domingo, 18 de julio de 2021

Trenzas (fragmento)

El ocho de marzo fue, hasta este futuro desde donde escribo, el último acto masivo y público desde el dieciocho de octubre de dos mil diecinueve, el 18-O, y, aunque no tenía en su origen nada que ver con las causas de este, es, o era, difícil separar las cosas. Esto no se trata del 18-O. Se trata del ocho de marzo y de aquellas cosas que convertimos en invisibles.

***

Como casi todos los días hace veinte años, bajo por Providencia. Aunque se ven algunas mujeres con pañuelos verdes y morados, son pocas y podrían estar tanto yendo como retirándose después de la marcha, que ya lleva más de tres horas. Nada cambia hasta Eliodoro Yáñez, donde la avenida está cerrada. De a poco son más mujeres las que caminan, prácticamente todas por el Parque, hasta Seminario o Salvador. El primer atisbo de marcha aparece a la altura del Café Literario, en el monumento con forma de tajamar que hay bajo una gran encina. Ese lugar sobre Providencia, como una pequeña ágora junto al estacionamiento que se abre atrás, rodeado de pimientos y jacarandás, se ha convertido en un escenario típico desde el dieciocho de octubre a la fecha. Casi a diario un grupo de música tocaba a todo volumen un repertorio de música política, justo al frente, desde un cuarto piso de un edificio vecino. Al otro lado, algunas mujeres se reúnen mientras una banda toca batucadas y canta algo que no me detengo a distinguir. La mayoría avanza hacia Plaza Italia entre los árboles y puedo seguir en la bici sin problemas hasta la altura del Museo de los Tajamares, o lo que queda de él: antes subterráneo, hoy es un sitio baldío, sepultado por obra de la Intendencia o la Alcaldía, secuela del estallido. También abundan vendedores ambulantes, sánguches, fajitas, hand roll, cervezas y merchandising variado del Perro Matapacos, bandanas multicolores, serigrafías combativas y revolucionarias. Todo se mezcla con el 18-O. Es casi lo mismo que cada manifestación -cada viernes o cualquier día de la semana -desde octubre, con una diferencia sustancial: no se ve ningún hombre, todos han obedecido, o sido relegados por sus respectivas parejas. He llegado a la tierra de las Amazonas, y no es una isla, como dicen los mitos que pretenden justificar la hegemonía masculina desde tiempos inmemoriales. Hay otra diferencia enorme: Plaza Italia no es, como durante los últimos cinco meses, un campo de batalla, no se percibe ningún tipo de violencia. No hay barricadas, amenazantes cobradores de peaje, personas ocultando sus identidades, miembros de carabineros, humo ni me arden la garganta y los ojos por los gases lacrimógenos, aunque más tarde me enteraré que desde temprano rociaron a las asistentes, pero resistieron y no se dejaron diluir. Desde ahí al poniente las calles de Santiago están, literalmente, abarrotadas de mujeres.

Todo es pacífico, pero estoy alerta y tenso. Trato de no mirar a ninguna directamente, me siento un invasor y la prohibición de asistencia masculina sigue vigente, pese a la hora. Hacer contacto visual podría ser considerado una falta de respeto. Así que voy rápido, esquivando torsos en la bici y luego a pie. Avanzo tan invisible como preveía, directamente por la Alameda, bajando junto al gran edificio del Centro Cultural Gabriela Mistral. Todo está lleno de colores y cuerpas, vestidas, pintadas, semi desnudas, desnudas, de todas las edades, aunque en su mayoría grupos de amigas, jóvenes de entre veinte y cuarenta años. Ocasionalmente hay madres con hijas, abuelas, o solas. Deben hacer unos treinta y tres grados y no existe la sombra de nada, a las dos y media de la tarde el sol entierra todo en el piso de cemento. El colorido y la enorme variedad de capuchas, los cánticos y sonidos de tambores dan un aire festivo, pero también guerrero. Es un carnaval que recuerda esas fiestas que se desparraman por el altiplano, con brillos y lentejuelas, pero no es un espectáculo. Es privado y solo para ellas o, en el caso del resto -hombres heterosexuales-, ser presenciado a distancia, por medio de fotografías o pantallas, muy de lejos e intocable. Días después una amiga me contó cómo sentía, mientras un fotógrafo disparaba en frente de una de las coreografías, rabia por la presencia de esa persona, invasora, no invitada, aprovechándose de sacar fotos de algo para lo que no tenía permiso, que no era para él.

