viernes, 30 de diciembre de 2011

Destino Sorata, uno.

El camino a Sorata empieza accidentado. Huimos de Copacabana, no la playa paradisíaca que aparece en los catálogos de las agencias de turismo, no el violento club en que Lola pierde a su amor en la canción de Barry Manilow. Dejamos un pueblo que hiede a cerveza derramada de tanto agradecer a la Pacha Mama, lleno de cholitas borrachas en las calles, orinando encuclilladas con sus coloridas faldas recogidas, con bandas de vientos y percusión que tocan ya sin ninguna coordinación, lleno de indígenas dormidos en la plaza. Acaba de terminar la celebración a la Virgen de Copacabana, un carnaval fastuoso al que viajan miles de bolivianos a bendecir sus automóviles y sus futuros con una extraña combinación de petardos, cidra de manzana y frailes. Peleamos por subirnos a un colectivo que nos saque de ese pueblo, lo logramos como hemos aprendido se resuelven las cosas en ese país atemporal que es Bolivia: una conversación rápida con el chofer, un regateo, y dejar las maletas en el auto como sea. Tener por destino Sorata, un lugar perdido en el tiempo y el espacio, perdido en los confines de la sierra boliviana, ya ha sido una cuestión totalmente fortuita, una parte improvisada de un viaje construido sobre improvisaciones, si es que existiera una construcción de ese tipo. Nos enteramos de la existencia de ese pueblo y sus maravillas en la Isla del Sol, perdida en la mitad del lago Titicaca, una tarde apacible después del almuerzo conversando con un grupo de argentinos que juegan truco y toman hierba. Entonces, terminada la fiesta de la Virgen, con las bandas, los bailes de chinos y morenadas, enrumbamos hacia Sorata en una furgoneta, destartalada como todas las demás.

