Hernán amaba las frutas. Comerlas era de los momentos placenteros que encontraba en sus días, se relajaba y el resto se volvía secundario. No las que vendían en el supermercado, esas eran, además de estéticamente tristes -sobras de calidad mediana, cosechadas en verde, la de primera se iba probablemente a Estados Unidos o Europa-, insípidas. Las compradas en el borde de algún camino o en
la feria, eran superlativas, tal vez no siempre en aspecto, sí en sabor y precio, y mucha gente se perdía
día tras día la posibilidad de deleitarse con fruta real, como les decía. En los matrimonios siempre comía en el postre, piña y frutillas. Pero ahora iba a comer naranjas.
Adoraba las naranjas, y
las que tenía en el refrigerador eran perfectas, grandes, jugosas y dulces.
Tomó una y, sirviéndose de un cuchillo dentado, cortó ambas tapas y trazó
varios cortes longitudinales poco profundos, que penetraron solo hasta donde
llegaba la cáscara, delgada, no como esas fraudulentas que engañaban
sobre el contenido de la fruta, igual de decepcionantes que una palta de cuesco enorme. En sus pensamientos solo había lugar para ese instante, se
dejaba llevar por la textura de la fruta en sus manos, algo de jugo que escurría y
el aroma colándose por sus narices. Dejó el cuchillo y retiró los trozos
de cáscara uno a uno, intentando quitar la mayor cantidad posible de albedo, la
piel blanca y suave que quedaba pegaba sobre los gajos, hasta tener una esfera
completa en tonos blanquecinos y anaranjados. Cuando niño, tomaba los gajos y los
apretaba apuntando hacia un fósforo encendido, haciendo crepitar los microscópicos
aceites que albergaba. Sacó algunos excesos y enterró desde abajo su dedo gordo
derecho, penetrando en la cavidad que quedaba al interior de los gajos, hasta abrirla por la mitad. Un leve
placer lo recorrió mientras retiraba el nervio y la cáscara que se metían por el ombligo en
la parte superior, y despegaba los gajos uno por uno. Estaba
absorto, era una cuestión primitiva, pero estaba
en éxtasis ante la expectativa de comer esa fruta. Se dio tiempo incluso
para retirar delicadamente trozos de la epidermis que cubría los gajos, dejando a la
vista secciones únicamente con celdillas apenas unidas que quedaban la vista
como en una autopsia. Tenía una decena de brillantes pedazos de naranja ante
sí. ¿Era tan perfecta la naturaleza como para reproducir en cada fruta un
ejemplar con la misma cantidad de gajos? ¿Contenía cada gajo la misma cantidad
de celdas llenas de pulpa y jugo y sucralosa natural y moléculas ácidas? ¿O eran los avances de la experimentación y modificación genética? No tenía la menor idea de la variedad de fruta que tenía al frente, podía ser una Washington Navel, una Barnfield Late o una Navelina, no importaba. Dejó todos los pedazos sobre el plato salvo uno, que se metió a la boca y masticó despacio. No estaba
fría, era fresca, perfectamente temperada en el
refrigerador, turgente, dulce, se deshacía contra su lengua y su paladar, con los ojos cerrados sentía estallar cada celda, el jugo deslizándose por las encías, bajo la lengua y escurriendo
por la garganta. Se metió dos pedazos más a la boca. Recordó que su refrigerador todavía estaba lleno de ellas, además de chirimoyas y plátanos. Por ahora, solo comería una naranja.