***

Una vez más, me devuelvo hacia el norte, hasta que logro llegar a La Moneda, rodeándola varias cuadras hasta San Martín y subiendo por la Alameda, igualmente llena, solo de mujeres, en la calzada sur, hasta Teatinos. En el camino, con la bicicleta junto a mí, se escuchan cantos dirigidos a los hombres que están en el lugar, “fuera los machitos” y “los pololos pa’ la casa” son los más típicos. Envuelven cierta sorna pues no son disparados al aire, van teledirigidos a hombres intrusos que acompañan a alguna mujer y sin duda se sienten interpelados. Sigo invisible. Enfrento Palacio desde Paseo Bulnes con Padre Alonso Ovalle. La bandera chilena enorme flamea contra el cielo pesadamente, bajo un viento que apenas se la puede, como dentro de una marea invisible. Me detengo un momento. A unas cuadras de distancia escucho la marcha, pitos, aplausos, y veo avanzar pancartas y cabezas, con Palacio, la bandera y el cielo como telón de fondo, sobre un punto de fuga circundado por edificios gubernamentales en cuyas paredes todavía se observan balazos, petrificados ahí desde golpe de Estado. Imagino la casa de gobierno como un monumento abandonado, vacío y triste dentro de los cercos que la aíslan hace meses, junto a tantas mujeres, cantos y colores. Pocos meses atrás se podía atravesar como si fuera una más de las galerías de Santiago Centro.

***

Subo hasta calle Zenteno, donde las marchantes gritan cánticos a carabineras abstractas, recordando la cercanía de un cuartel que hay en los edificios aledaños. “¡Puta! ¡maraca! / pero nunca Paca”, algo que parece decir “Paco sexy paco sexy” o “Paco perkin, paco perkin”[1], “¡Paaaaaco, conchetumaaaaare / asesiiiiiino igual que Pinocheeee!”, rezan algunos. En una esquina, dos carabineros sin casco, apoyados en sus escudos de acrílico reforzado, sonríen a los grupos de mujeres que pasan. No parecen risas burlonas, ni esas de psicópata que se han visto en algunas fotos divulgadas desde el estallido. Tampoco son guardias del Palacio de Buckingham, a veces no queda mucho más que reírse un poco, si eres blanco de insultos sistemáticamente durante meses. La mayoría canta y pasa con indiferencia, algunas hasta saludan o sonríen de vuelta, pero algunos, sobre todo hombres, denuncian esas sonrisas como si fueran de hecho las de un psicópata. “¡Asesinos culiaos!”, “¡Pacos culiaos!” “¡que se ríen asesinos conchetumare hijos de la perra!”, gritan, con verdadero odio. A lo largo de la calle, hay un zorrillo, un bus, una furgoneta y otro automóvil. Me fijo en lo que ocurre dentro del zorrillo, cuya puerta estilo caja fuerte está entreabierta. En el pick up achatado y oscuro se alcanza a distinguir un envase rectangular de aluminio, tapado, una cuchara desechable y las piernas acorazadas de un tortuga ninja. ¿Cuál será el almuerzo? ¿porotos con riendas, una chuleta con puré, unas humitas con tomate? Más atrás se ven los cilindros, mangueras y llaves del gas que expele el zorrillo. Y un desorden como de mesón de taller mecánico, grasoso, lleno de piezas metálicas viejas o nuevas, tornillos, restos y herramientas. Afuera, dos chicas perrean junto a la luz delantera derecha, bailando hasta abajo y chocándose las nalgas con las manos en la cabeza y gestos eróticos. Se escuchan unas piedras impactar contra el zorrillo y más insultos. Mientras fuerzas especiales almuerza, una chica enmascarada en felpa púrpura y los senos descubiertos se acerca y le hace un twerk, azotando con el culo la parte frontal del capó enrejado, como si se fornicara al zorrillo. Se retira cantando, alentando la marcha con el brazo en gesto de barra futbolera, y una botella de cerveza estalla contra el auto por el lado del chofer. Cientos de astillas de vidrio verde salpican hasta el otro lado y se desparraman a mis pies. Desde adentro, el carabinero habla por altavoz, pidiendo que no lancen objetos ni afecten la calma de la marcha, advirtiendo que de lo contrario van a tener que actuar. Es evidente que ninguno de los carabineros que están ahí, a menos de cinco o diez metros, quiere realmente actuar. Unas piedras no lo merecen y es horario de