En el primer furgón vamos rodeados de personas locales. Somos los únicos tres turistas, ya habituados a admirar los inagotables paisajes altiplánicos a través de las ventanas de cada vehículo al que nos subimos. Mientras nosotros miramos hacia fuera, como despidiéndonos para siempre del pueblo a orillas del Titicaca, uno de los otros pasajeros observa con detención como Camilo dibuja el paisaje con el trazo que ha aprendido en la escuela de arquitectura, en un cuadernillo de hojas amarillentas. A la salida de Copacabana se acaban las líneas rectas y los puntos de fuga donde Camilo afirma su dibujo. En la naturaleza reina un orden invisible al ojo humano, mucho más perfecto que cualquier creación civilizada. Mientras bajamos una suave cuesta serpenteante en dirección el estrecho de San Pedro de Tiquina, Camilo comienza a dibujar a las mujeres en los asientos que están al frente nuestro. Su vecino sigue mirando, igual de atento que nosotros el paraje que nos rodea, el croquis de Camilo. ¿Usted es artista? No, lo hago solo por diversión. Así comienza la conversación. Lo hace muy bien, debería ser artista. El boliviano habla español con un acento extranjero. Su verdadera lengua es el aymara o el quechua. ¿Y hacia dónde van? A Sorata. Nos dijeron que vale la pena conocerlo. Yo lo conozco, está hacia allá, dice el hombre apuntando unas montañas enormes que cierran el horizonte. Se ven tremendamente lejanas, como si fuéramos a demorar semanas en llegar. ¿Usted vivió ahí? Si, cuando joven vivía cerca y trabajaba en las minas. ¿Y era muy peligroso eso? Si, pero nunca nos pasó nada. Iba con mi compañero, incluso una vez encontramos una fuente de agua de la que nacía uno de los ríos que desembocan en el lago. Más importante que el mineral es encontrar agua, con ella uno se puede salvar. Nos iba bien trabajando en las minas, hasta que se hizo muy caro y no nos compraron más. En el camino el auto va recogiendo las personas que esperan en la orilla. Una mujer de largas trenzas negras sube con un becerro entre los brazos y se acomoda como puede mirando hacia atrás. Nos despedimos del minero, que se baja unos minutos después. No se ve ninguna casa en las laderas que nos circundan. Probablemente debe caminar un par de kilómetros por pastos secos y rocosos. Caemos en el letargo del viaje incómodo y monótono. Teresa apoya su cabeza en el hombro de Camilo; yo sigo contemplando el exterior. En la llegada a Tiquina hay una especie de club de yates. No todo en el altiplano boliviano permanece en la época inmediatamente posterior a la conquista española. Cruzamos el lugar más angosto del lago Titicaca en un lanchón descubierto. Las orillas deben estar separadas por unos ciento cincuenta o doscientos metros. Debemos volver a negociar para subirnos a otra camioneta que va llena. Primero convencemos al chofer de que hay espacio para nosotros, que nos podemos en el asiento de espaldera, como llaman al tablón con un montón de frazadas que se apoya en el respaldo del piloto y copiloto. Más tenemos que trabajar para convencerlo para que baje el precio. No puede ser el pasaje completo, si ni siquiera vamos en un verdadero asiento y tampoco vamos a La Paz, sino que nos bajaremos en un cruce a mitad de camino. Insiste en que no puede ser, que no es su problema como nos vayamos ni donde nos bajemos. Además el próximo transporte sale en una hora, que no estamos dispuestos a perder en el vacío del Titicaca. A pesar de que su posición es dominante, accede a llevarnos por treinta bolivianos, equivalentes a unos tres mil pesos chilenos. En realidad somos nosotros quienes accedemos a sus condiciones, pero de todas maneras logramos algún descuento, así es que estamos conformes, lo más importante es salir de ahí. En tres semanas nos hemos convertido en negociadores avezados. Al subir los pasajeros nos miran con mala cara, los molestamos a todos con nuestras enormes mochilas. En los asientos frontales a nosotros va una familia de hippies franceses. Los bautizamos Pierre, la Madame y las Petits, padre, madre e hijas respectivamente. Nuestra invasión en la espaldera, a pesar de que vamos casi en posición fetal, con las piernas flectadas sobre unas bolsas de papas y el roñoso neumático de repuesto que afirma el tablón, parece incomodar a toda la familia. Una de las niñas va hablando con su mamá, con cara de “cuanto falta”; la otra, más chica, va apoyada en su papa y parece más calmada. El camino es plano, muy alargado, con curvas suaves y rodeado de pastizales altos y una que otra plantación de papas o maíz. A la derecha se alcanza a divisar, como un espejismo, el lago de un color calipso, reflejando el cielo y las nubes esponjosas. La niña francesa, una adolescente aburrida de viajar incómoda y lejos de sus amigas, no ha parado de quejarse, mayormente de nosotros, en todo al camino y está al borde del llanto. Menos mal nos bajamos antes que estalle. Al hacerlo, Teresa se despide en perfecto francés de la niña taimada, deseándole el mejor de los viajes a ella y toda su familia con una sonrisa amable y socarrona. La petit se pone colorada de vergüenza, su hermana se ríe con ganas y los padres la miran como diciéndole “vez, nunca se sabe”. Merci, également pour vous tous¸ responde el padre.

