martes, 25 de octubre de 2011

El pichón y el niño


En el medio de la pista, oculta entre el asfalto, estaba la pequeña paloma. Grisácea, apenas más que un pichón, yacía expuesta a las ruedas de los ciclistas que a esa hora circulaban por la vía.

Había estado desde mucho antes que comenzara la hora de mayor tráfico, cuando ni siquiera empezaba a refrescar y el sol estaba alto haciendo arder todavía el concreto. A esa hora, mientras con sus alas inexpertas la paloma intentaba volar de árbol en árbol para escapar a los calores, su impericia la hizo caer. En vez de ir poco a poco probando maniobras sencillas, volando del suelo a un cable o de una rama pelada a una fuente, o en una plaza donde los espacios son abiertos, entusiasmada por los autos coloridos que pasaban al costado del parque, se aventuró a adentrarse entre las arboledas de la ciclovía. Despegó desde la cabeza de un soldado, dando aleteos torpes y luego planeando inestable, ladeándose a ambos lados, cruzó la avenida hasta parar bruscamente sobre un banco de plaza. Todavía no sabía aterrizar directamente sobre las ramas de los árboles, así es que desde ahí dio un pequeño brinco, agitó las alas recién emplumadas un par de veces, y descansó, ahora si, sobre la ramita de un espino. Observaba atenta, satisfecha de sus progresos aeronáuticos, como pasaban y pasaban rápido los automóviles, rojos, blancos, amarillos, con seres humanos concentrados dentro, solos, hablando con aparatos extraños en las manos, otros parecía que hablaban solos, hombres y mujeres, a veces con niños dentro, todos avanzando y frenando coordinados. Le gustaban especialmente los que más fuerte pasaban, haciendo más ruido, y los que llevaban cosas en un compartimiento trasero, maderas, cristales y otros extraños autos más pequeñitos. Y le gustaban también las bicicletas que pasaban a sus pies, también hombres y mujeres que parecían más concentrados que los que iban protegidos en los autos, con las manos firmes al volante. Se extrañaba de algunas que a pesar del calor se ponían grandes cosas encima de la cabeza, como una nueva cabeza encima de la verdadera. Así observaba circular a los humanos, a la sombra de un espino, hasta que, sin entender como, la abandonó el fresco y empezó a calentarse las plumillas finas de la cabeza. No pensaba dejar de mirar el mundo nuevo que la rodeaba, enorme al lado del nido donde había pasado semanas esperando con el pico abierto a su madre, así es que buscó una nueva rama donde posarse para seguir contemplando el paisaje. El mismo follaje alargado del espino ofrecía lugares más templados, así es que decidió quedarse en el agradable sol y sombra del delgado árbol que la guarecía. Nerviosa ante esta nueva y más riesgosa maniobra, se olvidó de las púas que la rodeaban, y -¡ay!- al batir las alitas extendidas para cruzar el pequeño espacio que la separaba de la rama elegida, se clavó una punta pálida y larga, atravesándole completa la extremidad. Se dio cuenta cuando ya había despegado, cuando estaba enganchada en la espinosa defensa del árbol, se rajó parte del ala y cayó chocando entre el resto del filudo ramaje, hasta dar con el ala buena sobre el asfalto. Con un miembro torcido y el otro perforado, intentó recuperarse, mas lo único que logró fue arrastrarse penosamente unos centímetros por el asfalto caliente. Asustada la paloma trataba de salir de ahí. A todo sol y expuesta a los neumáticos aleteaba vanamente. Se acordaba de la espera segura en el nido, lejos del hombre, lejos de las máquinas, lejos del ruido, lejos de la luz, oculta entre ramitas frescas y hojas verdes junto a los demás polluelos. Intentaba desesperada mover sus alas, pero parecía un pato bañado en petróleo y lo único que lograba era cansarse cada vez un poco más. Hasta que no le quedaron fuerzas. Se rindió cerca de una franja blanca, casi en la mitad de la ciclovía. Quieta ahora, observaba venir desde lejos una y otra bicicleta, cuyas ruedas mientras se acercaban se volvían grandes y filudos discos, girando a toda velocidad capaces de rebanarla. Su horrible y oscuro plumaje se mimetizaba a la perfección con la superficie de la pista, ahora cuando lo que más necesitaba era ser vista. De no ser por sus ojitos naranjos, habría sido un bache más en el camino de los ciclistas, tan inmóvil estaba que a la distancia era imposible reconocerla.

