, pasa mañana y lo tendrán.
Sales de la cabina telefónica, pensando en la conversación que acabas de tener. Desconcentrado, entregas unas monedas al inmigrante de la caja. Empujas la mampara de la tienda y caminas desorientado, hacia arriba por una nueva calle desconocida, aunque esta vez no te preocupas de los mapas. Encuentras una intersección con librerías en todas las esquinas. Entras a todas las que están abiertas y vuelves a preguntar por el libro, maquinalmente, sin escuchar las respuestas, pensando solo en el día siguiente. Deambulas errático por Madrid, por sus calles asoleadas y vacías en la hora de la siesta. Intentas serenarte sentado en una cuneta. Recuerdas que todavía está mañana y exhalas un poco más tranquilo cuando piensas en el horario. Cierras los ojos y lentamente te llenas de aire los pulmones, hasta el tope. Por hoy, ya no tienes nada más que hacer. Te conformas con creer que alcanzarás a volver a Cuesta Moyano y luego salir hacia el aeropuerto.

Intentas armar tu mochila al día siguiente, apurado contra el horario de salida. Olvidas un par de prendas al fondo del casillero y las pierdes para siempre. Bajas tres pisos de escaleras cargando diecinueve kilos a tus espaldas. Cuentas las monedas para que en forma exacta alcancen a pagar dos boletos de metro y una botella de agua. Llevas, también cargada de recuerdos, una segunda mochila soportada por delante.          

Bajas a la estación, corriendo otra vez enormes escaleras, entras en vagones llenos de gente, gente durmiendo, con la vista perdida, escuchando música, leyendo, tal como en los trenes de Chile. Intentas frenar el tiempo mirando tu reloj a cada minuto. Te pierdes en las combinaciones, hasta llegar otra vez a Atocha. Emerges al mediodía ardiente de España. Con esfuerzo abandonas la perspectiva del turista, la que llevas siempre, incluso en tu propia ciudad, esa con que miras hacia los costados y hacia arriba mientras caminas, atento a las cornisas y relieves de los edificios, a los detalles revelados por la luz, la textura de las nubes, los olores que se te meten en las narices y los movimientos de las personas que trabajan. Te concentras en alcanzar ese pequeño libro, esa lámpara de aceite, como si al tomarlo y frotar su portada fuera a ocurrir algún milagro. Frenas para tomar aire en la parte baja de calle Claudio Moyano. Te despegas la camisa mojada del cuerpo. Los rayos del sol se te entierran en la frente y el cráneo desnudo.

Llegas al puesto de Librería Hernández. Dos hombres en mangas de camisa conversan dentro, tras el mostrador, repartiéndose el aire despedido por el ventilador que cuelga en diagonal del techo y solo remueve el aire tibio.  Saludas y cuentas una vez más toda la historia.
-Aquí está el chileno, Carlos, ¿te acuerdas lo que te conté, ese correo? –De pie, rodeado de libros desordenados y amasando otro, le habla a su compañero que está sentado. Ambos llevan la camisa abierta hasta la mitad del pecho y muestran sus vellos. Atrás te fijas que cuelga un banderín del Atlético, el Aleti como dicen ellos, uno de esos antiguos que estampaban con pintura. –Así es que tú eres. Enhorabuena apareciste, ya estábamos por cerrar de nuevo. Bastante te importa el librito eh. Acá te lo tenemos. Me lo entregó especialmente mi mujer, por poco y lo olvido en casa.
-Menos mal, no sabe cómo lo he buscado. En Chile, acá en España y en otros lugares también.
-No es que quiera entrometerme, pero después de tamaño email tengo que preguntarte. ¿Por qué tanto empeño en tener este librillo? No es que haya cambiado la historia de la literatura, ni sea una primera edición ni nada.
-Alguna vez prometí que lo buscaría, lo encontraría, y luego lo regalaría a una persona. Ahora solo me falta la última parte. Aunque claro, todavía me lo tiene que entregar, después de lo de ayer, hasta que no lo tenga en las manos no me confío.
-Pues bueno, aquí lo tienes hombre, son dos euritos. Seguro que la promesa esa se la hiciste a una mujer ¿no?
- Un amigo me dijo una vez que detrás de estas cosas, de todas estas cosas, siempre hay una mujer. Él se refería a escribir, o los intentos por escribir, cualquier cosa que fuera. Creo que se quedaba corto, da para mucho más, pero algo de razón tenía. Quizás usted también la tiene –todavía no querrás reconocer que sí se trata de una mujer.
-Ni me digas, claro que la tengo, figúrate que me casé con una librera, no sabré yo de libros y mujeres. Y a nuestro hijo le pusimos Julián por el tío ese Sorel y lleva un puesto más abajo, así es que imagínate.

Con el objetivo cumplido, te permitirás olvidar momentáneamente el avión que debes alcanzar. Conversarás con los hombres de libros, de escritores españoles y chilenos, te mostrarán algunas de sus bonitas ediciones, te condenarán con el recuerdo de Juan Cáceres y la generación del cincuenta. Olvidarán la conversación sobre mujeres. Evadirás por un momento, ahí con el libro aprisionado entre tus manos, que ya habiéndolo encontrado más difícil será cumplir la promesa autoimpuesta. Te despedirás y volverás al ritmo apurado de antes. Meterás el libro en el bolsillo junto a tú corazón. Otra vez te hundirás y saldrás a la luz, aunque algo más tranquilo. Cumplirás los trámites en el aeropuerto de Barajas.
Ya en tu asiento estrecho, tomarás consciencia, recapitularás el viaje y tus andanzas. Revisarás también la odisea que necesitaste para consumar la búsqueda, visitando nuevamente cada lugar donde preguntaste. A la espera del despegue, cogerás el libro y lo detendrás ante tus ojos. Con tu mano derecha acariciarás su portada. Leerás su contratapa y lo abrirás. Mirarás nuevamente tu reloj. Imaginarás otra vez que se te escapa, olvidándolo en el bolsillo del asiento delantero. Ya en el cielo, a miles de metros de la superficie, te atreverás a leerlo. Recordarás las palabras de tu acreedora. Te preguntarás si el viaje lo iniciaste para dejarla atrás a ella, como tantos otros que parten para desprenderse. Desprenderse de recuerdos, de la nostalgia y la tristeza, como si la distancia fuera remedio para la soledad. Tardarás exactamente un minuto en leer cada una de sus páginas y llegarás a la última sin interrupción. Ahora sí podrás liberarte de ese objeto y, tal vez, también de esa mujer y su recuerdo. Te invadirá la nostalgia por ella y por el viaje. También por otras mujeres. Por toda la gente que has dejado partir, mujeres y hombres, gente con que has compartido, a veces apenas una horas, pero que no volverás a ver jamás. Meditarás sobre cómo ese abandono se repetirá en los años próximos, quedando más y más personas en el pasado, cada vez más lejos, como si fueran cayendo a un pozo mientras las ves alejándose, asomado desde el borde. Personas que se alejarán, pero no olvidarás. Ella es una de esas personas, pero cae lento, demasiado lento, más despacio que todas las demás.

Llegarás a tu ciudad. A casa. Dejarás el libro muy cerca, en el velador, para verlo todos los días y no olvidarlo ni a él ni a tu promesa. En algún momento incierto alcanzarás suficiente valor para entregarlo. Para liberar tú voluntad, rompiendo al fin la atadura y cortando el último vínculo. Supones, confías, como por arte de magia, que así será.


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