Estamos en una especie de cruce, en un puesto abandonado que en algún momento sirvió comida o aprovisionó a los camioneros habituados a esa autopista. Empieza a lloviznar y no hay opciones de llegar hasta Sorata, los convoys pasan, pero van atestados. Conversamos con otros turistas que están en la misma situación que nosotros, dos argentinos y una suiza, nos dicen que hay que irse a La Paz y ahí a tomar transporte hasta Sorata, llevan casi una hora esperando. Descartamos en el acto la opción, porque implica más transbordos, alejarse del destino y más demora. Estamos convencidos de que de alguna manera nos la vamos a arreglar, así es que empezamos a hacer dedo a los camiones, lo único que circula además de las convis llenas. Después de un rato nos para un enorme camión de carga rojo que nos ofrece dejarnos en Achacachi, un pueblo más grande desde donde podemos llegar a Sorata. Subimos por una escalinata metálica a la caja de transporte, llena de arena en el fondo. Apilamos las mochilas y las tapamos para que no se mojen, nosotros nos pegamos a la pared más cercana a la cabina. El viento frío se mete al cajón con fuerza, pero al menos agua no nos llega porque nos protegen las paredes, más altas que nosotros. Cuando amaina, nos movemos en la cavidad, de diez metros por cuatro más o menos, jugando y sacándonos fotografías; llevamos 30 minutos por una calle recta que se desprendía de la carretera que une San Pedro con La Paz y de a poco va surgiendo la ciudad, primero ranchos y lugares de industria en la periferia, luego algunas casas y comercios, hasta que ya las casas constituyen el cerco continuo a ambos lados de la vía. Apenas entrando en el pueblo el camionero se detiene en una estación de bencina y nos dice que bajemos, pues no entrará más. Le agradecemos y nos adentramos a pie en Achacachi. Paramos cerca del mercado, a unos quinientos metros de la plaza principal, que no nos interesa visitar porque es igual a todas las demás plazas de los poblados bolivianos y de todos los pueblos perdidos del mundo, con la iglesia a un lado, gente vieja jugando damas, gente joven perdiendo el tiempo, una pérgola para la banda municipal, comerciantes, suciedad, árboles añosos, perros vagos y muchas palomas. El logo de Savory en un almacén me recuerda las tardes de infancia en Santiago después del colegio y las comodidades del hogar. Por un momento dan ganas de volver a la seguridad de lo cotidiano, pero sólo es el cansancio arreciando, aún falta bastante para tener reales ganas volver. La fatiga apenas asoma y aun se imponen a la sensación de soledad la emocionante incertidumbre del viaje y las ganas de conocer.

Nos detenemos en un cruce de calles aparentemente importante, en una de las esquinas del mercado del pueblo. Se supone que todos los vehículos que quieran salir del pueblo deben pasar por ese lugar, así es que por ahí cruzarán los transportes hacia Sorata. Llevamos horas sin comer y los almacenes cercanos nos ofrecen sus víveres. Decidimos una fórmula probada: sándwiches. Encargado del pan, parto a buscar por el mercado alguna panadería, la que encuentro a menos de cincuenta metros. Sigo buscando algo más para armar un emparedado decente, hasta que descubro unas ruedas de queso fresco típicas de Bolivia. Las fabrica y vende una mujer ciega de pelos canos, apostada con un carro en una de las calles paralelas al mercado. Imagino que fabrica los quesos desde que tiene recuerdos y que no ha salido del pueblo desde antes que fuera un pueblo, así es que transita de memoria. No necesita ojos para sobrevivir. Me dice que el queso cuesta, 5, 8 y 10 bolivianos, según el tamaño; con el de ocho parece ser suficiente para los seis panes. Me despido dándole las gracias, a lo que responde mirándome con sus ojos velados por las cataratas, con una sonrisa amable y regalándome unas palabras en su lengua sabia, palabras que no entiendo pero estoy seguro son una bendición para el viaje.