colación. Después del botellazo me alejo un poco de la esquina y alcanzo a ver lo que ocurre en la furgoneta, de esas para doce o más pasajeros, unos metros más retirada en la vereda opuesta. En la parte de atrás, con las compuertas abiertas, cuatro carabineras de las Fuerzas Especiales esperan o solo descansan. Dos están sentadas adentro, una en el tapabarro y otra, de pie, se apoya en la puerta abierta. Llevan botas, rodilleras, protección toráxica y coderas. Tres whatsapean o miran sus celulares mientras conversan. La que no lo hace, sentada en el interior, está trenzando el pelo de una de sus compañeras, la del tapabarros. No la trenza básica que podría hacer un hombre, de a tres, esta es de las difíciles, de espiga o de cola de pez o francesa, densa y firme. Observo a las demás, una lleva una cola gruesa, negro azabache, trenzada a tres cabos que le llega hasta el final de la espalda, rígida y perfecta, una soga que podría amarrar un buque a un puerto. La otra lleva el pelo tomado como cola de caballo, espera su turno. La primera afirma cada mechón con delicadeza y pasa los demás por encima y por debajo, al ritmo pausado que requiere trenzar, cuidando no soltar ninguna de las partes de pelo, ninguna hebra de seda. Sus caras están completamente despejadas y llevan lápiz labial en un tono rosado suave o granate. Conversan y chatean. Quisiera saber de qué hablan, sobre cómo hacerse trenzas, de las citas que tuvieron el viernes o el sábado, los útiles escolares que compraron para el primer día en el colegio o en el jardín de sus hijos, de sus hermanos, la enfermedad de algún pariente, cómo van a cubrir los gastos de este mes. ¿Qué pensarán cuando les gritan “¡puta, maraca / pero nunca paca!”? ¿O “¡la paca, jalera / no es mi compañera!”? Quiero registrar estos instantes en fotografías, esos espacios breves y al margen de las protestas, la fuente de aluminio con porotos, una mujer haciendo un peinado a otra en la hora de almuerzo. La foto pareciera ser el mejor medio para ese registro y aunque no tengo cámaras profesionales, sí llevo una en el bolsillo. Pero no saco fotos, mi celular es mediocre, tiene varios años de uso y cámara con tufo, como dice un amigo. Me acerco y les pido permiso para sacarles una foto. Los segmentos de la trenza azabache de la que está afuera destellan bajo el sol, ardiente entre los edificios de cemento y los nulos árboles. Me miran raro y siento vergüenza, quizás si fuera fotógrafo me costaría menos preguntar para acceder a esos lugares íntimos, aunque no les importa que se las tome, están acostumbradas a que les saquen fotos. Desde el 18-O han sido objeto de tantas fotos que buscan delatar algún procedimiento incorrectamente aplicado o ilegal, en el afán denunciante y lleno de policías morales que hoy invade todos los espacios, alentado por las ganas de viralizarse, de convertirse en caza noticias, de ganar unos likes, que ya les da igual. Les saco una foto a media distancia. El zoom de mi celular no alcanza a mostrar los detalles que me interesan, estoy a contraluz y el brillo a las tres de la tarde es implacable, la imagen está llena de manchas. Es pésima. Me devuelvo y les pido sacar una foto de cerca, pero eso, me dicen, no se puede. Las manos trenzando, las líneas de los dedos, el barniz de uñas avanzado, un pedazo de ropa verde, los apellidos pegados al uniforme con velcro. Cabello y manos, nada más. No voy a regresar, ya tengo todo registrado. Tampoco importa, las fotos no revelan el calor, el olor ni el sonido. Para mirar no necesito pedirle permiso a nadie, aunque sea lo que ocurre tras la puerta blindada del zorrillo o en la parte trasera de una van de carabineras. Como esas mujeres descansando, hablando de su día jueves o viernes o sábado, peinándose, haciéndose trenzas que van a quedar bajo un casco o una gorra, que van a llegar a desatarse a casa, antes de abrazar a sus hijos o conversar con su madre, cuando bajo el chorro de la ducha se quiten la sal de los gases, cervezas, escupos u orines, todo lo que cabe en una bomba de agua o de pintura, y la transpiración después de un mal día en el trabajo.

