viernes, 5 de junio de 2009

Justo vencedor

Robin Soderling se merece estar en la final. Hace justicia a lo que ha demostrado a lo largo de todo Roland Garros, jugando un tenis impresionante, combinando potencia y regularidad como se puede ver en pocos jugadores. Si asombró el nivel que demostró González para llegar a esta instancia, lo de Soderling da incluso para más, no sólo por haber dado la sorpresa al ganarle a Nadal, sino por el poder y la soltura de sus golpes, algo no común cuando se trata de un gigante de 1,93 metros, de quien normalmente se espera un servicio cómodo, que hace la mitad de la tarea a partir de innumerables aces. Lo demostró jugando sobre arcilla, la pista más lenta, para ello baste recordar que, además de a Nadal, González y Ferrer (dueños de los mejores records sobre la superficie en lo que va del año), aplastó a Davydenko en cuartos de final.
El Feña fue bajando su nivel a lo largo de la semana, a medida que se complicaban los rivales y sumaba cansacio. La concentración y juego perfectos de la primera semana mostraron una baja ligera durante algunos pasajes ante Murray. Y hoy, ante el juego plano del sueco, mostró superioridad tenística sólo cuando mentalmente fue más que éste. Si el partido terminó en cinco sets fue en gran parte por eso, los nervios que se apoderaron de Soderling haciéndolo perder precisión y puntos sencillos, como varios tiros altos con slice de Fernando que terminó sacando de la cancha. A diferencia de otras ocasiones -con Verdasco en cuartos de final de Barcelona, por ejemplo-, la "estrategia" de enredar el partido reclamando en demasía pelotas dudosas, haciendo escándalos a los jueces de línea, poniéndose binoculares, limpiándoles parabrisas imaginarios y otras pataletas, faltándole hoy el respeto incluso al polvo de ladrillo parisino limpiando una marca con el culo nada menos que en la Philippe Chatrier, no resultó, pues el escandinavo se sobrepuso a todo ello, a los nervios, a la presión de estar cerca de su primera final de Grand Slam y recuperó su juego a tiempo para remontar en el quinto set, donde tras el 4-2 con el servicio de González volvió a ese juego profundo y sobre las líneas que bordea la perfección.

La manga final se cerró en un 6-4 tras un González impotente, un tanto frustrado por haber dejado escapar la ventaja que tenía al perder con el saque. Tal vez se confió por un momento, algo vedado en un deporte que no deja terminar los partidos hasta que se gana un match point, o se ilusionó por adelantado con llegar a la final. Un 6-4 justo para un partido de más de tres horas y media, el cual si bien no fue de esos maratónicos, si fue digno de una semifinal en la pista central parisina, justo para quien, desplegando su juego fue, sencillamente, mejor que el rival.

jueves, 4 de junio de 2009

El desquite del procurador.

Trabajar en tribunales puede ser una experiencia horrible. Puede ser incluso un castigo, un trabajo tedioso y monótono, en el que además se debe lidiar con un sinnúmero de sujetos detestables. Se suma la presión de tener como responsabilidad juicios que pueden ser millonarios y que se desarrollan en un ambiente absolutamente desconocido; el primer mes, hasta el segundo a veces, hay una permanente tensión en la cabeza del joven estudiante que asiste al abogado día a día en tribunales, el campo de batalla. Creo que a los dos meses ya se está curtido para sobrevivir ahí. El Poder Judicial es además el paradigma de la burocracia, el paroxismo de los papeleos, las esperas, la indiferencia, una lucha constante contra un montón de seres impersonales que hacen de mala gana su trabajo, al borde de las más absoluta ineficiencia, donde faltan cientos de recursos que son indispensables. Existen hermosos códigos señalando procesos y procedimientos que en el papel, que todo lo soporta, funcionan como un reloj, pero en la realidad la hora que dan está atrasada debido a sus engranajes, manecillas tornillos y resortes oxidados y corroídos. Sería injusto extender esta descripción a la totalidad del aparato jurisdiccional y las personas que trabajan en él, pues, como en todas partes, hay un lado bueno y uno malo; en este caso digamos se reparten ambos aspectos equitativamente. A ratos se pasa bien y se puede trabajar con gusto con personas valiosísimas, a ratos hay que soportar la fetidez de los cadáveres y su pedantería.