Al regresar al cruce Teresa y Camilo esperan con una bolsa de tomates, un sobre de mayonesa y una botella de Coca-Cola. A quince metros está estacionado un camión amarillo. Mientras armamos el almuerzo con nuestras cortaplumas vemos pasar un par de convis que van a Sorata, pero todas están llenas y ni siquiera se detienen. Uno de los locatarios nos dice que podemos preguntarles a las camionetas que pasan con productos para abastecer a zona. El resto de personas que esperan se suben como hormigas en las partes traseras de camionetas cargadas con troncos y herramientas. La tarde avanza y parece imposible llegar a destino, como si estuviéramos condenados a pasar la noche en Achacachi. Nuestra última posibilidad de salvación está estacionada hace rato a nuestra izquierda: el camión amarillo tiene pintado en el frontis el eslogan “Sorata Gas”, con grandes letras rojas. Según eso debe dirigirse a Sorata. Cuando lo menciono nos miramos diciendo lo obvio sin palabras. Me acerco y toco con los dedos en la ventana; el conductor parece estar durmiendo, pero solo descansa con los ojos cerrados. Se levanta el gorro de Sorata Gas que lleva y me mira extrañado. Con los dedos le digo que quiero decirle algo breve, a lo que baja la ventanilla a la mitad. Hola, buenas tardes, disculpe que interrumpa su descanso, pero estamos en una situación media complicada. Lo que pasa es que queremos llegar a Sorata y hasta ahora ha pasado todo lleno, parece que no vamos a poder conseguir nada. Me fijé que su camión dice Sorata Gas, así es que tal vez usted a hacia allá y nos puede llevar, somos tres, le digo levantando el mentón hacia donde están Camilo y Teresa. Estoy trabajando, contesta reacio. Si, pero, ¿va a Sorata? Si, pero voy a salir más tarde, estoy esperando a un camión para cargarlo con garrafas de gas y después tengo que repartir otras tantas en este. Lo podemos esperar. Si, podría llevarlos, pero si me pagan. Nos quiere cobrar diez bolivianos a cada uno, bastante para las condiciones en que viajamos. Noto que no está muy convencido, lo dice como al aire para ver si caigo. ¿Y si le ayudamos en lo que tenga que hacer, nos podría llevar gratis? Después de un breve silencio, accede. Esperen a que llegue el camión. Yo les aviso. Camilo y Teresa están de acuerdo con el trato. Aunque es arriesgado, no tenemos otra opción.

Junto a nosotros, en la parte trasera del camión, viaja un joven boliviano, una cabeza más alto que el promedio de los bolivianos, vestido con un buzo negro raído, una polera negra con las mangas cortadas y zapatillas. Lo único que lleva consigo es una botella de bebida naranja, unos guantes y una parka que están tirados al fondo del camión. Al subirnos el chofer nos dice que no sabe hablar. Él y el conductor del otro camión lo tratan mofándose. Tiene acné en la mitad de su cara, la mitad que no está desfigurada por un chorro de agua hirviendo que le vertieron cuando niño, antes de que pudiera aprender a hablar. Le dicen Van Damme y será nuestro compañero de viaje en esta ruta arcana. Viajamos en silencio, los cuatro pegados a la pared del fondo del camión, haciéndole el quite al viento, cada vez más fuerte a medida que subimos. Cruzamos un último valle en las riberas de un río que me hace recordar los que se ven viajando hacia el sur en Chile central, de cauce ancho y pedregoso en el verano. Sobre sus bordes rocosos docenas de mujeres secan sus faldas de colores chillones, que parecen enormes donas glaseadas con su forma circular agujereada. Cruzamos un campamento militar en Huarisata, el último lugar antes de iniciar el ascenso. El camión de Sorata Gas nos guía hacia lo alto de la montaña por una carretera en formidable estado, la mejor que hemos recorrido en Bolivia. A pesar de eso, por horas no vemos un solo automóvil, en ninguno de sus sentidos. La carretera, los campos a su alrededor, y la montaña por donde se encarama, están totalmente abandonadas. Únicamente son inundadas por un vaho blanquecino, una niebla que se espesa mientras avanzamos hacia las alturas, que se hace tan densa que ya no vemos al camión amarillo adelante nuestro. Nuestro camión se detiene cuando llegamos al punto más alto de la carretera, en un sitio abierto y empedrado a la orilla del camino, donde las nubes se aligeran levemente, dándonos un descanso. Ahí nos espera el otro. Nos hacen bajar del camión y el chofer con quien hablamos en Achacachi nos pide que esperemos un poco al costado. Los dos conductores conversan dándonos vistazos de reojo. Nosotros intentamos masticar hojas de coca mientras nos miramos en silencio entre la neblina. Van Damme espera, con sus escasas pertenencias en las manos, mirando el suelo sentado en una roca, lejos de nosotros y de los choferes.


jueves, 22 de diciembre de 2011

Cita para el verano


Lo que él realmente necesitaba era una botella de cerveza helada, con la etiqueta un poco mojada y esas gotas frías tan hermosas sobre la superficie del vaso.