[1] Lo segundo parece más correcto. Perkin refiere a una persona sumisa, un empleado o súbdito de algún maleante con más poder, alguien novato o débil.

domingo, 20 de junio de 2021

Obras (cita dieciocho)

-¿Conservar? ¿Encerrarías en un frasco los rayos del sol?

-No serían buenas obras de arte.

-¿Bueno, malo? -dice Matías-, ¿qué clase de vara es esa? A lo sumo se dice esto me gusta, esto no. Ahora prueben este mint julep y díganme si no es arte.





                                                                              Las artes de la respiración.

sábado, 2 de mayo de 2020

La más linda del desierto


Sobre el extenso y seco desierto, un montón de flores discutían arduamente cuál era la más importante y bella de todas. Hablaban, hablaban y hablaban mientras sus voces se mezclaban con el zumbido de la brisa por la tarde, llenando el espacio vacío.

¿Viste la última persona que me vino a sacar fotos? Su cámara era la más grande, dijo el Borlón de Alforja.
No, era más grande la mía. Y a nosotras nos cortan en enormes ramos para mostrarnos en la capital; mi familia está completa adornando el living de una casa, contestó la Astromelia.
A ver. Están muy equivocadas; al desierto la gente viene a sacarnos fotos a nosotras, dijo la Celestina.
No, a nosotras, nuestro fucsia, levantó la voz la Pata de Guanaco, es mucho más impresionante que tus pétalos, teñimos el desierto y somos la postal que recorre el mundo.
Ay, por favor, no, no tienen idea, replicó la Oreja de Zorro, yo me arrastro y extiendo mis redes entre la arena para cazar. Vienen a verme a mí, la única planta carnívora.
¡Pero si eres muy hedionda!, respondió la Añañuca.
Tú calla, mejor, que apenas apareces, contestaron a coro los Suspiros; nosotras sí que hacemos del desierto florido lo que es. ¿No ven cómo vienen a mirar nuestros mantos nevados que se extienden por los montes? Mantos de Añañucas no se han visto jamás.
Claro, claro, como si ustedes sirvieran para algo. Nosotras somos alimento y nos vienen a buscar abejas y colibrís para tomar néctar, dijo el jugoso Terciopelo.
 ¡Silencio!, se escuchó rugir a la Garra de León. ¡La gente me viene a ver a mí! Yo sí que soy el verdadero milagro de este lugar. Mi gruesa liana nace de la roca misma y mi enorme puño ensangrentado chorrea entre las piedras y la arena. ¡Miren, ahí vienen! Fíjense cómo la gente se para por horas a contemplarme.

El viejo Cactus presenciaba todo esto, suspirando aburrido. Cada tantos años tenía que escuchar hasta agotarse el cacareo de las flores. Su voz se elevó lentamente con el viento de la tarde y se hizo escuchar rebotando de cerro en cerro, de loma en loma, de quebrada en quebrada.

¡Otra vez lo mismo! Cada vez que pasa esto tengo que aguantarlas; por favor, un poco de respeto, este es un lugar de silencio, de calma. Y ustedes no paran de hacer alboroto. Les voy a decir la verdad: ¡en dos semanas van a estar todas secas y muertas! ¡Sí, muertas! Y yo voy a ser el único que siga aquí parado, resistiendo el sol, el frío, la poca lluvia, el polvo que levantan los autos de los hombres. Voy a cobijar a los pájaros y los lagartos y los mismos insectos que creen haber llegado al paraíso y se decepcionan cuando esto vuelve a la realidad y parece un país bombardeado, lleno de tallos y flores muertas en el suelo, palos, piedras y arena. En dos semanas nadie las va a venir a visitar y quedarán enterradas quizás otros treinta años, hasta que caiga algo de lluvia que las resucite. Solo voy a estar yo.

El viento había cesado y por un momento se escuchó el silencio de la pampa. Las flores quedaron consternadas y tristes: nunca habían pensado en que apenas vivían un instante. Notaron cómo sonaba el espacio cuando ellas no estaban. Pero esta impresión se les pasó rápido, volvió la brisa y de a poco retomaron la discusión. Otra vez se escuchaba su rumor en el desierto.





domingo, 24 de noviembre de 2019

Naranjas.

Hernán amaba las frutas. Comerlas era de los momentos placenteros que encontraba en sus días, se relajaba y el resto se volvía secundario. No las que vendían en el supermercado, esas eran, además de estéticamente tristes -sobras de calidad mediana, cosechadas en verde, la de primera se iba probablemente a Estados Unidos o Europa-, insípidas. Las compradas en el borde de algún camino o en la feria, eran superlativas, tal vez no siempre en aspecto, sí en sabor y precio, y mucha gente se perdía día tras día la posibilidad de deleitarse con fruta real, como les decía. En los matrimonios siempre comía en el postre, piña y frutillas. Pero ahora iba a comer naranjas.