El mesón de cada tribunal tiene unos tres metros de largo, un espacio de menos de un metro que lo separa de cortos pasillos perpendiculares con casilleros a cada lado, que en conjunto serán más o menos cien, cada uno rebalsado de expedientes, clasificados por letra, por año, de acuerdo al banco que demande (por supuesto, no se cansan jamás de demandar y podrían seguir hasta el infinito) y algún otro criterio indescifrable para los que trabajan fuera de ese reducto, lo cual incluye a todo el resto del tribunal. Los dominios de el o los mesoneros o mesoneras (no son más de dos), se completan con archivadores desarmados, lápices Bic reventados, relojes paralizados en el espacio intertemporal, varios cuadernos para registrar diversos acontecimientos de escaza o mayor relevancia, una computadora de data aproximada 1980, operativa en algo más arcaico que DOS, con letras de color naranjo pero eficiente cuando no colapsa, un calendario (este si es del año) y, finalmente, un timbre, su tesoro más preciado, de tintas violáceas cuyo cargo otorga fecha cierta a las presentaciones que se hagan en cada juicio, y cuya administración da un mínimo grado de poder a quien lo manipule, objeto vedado para todos los que están al otro lado del mesón, generalemnte una pequeña y desordenada aglomeración de gente que espera su turno, no lo respeta o le tira el tufo maloliente por el abuso de café, el cigarro y quien sabe que otra cosa u actividad al pobre hombre o mujer que espera gustoso por atienderlos.

En esta espera me deleité con una escena inolvidable, acontecida en la hora de mayor concurrencia. Por fuera, un abogado cuarentón impecablemente vestido, de chaqueta cuadriculada sobre un fondo beige y pantalón oscuro, mocasines, corbata de seda tejida sobre camisa blanca con colleras, todo un caballero inglés; el pelo recién cortado y bien peinado, la tez blanca recién afeitada y espolvoreada levemente con polvo talco, cachetes rellenos y rosaditos, más unos ojos grandes, todo esto le daba la apariencia un muñeco de ventrílocuo, el regalón de las secretarias del sospechoso bufete donde trabajaba. Al otro lado, el mesonero, un hombre que redeaba los cincuenta años, cabeza gacha, quien por unos pocos genes no sufrió de enanismo hipofisiario, como Nelson de la Rosa, alguna vez detentador del record Guiness de hombre más pequeño del mundo gracias a sus cincuenta y cuatro centímetros de estatura, famoso por sus apariciones en películas, como El Hombre Rata y La Isla del Doctor Moreau, y el video de la canción Coolo. Toda la fisionomía en este sujeto es menuda: ojillos de topo agrandados por anteojos de altas dioptrías, cabeza angosta y alargada con una frente pequeña y arrugada, orejas apretadas, una diminuta boca fruncida; incluso los movimientos son un resumen, y no por obligación dentro de ese espacio reducido donde trabaja, las conversaciones breves, nada dura más de un minuto. Éste parece también un muñeco, pero es más bien una marioneta o un títere. Demostraba una habilidad impresionante para alcanzar los expedientes ubicados en los casilleros más altos, a unos dos metros, sin necesidad de cajón alguno, alargando sus pies y brazos cortos, llevando pesados lotes de rosados expedientes del casillero al mesón, del mesón al casillero. Y también un conocimiento casi absoluto respecto de donde están o no están esos expedientes (¿serán dos mil? ¿cinco mil?). Comienza la interacción entre ambos, el abogado oficinesco con nulos conocimientos sobre el real funcionamiento de tribunales (algo que nadie puede llegara dominar cabalmente) y el experto del mesón. El muñeco de ventrílocuo y el títere, con un largo, lustroso y luminoso tablón como escenario.
-Buenas tardes, ¿me pasa el expediente X por favor?- Sin levantar la cabeza, mesonero sigue acarreando expedientes, incansable. Está muy concentrado con el resto de la audiencia en el sector más lejano del escenario. Con el papelillo que señala el número de su turno en la mano, el delicado abogado insiste infructuosamente, se mantiene la ignorancia absoluta de su interlocutor por largos minutos. Cruzando sus dominios, repentinamente levanta la cabeza y establece, por primera y útima vez, contacto visual. -¿Cuál me pidió?- Jamás pierde palabra que le dirijan, por suave y lejana que sea. El muñeco de ventrílocuo se demora en cobrar vida, sorprendido, y repite el nombre del expediente. -Ese no está, entró por algo. -Aaaaaaahhh, y ¿qué será? ¿puede ser un oficio?. -Si, un oficio-. Stromboli vuelve a llevarse a su títere al otro lado del cortinaje negro. El numerador de los turnos sigue en un eterno 01. Las luces se apagan, manteniéndose tan sólo dos focos que iluminan el silencio lejano de los protagonistas y el 01 de ampolletitas rojas. Otro largo minuto. El títere vuelve hacia el otro lado, se enciende la luminaria del tribunal y vuelve el rumor permanente de tribunales. -¿Hay algún libro dónde anoten eso?- Uno de los primeros consejos que me dieron al empezar a trabajar en tribunales fue que para todo, casi absolutamente para todo, se mantiene registro en un libro, confeccionado a pulso por algún funcionario del juzgado. En este punto todos se convierten en iguales, el abogado en el último de los procuradores novatos, y el procurador en el más avezado. El anonimato de los tribunales, por un momento, se adueña de todo y todos quienes están ante el mesón, sin importar lo bien o mal vestidos, el porte y la estampa, el perfume, la voz, la educación ni los modales. Es un duro trabajo salir de ese anonimato, empatizar con funcionarios cuando son de madera. Sonreía para mis adentros, esperando con paciencia un espacio para adueñarme de mi lado del escenario.