La vida de un vagabundo.



miércoles, 30 de noviembre de 2011

Fin de semana.

Despertó y todo a su alrededor era neutro. Era neutro e inerte. Paredes grisáceas, cortinas beige, ventanas polarizadas que opacaban los colores de los árboles, ventanas dobles que silenciaban toda la vida exterior. Un televisor encendido transmitía un reportaje sobre la organización de las abejas. Miles de hexágonos encerados formaban un enorme panal, con un lugar predeterminado para cada abeja obrera, para cada zángano y para una sola abeja reina. Y para miles de huevecillos que se convertirían en obreras, zánganos y una sola reina, de manera perfecta hasta la eternidad. A su derecha, dormida en un sillón, reconoció a su madre, que inflaba y vaciaba el pecho a ritmo lento. En su dedo índice izquierdo tenía conectado un aparato gris y en las venas de la mano una manguerita afirmada con cinta adhesiva, que se perdía a sus espaldas. Imaginó la bolsa de suero goteando y la máquina de pantalla negra, líneas y números de colores, símbolos que, aunque le habría encantado, ya no iba a poder aprender a descifrar. En el velador a su derecha estaba sentada una rana de peluche, color verde claro, sonriendo y con grandes ojos blancos. ¡Mamá!, ¡mamá!, ¡mamá! ¿dónde está Ignacio?

Una caja feliz por favor. ¿Algo más? No, gracias. Tenemos estos tres juguetes, dijo, y mostró un pájaro, una rana y una chancha. ¿Cuál quieres hijo? Se empinó ayudándose con las manos desde el borde del mesón. La rana. Bien, es el que más me gustó a mi también. Sabe, voy a comprar además un helado. ¿Chocolate, manjar o vainilla? De manjar. Se sentaron en una mesa con cubierta plástica imitación de piedra, para que no se notaran las manchas. Las sillas apernadas al suelo estaban alejadas de la mesa y el niño hacía un esfuerzo para comer sin caerse. Era un lugar diseñado para que a las personas no les dieran ganas de quedarse. Era el final ideal de una nueva semana recogiendo las migas molidas por una madre llena de enojo y lanzadas por un juez imparcial, en un ambiente artificial con su hijo prestado. Se estaba acostumbrando a esa tristeza. Su hijo ya estaba en el asiento del copiloto e intentaba alargar el viaje hacia la casa de su madre mientras el sol lo encandilaba por el retrovisor y observaba lo feliz que era jugando con su rana verde, convirtiendo en un refalín el cinturón de seguridad y en una cama saltarina la bandeja frente al asiento del copiloto, hasta que el cansancio de un día aprovechado con su padre lo hizo empezar a cabecear y se quedó dormido, con su cabeza transpirada cayendo hacia el lado de su papá.