Adoraba las naranjas, y las que tenía en el refrigerador eran perfectas, grandes, jugosas y dulces. Tomó una y, sirviéndose de un cuchillo dentado, cortó ambas tapas y trazó varios cortes longitudinales poco profundos, que penetraron solo hasta donde llegaba la cáscara, delgada, no como esas fraudulentas que engañaban sobre el contenido de la fruta, igual de decepcionantes que una palta de cuesco enorme. En sus pensamientos solo había lugar para ese instante, se dejaba llevar por la textura de la fruta en sus manos, algo de jugo que escurría y el aroma colándose por sus narices. Dejó el cuchillo y retiró los trozos de cáscara uno a uno, intentando quitar la mayor cantidad posible de albedo, la piel blanca y suave que quedaba pegaba sobre los gajos, hasta tener una esfera completa en tonos blanquecinos y anaranjados. Cuando niño, tomaba los gajos y los apretaba apuntando hacia un fósforo encendido, haciendo crepitar los microscópicos aceites que albergaba. Sacó algunos excesos y enterró desde abajo su dedo gordo derecho, penetrando en la cavidad que quedaba al interior de los gajos, hasta abrirla por la mitad. Un leve placer lo recorrió mientras retiraba el nervio y la cáscara que se metían por el ombligo en la parte superior, y despegaba los gajos uno por uno. Estaba absorto, era una cuestión primitiva, pero estaba en éxtasis ante la expectativa de comer esa fruta. Se dio tiempo incluso para retirar delicadamente trozos de la epidermis que cubría los gajos, dejando a la vista secciones únicamente con celdillas apenas unidas que quedaban la vista como en una autopsia. Tenía una decena de brillantes pedazos de naranja ante sí. ¿Era tan perfecta la naturaleza como para reproducir en cada fruta un ejemplar con la misma cantidad de gajos? ¿Contenía cada gajo la misma cantidad de celdas llenas de pulpa y jugo y sucralosa natural y moléculas ácidas? ¿O eran los avances de la experimentación y modificación genética? No tenía la menor idea de la variedad de fruta que tenía al frente, podía ser una Washington Navel, una Barnfield Late o una Navelina, no importaba. Dejó todos los pedazos sobre el plato salvo uno, que se metió a la boca y masticó despacio. No estaba fría, era fresca, perfectamente temperada en el refrigerador, turgente, dulce, se deshacía contra su lengua y su paladar, con los ojos cerrados sentía estallar cada celda, el jugo deslizándose por las encías, bajo la lengua y escurriendo por la garganta. Se metió dos pedazos más a la boca. Recordó que su refrigerador todavía estaba lleno de ellas, además de chirimoyas y plátanos. Por ahora, solo comería una naranja.


lunes, 6 de mayo de 2019

El lomo y el bife


         Sobre una parrilla, descansaban dos jugosos pedazos de carne.
        
         –Qué calor que hace acá, ¡ya no aguanto más! –le decía el más gordo al otro, más delgado, pero amplio, abierto por el medio y expuesto como una mariposa.
     –Me muero del calor también pibe, estoy transpirando como caballo de carreras, ¡que se acabe luego, por favor! Mirá cómo se me chorrean los jugos. Cashémonos, que vienen los humanos.
        
       Se acercaron dos hombres: camisa arremangada, anteojos de sol y blue jeans. Parecían uniformados.
        
         –Esto es lo mejor –decía uno apuntando al más flaco –bife de chorizo, traído directo desde Argentina. ¡Cómo sabemos de asado al otro lado de la Cordishera!
       –¿No que el bife de chorizo es lomo liso, pero cortado para el otro lado y abierto por el centro? La carne chilena es bastante buena, y de asados, hablamos menos pero acá se hacen igual de ricos... y abierto así, el bife, se te seca.
         –¡No nada que ver! Ashá tenemos unos cortes, fijáte, matambrito para empezar picando, butifarra y morcisha para aliñar otro poco, el chimichurri para el sabor, la malasha, el vacío, ojo de bife, el mismo bife de chorizo… de escucharlos me da hambre. Andá a pararte al lado de una parrisha, vas a ver cómo te corre la saliva de solo mirar. En cambio, acá, lomo, filete, sobrecostilla y choripán. Papas masho, ¡ponele ensalada rusa y te ganás una estrella Michelin! De nombre se salva solo el huachalomo, pero en sabor es el que se queda corto. ¡El condimento lo ponemos ashá desde la denominación, che, eso es lo que les falta a ustedes, el cachengue, el cuento! ¡Hay que ponerle condimento desde la presentación a la vida!
         –No sé, acá vivimos más callados y sin tanta fantasía. Vamos a lo concreto, carbón en vez de leña, empezamos a las 2 y a las 3 estamos sentados comiendo. Y el asado es rico igual, cortado así o asá, es carne y grasa. Porque no vayas a creer que la grasa nos falta eh, che. ¡Ahí está el sabor, en lo básico! Qué importa el nombre, si al final terminamos todos sentados a la mesa, o por donde se le pasa el cuchillo al corte, lo importante es saber servirse la vaca.
        
         Los pedazos de carne escuchaban atentos esta discusión, botando jugos que hacían tssss tssss mientras se evaporaban sobre las brasas al rojo vivo.
        
         –¿Y tú, Che Chorizo que dices, sales más rico que yo?
         –Y viste, que se sho, miráme acá, todo derretido, esperando que nos hinquen tenedor y diente. Vos estás igual, un poco más gordo pero en el patíbulo al fin y al cabo. Mejor no preocuparse de pequeñeces y disfrutar lo que tenés al alcance de la mano, bife de chorizo, lomo liso, ensalada mixta o chilena. Si al final igual nos meten el cuchillo y…
        
         En eso iba el bife, cuando el Hombre lo apuñaló con un tenedor enorme y alargado, sacó de la parrilla rápido y con un empujoncito de cuchillo lo dejó en una fuente de greda llena de otras carnes y embutidos, sangrando agonizante. Apenas, saludo a su efímero vecino.
        
         –Y, ¿qué tal Negro Prieta, cómo estuvo el sauna? Te ves bien así, bronceado y abierto. ¿Listo para el ataúd de miga y el mausoleo dentado?


