sábado, 22 de mayo de 2010

Viveza.

1
No tiene mucha importancia. Es breve, indoloro. El anciano al frente, una figura femenina que no aparece, pero se sabe, en esa realidad, su presencia. Al otro lado, una nebulosa masculina. Algo de nervios, la respiración intranquila. Un fondo negro, iluminado desde arriba por cuatro focos teatralmente dirigidos. Un largo mesón, unas botellas y vasos borrosos. No hay palabras. Todo ocurre rápido. Despertar anticipado. Está bien. Es la primera vez. Volverá a pasar. Siete veinticuatro.

2
Señor, dígame en que consiste… Bruscamente despierta del sopor. La oración que balbucee en este momento es crucial. Silencio como en los cementerios. Articula una respuesta en el sentido exactamente requerido, efectuando las distinciones exactas, señalando los conceptos exactos, con las palabras exactas, la entonación exacta, las comas exactas, los acentos exactos. Cómo no lo hacía desde hace, se imagina, unos treinta minutos, demuestra el máximo nivel de conocimiento. El ideal. Está bien. El mismo anciano con ojos achicados por los lentes, suficiente señor, una figura femenina corpóreamente ausente, pero presente, una boca pronunciando esas palabras que todavía repercuten en su cavidad craneal, igual que las maquinalmente emitidas, las luces, el mesón, las botellas. El ser inerte desciende, aún confuso, absolutamente ido. ¿Que te pasó? Estabas como dormido, parecías un muerto. ¿Cuánto tiempo estuve ahí? Una hora. Estaba muerto. Desperté al menos, a tiempo. Las palabras entraban en mis oídos, pero no sonaban. Era como tener dos grandes conchas tapándomelos, que me llevaban a ese profundo mundo submarino. No me acuerdo de nada, absolutamente nada. Una hora. Una hora y no existen más que uno o dos minutos. Lo único que sé es que salí del agua de golpe, justo antes de que se me llenaran de agua los pulmones, una milésima de segundo antes de ahogarme. Y hablé. ¿Terminó? Cuatro veintiocho.

3
Los brazos, amarrados, como en los hospitales para retener a los locos, a los que desvarían con violencia, que quieren huir de esas camillas, de esa cárcel de blancas cortinas, de blancas carceleras y sábanas. Pero no está desnudo, ni con esa media toga que deja semicubierto todo el dorso, desde la espalda hacia abajo. Tampoco está acostado. Sentado, como en la silla eléctrica, aunque no viste el traje a rayas. Un traje si, arrugado entre esas correas. Los brazos atados a los brazos de esa silla, tomándose con las manos por la punta de ellos, fuerte, como si se le fuera a arrancar. Cuantos antes se habrán posado en ese trono, sobre ese cadalso. Por los pies, torcido, enredándose a las patas de la silla, para no caerse. Rígido, inmóvil. Ahogado por su corbata. Seis doce.

4
La voz vacilante, los vocablos proyectados, maquinalmente, el cerebro adormecido y fundiéndose, cayendo en un sopor y despertando. Los pies pesados, los brazos amarrados, la boca cosida, el anciano, la mujer, la otra boca, las palabras proferidas y su eco mudo, el eterno mesón, la botella, los vasos, las palabras repican en mi cabeza, como campanas, rebotan en las paredes, en el techo, me aíslan, no existe nada más que esas palabras, nada más que esas presencias borrosas, severas auscultándome. Me hundo, profundo, con mis zapatos de concreto. Mis brazos no son suficientemente fuertes. Es como estar sentenciado a pena de muerte, está a punto de cumplirse, la soga de seda está en el cuello, apretada, no tensa, todavía. Detienen la apertura de esa pequeña compuerta bajo mis pies. Al fondo, está oscuro. Tome, hace bien. Bebo un diminuto vaso de agua, al cual me aferro con ambas manos. Cristalino, el líquido refulge. Otro. Un dedal inagotable, con las dos manos. A mis espaldas todo es cálido, mi cerebro se entibia, hierve, mis manos liberadas, cavo mi trinchera, levanto mi atalaya, espero, blandiendo palabras me defiendo.