La autopista era ancha y permitía que los automóviles circularan con velocidad. Él mismo iba sobre el límite permitido, como casi todo el resto de los conductores. Iban todos envueltos en una inminente situación de peligro, pero se sentían seguros adentro de las máquinas. A los costados grandes edificios encajonaban el espacio plano, edificios que seguían construyéndose, cada vez más altos. Pensó hasta cuando se seguirían levantando esos edificios, de donde salía gente para llenarlos, parecía casi irreal la velocidad a la que su ciudad iba creciendo. La vida que había experimentado en su infancia ya casi no existía en la ciudad, donde poco a poco se acababan las situaciones de interacción espontánea con otras personas, volviéndose todo más impersonal y mecanizado, como el lugar donde hace poco comía con su hijo. La vista solo se abría mientras avanzaba la autopista, que se perdía descendiendo hacia el horizonte, donde el sol bajo cortaba las formas de los cerros. A esa hora los rayos ya no eran fuertes, así es que se quedó mirando fijamente el disco anaranjado unos segundos. Iba por la pista de la izquierda, pegado al muro de contención que separaba los dos lados de la carretera, un montón de pesados bloques de concreto unidos a lo largo de todo el camino, con la ventana abierta hasta la mitad para refrescar el calor que no se iba a terminar hasta meses después, cuando empezara el otoño. La autopista empezó una bajada casi imperceptible, que sin necesidad de que pisara el acelerador apuró aún más el auto. A la distancia observó como caían por el aire a ambos lados del muro, ocupando el espacio entre los edificios, miles de hojas de diario, como si hubieran lanzado montones de enormes panfletos desde el cielo. Entre el viento y las corrientes que generaban los automóviles en movimiento, las hojas no alcanzaban a tocar el suelo y volvían a elevarse, arremolinadas como bailando unas con otras, abriéndose, flotando, doblándose y enrollándose con movimientos sueltos. La luminosidad maravillosa del atardecer hacía brillar estos papeles que abandonaban su estado inanimado. Aflojando las manos del volante y mirando hacia el cielo se acordó de los grandes cardúmenes que nadan al unísono con perfecta coordinación, como si cada pez fuera una escama de otro enorme, reflejando los rayos que se filtran por gruesas capas de mar. Se quedó asombrado admirando este espectáculo extraño, acercando la cabeza al vidrio delantero. Se olvidó por un momento que estaba en la ciudad, manejando en una autopista, mientras el camino doblaba suavemente a la derecha.

martes, 22 de noviembre de 2011

Cita 6

El boxeo no siempre era una profesión agradable, pero no hay muchas profesiones agradables. Por ejemplo un abogado, el sueldo es bueno pero vaya un montón de fango. ¿Y qué me decís de un dentista? La boca de una persona es mucho más fea que su agujero del culo. U otro, un mecánico de coches: manos destrozadas, grasa que no se quita en la vida y estar siempre aumentando los precios un poquito por allí y otro por allá para poder apenas arreglártela. Además la gente se pone absolutamente gilipollas cuando se trata de su coche. ¿Un guardián de zoológico? Tiene que estar todo el día limpiando jaulas con una manga y contestando preguntas del tipo de "¿Las jirafas duermen?". No hay muchas profesiones agradables, pero el boxeo podía llegar a ser horrible.

El ganador.

martes, 25 de octubre de 2011

El pichón y el niño


En el medio de la pista, oculta entre el asfalto, estaba la pequeña paloma. Grisácea, apenas más que un pichón, yacía expuesta a las ruedas de los ciclistas que a esa hora circulaban por la vía.