Pero no pasaba desapercibida para todos. Entre el follaje de un ciruelo, una gata observaba impasible las desventuras del pichón. Y más arriba todavía, en lo alto del cielo, un aguilucho había detectado como se movía la triste cabecita de la paloma. Acechó volando en círculos primero, para posarse finalmente en la rama más elevada de un pino, esperando.

Y a medida que la tarde avanzaba, mientras bajaba lentamente el sol y se hacía más resistible la espera de la paloma, más y más ciclistas pasaban junto a sus alas tullidas, más y más autos llenaban las avenidas circundantes, más personas corrían y caminaban a los costados, todos ignorándola, esquivándola a última hora, justo antes de aplastarle, apurados sin detenerse en caso alguno, ni siquiera por la sola misericordia de rescatar un animal pequeño, herido e indefenso. Nadie tenía tiempo para ayudar a un animal sucio, infeccioso y que además abundaba. Quizás, pensaba el pichón, si hubiera tenido los colores alegres de un loro habría inspirado la compasión suficiente para que algún ser humano se detuviera por un segundo. Pero era nada más una paloma. Hasta que llegó, después de una espera interminable, un salvador. En una bicicleta azul con rueditas, un niño pequeño, de no más de cuatro años, pasó junto a ella. Frenó su bicicleta unos metros más adelante y se bajó despacito, sabía que no tenía que parar en la ciclovía y mucho menos bajarse de la bici. No pensó en todo lo que le habían enseñado y advertido sus papás, en los retos que quizás le llegarían, olvidó todo cuando se dio cuenta que podía tocar un animal, un animal que estaba siempre volando y nunca había visto más de cerca que unos metros cuando corría en la plaza tras las bandadas intentando atrapar alguno infructuosamente. Caminó peligrosamente contra el tránsito por donde venía, hasta llegar a donde estaba la paloma. A unos metros de distancia su madre se apuraba gritando ¡Agustín! ¡Agustín! ¡Sal de ahí Agustín! Pero Agustín era sordo a esas alturas. Se agachó conmovido sobre el ave y la tomó entre sus manitos. El pichón volvió a sentirse, por un instante al menos, protegido como en el nido donde recibía comida procesada por su madre. Delicadamente, el niño depositó junto a un tronco, al costado del camino, al pajarito. Le hizo cariño en la cabeza y el cuerpo, diciéndole que no se preocupara, que ya se iba a mejorar, que iba a venir su mamá y podría volver a volar otra vez. Su madre, un poco más tranquila, se había parado al lado con su bicicleta azul. Tras un pequeño sermón sobre los peligros de parar en la mitad de la ciclovía, que lo podían atropellar si andaba por ahí a pie y que no debía volver a hacerlo, Agustín se volteó por última vez a ver a la paloma, contento por haberla salvado. En la casa le iba a contar a su papá que había salvado una paloma.

Mientras Agustín, de la mano de su madre, se alejaba, la gata, que había aguardado observándolo todo desde hace horas, cuando vio volar al pichón desde la cabeza del soldado, esperando que se equivocara, se hiciera daño, que cayera, esperando que se acabara el incesante y molesto paso de los ciclistas protegiendo al pichón herido, que con paciencia infinita había estado oculta entre las hojas moradas del ciruelo, descendió apurada por el tronco, cruzó la vía y se paró junto al animal maltrecho. El aguilucho, ofuscado, continuó buscando ratones desde el cielo.