miércoles, 27 de septiembre de 2017

Ahora entiendo lo que dijo Richard Ford


            
           Corría el 2009 y aún retomaba el hábito de leer. Había empezado unos años antes, gracias a un amigo del cual estaré por siempre agradecido, creo que me prestó Las Partículas Elementales. Entre todo lo que leí desde esa afortunada recomendación figuraba una parte del catálogo de Anagrama. Sus ediciones de colores son una genialidad del marketing literario. En la Facultad de Derecho se veía gente con Anagramas en las manos por el patio, personas que no tenían tan claro por qué estaban ahí, pero estaban, y serían distinguidos, o no tanto, abogadas y abogados, profesión de la cual intentarían huir de alguna forma al menos una vez en la vida o quizás de manera permanente. Hasta había uno a quien le decían "Anagrama" o simplemente Ana, siempre andaba con uno en la mano y para el mechoneo se condenó al gritar con desesperación “¡¡¡Nooooo, mis Anagramas!!!”, mientras lo tiraban con mochila puesta a la fuente de la facultad. Él no llegó a titularse.
           
Sin embargo, la que hacía cosas por la literatura era la Católica, el programa de extensión de la Facultad de Arquitectura. Los arquitectos usualmente son más taquilleros que los abogados. Y gracias a ese programa vino a Chile a Richard Ford. Trajo también a Piglia, a Houellebecq, a McEwan, Barnes, Vargas Llosa, Coetzee, Auster y varios más. Estrellas de la literatura contemporánea, casi todos… editados por Anagrama. Pero el que importa ahora es Ford.
           
            Lo vi por primera vez en el patio de la casa central de la Católica. Había leído los cuentos de Rock Springs y algo de las aventuras de Frank Bascombe, no sabía cómo era físicamente, pero lo intuí al ver un par de calcetines morados. Estaba sentado bajo uno de los árboles enormes que están en el patio tras cruzar el jardín interior de la casa central de la Católica y se asomaban bajo los pantalones algo cortos. En el Chile del 2009 la moda todavía era el beige, el azul marino y el gris marengo, más todavía si estabas en el epicentro del conservadurismo nacional y donde si no eras un estudiante semijipi o llevabas una bata blanca las probabilidades indicaban casi en un cien por ciento el uso de pantalones beige y chaqueta azul marino o un traje medio plomizo. Para calcetines, gris, azul, negro, quizás rombos, blanco si estabas haciendo deporte. Con suerte en las tiendas encontrabas calcetines a rayas y saltaba a la vista que no era chileno, con sus zapatos de gamusa color chocolate, chaqueta de tweed liviana, la estatura, tez blanca, pelo cano y esos calcetines morados. Todavía hoy no es fácil encontrar calcetines de un solo color, aunque puedes comprar en casi cualquier lado unos con plátanos, hamburguesas, dinosaurios o naves espaciales. Intuí bien, porque de la sombra bajo los árboles del patio pasaría al escenario del Aula Magna de la Pontificia.

            Era, o soy, habría que ver, lo suficientemente tímido como para no atreverme a preguntar nada en público, menos si eran trescientas o cuatrocientos personas. La entrevista discurrió por algo más de una hora como siempre, hicieron llegar papelitos con preguntas, o las hicieron a mano alzada, y no recuerdo absolutamente nada de sobre qué trató la conversación ni las preguntas. Lo que es raro porque tengo una memoria bastante precisa, aunque normalmente sea para cosas inútiles. Sí recuerdo, aunque en realidad no tiene gracia alguna, que terminado ello se iniciaba la firma de libros y yo iba con mi ejemplar de El Periodista Deportivo, por lo que esperé un poco he hice la fila.

Quedaba poca gente cuando llegó mi turno y Ford tenía un trato muy ameno, acorde con lo que uno se imagina al ver algunas de las fotos que hay en Google. Tanto que conversamos sobre qué haría en Chile, me dijo que le gustaría ir al sur y que era un lástima que no hubiera un tren. Hasta bromeamos algo sobre el tercer mundo y el hecho de que si bien había líneas férreas, tren ya no. Le pregunté también lo que se me viene a la cabeza cada vez que hay algún escritor de esta talla cerca y no quise hacer en público:

“¿Hay algo que usted lee y vuelve a leer? ¿Qué libro o autor relee?”, en un inglés que debe haber sonado más o menos como “Is there something that you re-read or read once and again?”.

            The stories of Alice Munro”.

            Esperaba un clásico, pero jamás había escuchado de Alice Munro. Y me atrevería a decir que en el Chile del 2009 muy poca gente lo había hecho, probablemente solo personas relacionadas directamente con ambientes literarios. Y, claro, Munro no estaba publicada en Anagrama.

            En mi libro quedó una firmilla de Richard Ford, pequeña y temblorosa. Pero me llevaba algo mucho más valioso.

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            Empecé a buscar algo de Munro en las librerías de Providencia y no había nada, o muy poco y muy caro. Así es que aproveché el viaje de una amiga a Buenos Aires para hacerle un encargo. Me trajo un conjunto de cuentos titulado “El Progreso del Amor”, por lo que me gané unas cuantas bromas sobre esa lectura tan femenina. Lo leí un verano o un invierno, qué importa, y solo recuerdo que me gustaron. Una vaguedad, pero en esa época no leía subrayando ni pensando en recordar cosas. Leía nada más. Las historias eran buenas, sencillas en apariencia, pero profundas y recreaban en gran manera ambientes y escenarios íntimos y domésticos, interiores o exteriores.

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            Alice Munro se ganó el Nóbel en 2013. Fue la primera vez que se lo otorgaron a alguien que escribía solo cuentos. Y la décimo tercera mujer.

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            Algunos años después me regalaron un libro gordo con una selección realizada por ella misma. Y son tremendos, de esos que te dejan pensando en lo que acabas de leer, en cómo está armada la historia hasta que te pega un sablazo, o llegas a la parte blanca de la página con ganas de volver atrás, o dándola vuelta esperando más para encontrar solo que hay otro título en negrita. Como para seguir haciéndole caso a Richard Ford (y considerar que en vez de cuentos o tales uso la palabra stories), darle la razón a la Academia Sueca, tenerlo encima del velador y ser una de esas cosas que uno lee y relee a través de los años. Y agradecer a la persona que, sin saber nada de lo que acabo de contar, me hizo ese regalo incluyendo una dedicatoria acorde con todo esto que quedará pegada junto al libro y mi memoria hasta el fin de mis días.

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