Había estado desde mucho antes que comenzara la hora de mayor tráfico, cuando ni siquiera empezaba a refrescar y el sol estaba alto haciendo arder todavía el concreto. A esa hora, mientras con sus alas inexpertas la paloma intentaba volar de árbol en árbol para escapar a los calores, su impericia la hizo caer. En vez de ir poco a poco probando maniobras sencillas, volando del suelo a un cable o de una rama pelada a una fuente, o en una plaza donde los espacios son abiertos, entusiasmada por los autos coloridos que pasaban al costado del parque, se aventuró a adentrarse entre las arboledas de la ciclovía. Despegó desde la cabeza de un soldado, dando aleteos torpes y luego planeando inestable, ladeándose a ambos lados, cruzó la avenida hasta parar bruscamente sobre un banco de plaza. Todavía no sabía aterrizar directamente sobre las ramas de los árboles, así es que desde ahí dio un pequeño brinco, agitó las alas recién emplumadas un par de veces, y descansó, ahora si, sobre la ramita de un espino. Observaba atenta, satisfecha de sus progresos aeronáuticos, como pasaban y pasaban rápido los automóviles, rojos, blancos, amarillos, con seres humanos concentrados dentro, solos, hablando con aparatos extraños en las manos, otros parecía que hablaban solos, hombres y mujeres, a veces con niños dentro, todos avanzando y frenando coordinados. Le gustaban especialmente los que más fuerte pasaban, haciendo más ruido, y los que llevaban cosas en un compartimiento trasero, maderas, cristales y otros extraños autos más pequeñitos. Y le gustaban también las bicicletas que pasaban a sus pies, también hombres y mujeres que parecían más concentrados que los que iban protegidos en los autos, con las manos firmes al volante. Se extrañaba de algunas que a pesar del calor se ponían grandes cosas encima de la cabeza, como una nueva cabeza encima de la verdadera. Así observaba circular a los humanos, a la sombra de un espino, hasta que, sin entender como, la abandonó el fresco y empezó a calentarse las plumillas finas de la cabeza. No pensaba dejar de mirar el mundo nuevo que la rodeaba, enorme al lado del nido donde había pasado semanas esperando con el pico abierto a su madre, así es que buscó una nueva rama donde posarse para seguir contemplando el paisaje. El mismo follaje alargado del espino ofrecía lugares más templados, así es que decidió quedarse en el agradable sol y sombra del delgado árbol que la guarecía. Nerviosa ante esta nueva y más riesgosa maniobra, se olvidó de las púas que la rodeaban, y -¡ay!- al batir las alitas extendidas para cruzar el pequeño espacio que la separaba de la rama elegida, se clavó una punta pálida y larga, atravesándole completa la extremidad. Se dio cuenta cuando ya había despegado, cuando estaba enganchada en la espinosa defensa del árbol, se rajó parte del ala y cayó chocando entre el resto del filudo ramaje, hasta dar con el ala buena sobre el asfalto. Con un miembro torcido y el otro perforado, intentó recuperarse, mas lo único que logró fue arrastrarse penosamente unos centímetros por el asfalto caliente. Asustada la paloma trataba de salir de ahí. A todo sol y expuesta a los neumáticos aleteaba vanamente. Se acordaba de la espera segura en el nido, lejos del hombre, lejos de las máquinas, lejos del ruido, lejos de la luz, oculta entre ramitas frescas y hojas verdes junto a los demás polluelos. Intentaba desesperada mover sus alas, pero parecía un pato bañado en petróleo y lo único que lograba era cansarse cada vez un poco más. Hasta que no le quedaron fuerzas. Se rindió cerca de una franja blanca, casi en la mitad de la ciclovía. Quieta ahora, observaba venir desde lejos una y otra bicicleta, cuyas ruedas mientras se acercaban se volvían grandes y filudos discos, girando a toda velocidad capaces de rebanarla. Su horrible y oscuro plumaje se mimetizaba a la perfección con la superficie de la pista, ahora cuando lo que más necesitaba era ser vista. De no ser por sus ojitos naranjos, habría sido un bache más en el camino de los ciclistas, tan inmóvil estaba que a la distancia era imposible reconocerla.

Pero no pasaba desapercibida para todos. Entre el follaje de un ciruelo, una gata observaba impasible las desventuras del pichón. Y más arriba todavía, en lo alto del cielo, un aguilucho había detectado como se movía la triste cabecita de la paloma. Acechó volando en círculos primero, para posarse finalmente en la rama más elevada de un pino, esperando.