* * *

jueves, 7 de marzo de 2019

R.

Un tomate, el río y tu recuerdo.

Un tomate
Flotando mancha roja a la deriva
Río abajo.
¡Qué productivas las mañanas junto al río!
Como tus labios carmines
Tu boca de fruncir corrido
Y lengua incesante, generosa
En las palabras, las ideas y los gestos,
Aguda y cultivada.
Debiste nacer argentina
Y no repartirte en este país mezquino,
En el habla y en el corazón,
Lleno de cabezas gachas
Y cejijuntos.
Prodigosa y entregada,
Como tu nombre
Levanta las mañanas en invierno,
A ratos mal hablada
La abstemia para ti tormento dominado
de placeres nunca retirada,
gozadora y pocas veces sosegada,
Ni por Nietzche ni Lacan,
dispersa intelectual.

El viento solo azuza el fuego
Como desperdiga besos tu boca
Besos caídos al olvido
Malpreciados, bienhabidos.
Nunca demasiado corto el vestido
Nunca demasiado bueno el partido
Ni ingenieros
Ni canutos
Ni filósofos
Ni artistas
Todos alguna parte suya a ti han vendido
Engañosos comerciantes
De amistades y amoríos,
Sin saber ser ellos los medidos
Por tu rigorosa lanza de Atenea,
rapaz lechuza albina,
de suave porcelana,
Y ojos asesinos.

Ni hombres ni dolores te hacen falta,
Ahí aparecen los amigos
Los cigarros y un buen vino
O algún libro, otro amigo.
Unos y otros,
Pasajeros,
Van igual marcando tu camino,
Como aparece
Tu recuerdo
Junto al río.

jueves, 24 de enero de 2019

El desierto no tan florido

Grises hablaban dos cactus
Asoleándose un poco torcidos
Firmes sobre la ladera
De un monte casi florido.

Lo demás eran puras piedras
Y restos de animalillos
Que partían en sus tallos
Y se extendían al infinito.

¡Hay que es injusta la vida!
-Dijo el más jovencito
¿Por qué todo el crédito llevan
Las flores y sus pistílos?

Bueno si son llamativas
-contestó el más resufrido
La Gente no busca paseo
Si no hay algo bien bonito.

Sí sé que somos bien hoscos
Pinchudos y descoloridos
¡Pero, Tata, llevamos
Acá parados más de un siglo!

Aguántate otros cien años
Y más de un desierto florido
Vas a ver que las fotos,
Se las llevan Añañucas y Suspiros.

No entiendo viejo, no entiendo
Pero es como si no existimos
¿O acaso será que pal hombre
No somos bastante bonitos?

No importa chiquillo, no importa
Mejor sigue atrapando, con tus brazos el rocío
Ya llegará un pajarito
A anidar bien agradecido.

Verás que tenemos espinas
No para hacernos los lindos
Y que en vez de eso aguantamos
En el desierto calores y fríos.

Así, cuando pasen las flores
Y quede todo baldío
Nosotros seguiremos firmes
Dando sombra y abrigo.





viernes, 28 de diciembre de 2018

Nísperos

  Junto al camino que iba o venía hasta su casa, Carlos pasaba junto al Níspero. En primavera veía sus frutos naranjo pálido arriba, más allá del alcance de la mano, mientras pensaba cómo podía cosecharlos. Le encantaba pelarlos con paciencia antes de sentir ese sabor levemente ácido y textura aterciopelada. Encontraba además cierta dignidad, pese a su humilde aspecto de plumero desarmado, en ese árbol de tronco flaco, perdido entre acacias y enormes plátanos orientales, cargado de frutos que no abundaban en los supermercados y, en cambio, alimentaban en silencio a dueños de casa, parientes y a veces también a algún peatón, cartero o repartidor de diarios, como un recuerdo de lugares en que las frutas se podían tomar solo con empinarse un poco y estirar el brazo.

  Llegado el verano, los frutos ya estaban arrugados y llenos de manchas oscuras. Tendría que esperar al año siguiente una vez más.

  Durante el otoño, comenzaba a armar su plan, hasta que pasaba el invierno y veía cómo aparecía el primer germen de los frutos, aún verdes, anunciando que faltaba poco para comer nísperos otra vez.

  Podría venir con una escalera y los recojo, pensaba.
  O tocar el timbre y preguntar si pueden regalármelos. Son muy complicadas las personas que viven ahí, le habían dicho, ni se te ocurra molestarlos, una vez hasta llamaron a la policía porque los taxistas se estacionaban al frente, y otra porque unos maestros aprovechaban el fresco para dormir una siesta en febrero. Pero si no voy a tapar la vereda ni usar el pasto ni la sombrasolo quiero ir, tocar el timbre y preguntar, ¿qué va a pasar?, pensaba Carlos.
  No, voy a venir de noche con la escalera.

