Sobre
el extenso y seco desierto, un montón de flores discutían arduamente cuál era
la más importante y bella de todas. Hablaban, hablaban y hablaban mientras sus
voces se mezclaban con el zumbido de la brisa por la tarde, llenando el espacio
vacío.
–¿Viste la última persona
que me vino a sacar fotos? Su cámara era la más grande, dijo el Borlón de
Alforja.
–No, era más grande la
mía. Y a nosotras nos cortan en enormes ramos para mostrarnos en la capital; mi
familia está completa adornando el living de una casa, contestó la Astromelia.
–A ver. Están muy
equivocadas; al desierto la gente viene a sacarnos fotos a nosotras, dijo la
Celestina.
–No, a nosotras, nuestro
fucsia, levantó la voz la Pata de Guanaco, es mucho más impresionante que tus
pétalos, teñimos el desierto y somos la postal que recorre el mundo.
–Ay, por favor, no, no
tienen idea, replicó la Oreja de Zorro, yo me arrastro y extiendo mis redes
entre la arena para cazar. Vienen a verme a mí, la única planta carnívora.
–¡Pero si eres muy
hedionda!, respondió la Añañuca.
–Tú calla, mejor, que
apenas apareces, contestaron a coro los Suspiros; nosotras sí que hacemos del
desierto florido lo que es. ¿No ven cómo vienen a mirar nuestros mantos nevados
que se extienden por los montes? Mantos de Añañucas no se han visto jamás.
–Claro, claro, como si
ustedes sirvieran para algo. Nosotras somos alimento y nos vienen a buscar
abejas y colibrís para tomar néctar, dijo el jugoso Terciopelo.
–¡Silencio!, se escuchó rugir
a la Garra de León. ¡La gente me viene a ver a mí! Yo sí que soy el verdadero
milagro de este lugar. Mi gruesa liana nace de la roca misma y mi enorme puño
ensangrentado chorrea entre las piedras y la arena. ¡Miren, ahí vienen! Fíjense
cómo la gente se para por horas a contemplarme.
El viejo Cactus presenciaba todo
esto, suspirando aburrido. Cada tantos años tenía que escuchar hasta agotarse
el cacareo de las flores. Su voz se elevó lentamente con el viento de la tarde
y se hizo escuchar rebotando de cerro en cerro, de loma en loma, de quebrada en
quebrada.
–¡Otra
vez lo mismo! Cada vez que pasa esto tengo que aguantarlas; por favor, un poco
de respeto, este es un lugar de silencio, de calma. Y ustedes no paran de hacer
alboroto. Les voy a decir la verdad: ¡en dos semanas van a estar todas secas y
muertas! ¡Sí, muertas! Y yo voy a ser el único que siga aquí parado,
resistiendo el sol, el frío, la poca lluvia, el polvo que levantan los autos de
los hombres. Voy a cobijar a los pájaros y los lagartos y los mismos insectos
que creen haber llegado al paraíso y se decepcionan cuando esto vuelve a la
realidad y parece un país bombardeado, lleno de tallos y flores muertas en el
suelo, palos, piedras y arena. En dos semanas nadie las va a venir a visitar y
quedarán enterradas quizás otros treinta años, hasta que caiga algo de lluvia
que las resucite. Solo voy a estar yo.
El viento había cesado y por un
momento se escuchó el silencio de la pampa. Las flores quedaron consternadas y
tristes: nunca habían pensado en que apenas vivían un instante. Notaron cómo
sonaba el espacio cuando ellas no estaban. Pero esta impresión se les pasó
rápido, volvió la brisa y de a poco retomaron la discusión. Otra vez se
escuchaba su rumor en el desierto.