  Los frutos no esperaban y otra vez se estaban coloreando. Eran de los más grandes que había visto.

  O podría inventar una caña larga con un gancho para bajar las ramas y tomarlos. ¿Y si quiebro el árbol? ¿Y si me pillan y llaman a la policía?
  Mejor, toco el timbre y pregunto.

 Ya estaban otra vez maduros, los nísperos, arracimados en un lugar que parecía inalcanzable. Este año sí que voy a traer la escalera, se decía Carlos cada vez que pasaba nuevamente junto al árbol.

  Pero los nísperos se quedaban ahí, en sus racimos de colores, arrugándose.

  Qué desperdicio, pensaba Carlos. Cada año que pasaba, volvía a fraguar su plan perfecto para cosechar esos nísperos que debían ser deliciosos.

  Y así pasaban los veranos, los otoños, los inviernos, las primaveras. Y Carlos seguía viendo los nísperos añejarse, soñándolos mientras maduraban, soñándolos cuando colgaban maduros. Mientras, él pasaba del colegio a la universidad y después de la universidad a su primer trabajo, pero no por eso dejaba de pensar en cómo recogerlos.

  Hasta que una tarde, caminando a casa de sus padres, Carlos se dio cuenta que, donde antes estaba la casa, había un gran edificio. Y donde estuvo el Níspero, había un pedazo de pasto duro, reseco y amarillento, un montoncito de tierra y el asomo de un tronco cortado a ras de piso.  
Resultado de imagen para nísperos

lunes, 15 de enero de 2018

Adelina, viuda de Elvis Presley



Venía desde La Serena, viajando en un bus casi vacío hacia Santiago, que no era su destino, pero donde tuvo que hacer una escala de dos horas. Iba a Valdivia, a juntarse con su primer pololo, que hace diez años la había buscado hasta encontrarla. Adelina, así supe se llamaba cuando el asistente de la compañía de buses le preguntó sus datos, cargaba una bolsa aislante con una merienda para el viaje de más de veinte horas.
                
***

Iba con sandalias, le colgaba un signo Om del cuello, usaba anteojos y el pelo liso, de un tono entre café y colorín, le llegaba hasta los hombros. Los años la habían engordado y, junto al implacable sol nortino, llenado la piel delgada de finas arruguitas, aunque no le habían tocado el talante. Nuestro bus era más cómodo que el que le había tocado en la Serena, no teníamos a nadie delante y los asientos aún estaban mullidos. Pero ella no se queja del bus que la llevó hasta Santiago y, en cambio, recuerda que, después de un terremoto por ahí por el sesenta y cinco, vivió junto a otros profesores durante cinco meses en un bus. Se acuerda que su casa era el asiento treinta y dos y de lo bien que lo pasaban, todos adentro de una micro.

***

A él lo conoció a los trece años, en el internado de La Serena, donde llegó después del terremoto de Valdivia, enviado junto a un grupo de estudiantes cuyo colegio eran escombros sumergidos.
Hoy ni ella tiene muy claro qué nombre ponerle. Sugiero que le diga su pololo nomás, pero no parece convencida.

***

De segundo de humanidades pasó a la escuela normal. Ya sabía lo que era portarse mal y sacarse notas dos en clases, así que, retrasada un año, estudiaba más que los demás y pudo sacar las materias, que para los normalistas comprimían dos años en uno. Le bastaba un tres para aprobar, me cuenta. Y que, tras terminar quinto y sexto de humanidades, lo que sería lo mismo que tercero y cuarto medio de hoy, por dos años más estudiaba preparándose para ser profesora.
No sabía mucho de los normalistas, pero me habían enseñado matemáticas y castellano algunos años en el colegio y había podido escuchar a otros, por la televisión o tal vez también en trenes o buses regionales, y siempre irradiaban algo especial por haber sido parte de ese extinto cuerpo docente. Hablaban de la Escuela Normal y de ser profesores normalistas con alegría y orgullo, igual que lo hacía Adelina.

***

Hace poco había hablado por primera vez con un hijo de él, quien no podía creer lo que le pasaba a su padre, convertido en un cabro chico y que no se aguantaba a la llegada de ella. El mismo nervio que debe haber sentido cuando, reconstruida la escuela y de vuelta en Valdivia, le mandaba una carta cruzando Chile de sur a norte, y esperaba la respuesta de ella. En el internado, esas cartas eran famosas y pasaban de mano en mano para soñar con algún enamorado o ser plagiadas y convertidas en impostoras, pero eficaces, declaraciones de amor. Pese a la correspondencia, sin embargo, cada uno hizo su camino, me dice.

***

Entre medio, pasaron más de cincuenta años.

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Recién salida de la escuela normal, llegó a enseñar a la escuelita pública de Zapallar. Era la única profesora además de la directora, una vieja al borde de la invalidez que había falseado el registro de alumnos indicando que eran treinta en vez de catorce, para que el Ministerio le mandara una profesora más. Y le mandaron a Adelina, a sus frescos veinte años, con la piel dorada por el sol de La Serena, trigueña de ojos claros. En dos meses había dejado descansar a la directora y tenía leyendo a los catorce hijos de pescadores que asistían a la escuela. Al año siguiente, sí eran treinta alumnos. Al tercer año, más de cincuenta. Por el litoral se había corrido la voz de que había una profesora nueva, joven, bonita y simpática, que hacía leer a los alumnos en dos meses, así que llegaban niños desde Papudo, La Laguna, Maitencillo y hasta de Puchuncaví para aprender con ella, y apoderados para verla y conversarle.

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Cada fin de semana, caminaba diez kilómetros por la carretera junto al mar hasta Papudo para tomar el bus de vuelta hacia Los Vilos, y los Echeñique, los Larraín, los Matte, pasaban a su lado en camioneta levantando polvo. En cinco años jamás se detuvieron para ofrecerle un aventón.
No le gusta la gente rica, o al menos los ricos de esos que había ahí, en lugares como Zapallar, por eso nunca se compró un sitio o una casita, aunque habría podido.

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Amaba, en cambio, su natal Los Vilos. Me pregunta, como si fuera un pueblo fantasma, si conozco Los Vilos. Me parece casi obvio, pero luego, cuando me pregunta si conocía Zapallar, me doy cuenta de la suerte que tengo solo por saber muy bien donde estaba parado, mientras otros jóvenes apenas sabrían ubicarse en las calles principales de su comuna o su pasaje. Y evoco la imagen que tengo de la única vez que estuve ahí, un pueblo sencillo y plano, escala obligada en las rutas de camioneros, con una bonita costanera sobre las rocas del Pacífico. Lo único malo que tiene, me dice, es cuando sale el viento sur.

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A veces se juntaban en La Serena. Ahí era Adelina la que le mostraba, paseando como si fueran otra vez adolescentes, el Estadio La Portada, el gimnasio del equipo de básquetbol y la sede social, el internado, el parque de la avenida Francisco de Aguirre, la Plaza de Armas y la iglesia que estaba en pie desde la colonia. La Serena fue una de las primeras ciudades fundadas por los españoles y el centro mantenía un aire colonial y antiguo, pese a las ópticas, los locales de todo a mil y las tiendas de accesorios para celulares. Imagino a dos viudos paseando de la mano por esas calles de piedra. Esta vez pasarían varios días juntos en el sur y él le mostraría a ella los lagos y los ríos en que se había extraviado durante cincuenta años.

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Una vez, Adelina, había ido a la casa que conoció en Valdivia cuando pololeaban. Encontró solo arrendatarios y la noticia de que él trabajaba repartido por los pueblos más allá de la carretera Panamericana y su madre había muerto.
               
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No se hablan por whatsapp, me dice, solo por teléfono. Y también, todavía, se escriben cartas. Desde que se reencontraron en el 2010, él empezó a mandárselas otra vez y seguían siendo tan buenas como cuando tenían quince años.

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Antes todo salía más fácil en los colegios. Había que planificar una vez al año las clases. Después una vez al semestre, luego al trimestre y así. Ella llegó hasta cuando se hacía cada mes, pero ya vamos en que las clases deben planificarse a diario, y el tiempo se gasta completando formularios que hablan de objetivos generales, objetivos específicos y otras cosas que nadie lee. Solo tiempo perdido. Y las clases se convierten en una aburrida repetición de etapas en vez de dejar que la materia vaya aprendiéndose como venga, repetición que pagan los niños. Los profesores, al menos los de antes, tenían claro qué enseñar, a su manera, pero a fin de año todo se había pasado. La mitad del tiempo hacían clases, la otra mitad se organizaban y corregían. Hasta que llegaron la jornada completa, la carrera docente, la evaluación y las calificaciones, y los profesores empezaron a convertirse en evaluados, sin ser alumnos de nada. Con eso, cree, dejaron de disfrutar mientras hacían clases.

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“También fue un gusto joven, Adelina Astorga Hernández, viuda de Elvis Presley, para servirle”, se despide, riéndose de buena gana. Entiendo por qué se llevaba bien con los alumnos más difíciles, los chacoteros como les dice ella, cuando en la escuela de La Serena tenía que lidiar con cuarenta y cinco adolescentes mientras les enseñaba el castellano. Antes de eso, le hago una pregunta, tal vez la más importante de todas. “¿Y usted, en estos cincuenta años, se acordó de él?” “Todos los días”, me responde, “tengo todavía guardadas más de trescientas cartas que me mandó desde Valdivia a La Serena. Y él también tiene las mías”.