Y a medida que la tarde avanzaba, mientras bajaba lentamente el sol y se hacía más resistible la espera de la paloma, más y más ciclistas pasaban junto a sus alas tullidas, más y más autos llenaban las avenidas circundantes, más personas corrían y caminaban a los costados, todos ignorándola, esquivándola a última hora, justo antes de aplastarle, apurados sin detenerse en caso alguno, ni siquiera por la sola misericordia de rescatar un animal pequeño, herido e indefenso. Nadie tenía tiempo para ayudar a un animal sucio, infeccioso y que además abundaba. Quizás, pensaba el pichón, si hubiera tenido los colores alegres de un loro habría inspirado la compasión suficiente para que algún ser humano se detuviera por un segundo. Pero era nada más una paloma. Hasta que llegó, después de una espera interminable, un salvador. En una bicicleta azul con rueditas, un niño pequeño, de no más de cuatro años, pasó junto a ella. Frenó su bicicleta unos metros más adelante y se bajó despacito, sabía que no tenía que parar en la ciclovía y mucho menos bajarse de la bici. No pensó en todo lo que le habían enseñado y advertido sus papás, en los retos que quizás le llegarían, olvidó todo cuando se dio cuenta que podía tocar un animal, un animal que estaba siempre volando y nunca había visto más de cerca que unos metros cuando corría en la plaza tras las bandadas intentando atrapar alguno infructuosamente. Caminó peligrosamente contra el tránsito por donde venía, hasta llegar a donde estaba la paloma. A unos metros de distancia su madre se apuraba gritando ¡Agustín! ¡Agustín! ¡Sal de ahí Agustín! Pero Agustín era sordo a esas alturas. Se agachó conmovido sobre el ave y la tomó entre sus manitos. El pichón volvió a sentirse, por un instante al menos, protegido como en el nido donde recibía comida procesada por su madre. Delicadamente, el niño depositó junto a un tronco, al costado del camino, al pajarito. Le hizo cariño en la cabeza y el cuerpo, diciéndole que no se preocupara, que ya se iba a mejorar, que iba a venir su mamá y podría volver a volar otra vez. Su madre, un poco más tranquila, se había parado al lado con su bicicleta azul. Tras un pequeño sermón sobre los peligros de parar en la mitad de la ciclovía, que lo podían atropellar si andaba por ahí a pie y que no debía volver a hacerlo, Agustín se volteó por última vez a ver a la paloma, contento por haberla salvado. En la casa le iba a contar a su papá que había salvado una paloma.

Mientras Agustín, de la mano de su madre, se alejaba, la gata, que había aguardado observándolo todo desde hace horas, cuando vio volar al pichón desde la cabeza del soldado, esperando que se equivocara, se hiciera daño, que cayera, esperando que se acabara el incesante y molesto paso de los ciclistas protegiendo al pichón herido, que con paciencia infinita había estado oculta entre las hojas moradas del ciruelo, descendió apurada por el tronco, cruzó la vía y se paró junto al animal maltrecho. El aguilucho, ofuscado, continuó buscando ratones desde el cielo.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Gracias, Aquilina.

Aquilina.

Tiene sesenta años, camina todos los días desde las afueras de Uyuni, en el suroeste de Bolivia, acarreando un carro con ollas, teteras, un balón de gas, una cocinilla y otros utensilios de cocina, hasta su puesto en uno de los dos mercados del pueblo. Desde las siete de la mañana sirve desayunos, un café, un mate de coca, agua de manzanilla o trimate, a base de coca, anís y manzanilla, por dos bolivianos, y si el cliente quiere agrega un pan por cincuenta centavos. Calienta además en un sartén chicharrón de llama, pequeños trozos grasientos del mamífero más abundante en el área altiplánica, con cortes cuadrados de papa. Por cinco bolivianos sirve una porción, en un bol pequeño, sobre granos de choclo y acompañado con un pan. Ofrece otras viandas, como galletas y bebidas. El gas está siempre dado al máximo, el agua hierve permanentemente, casi hasta evaporarse por completo, vacía y llena de agua unos termos coloridos que están sobre repisas de madera.

La cara redonda, de pómulos marcados que achican por debajo sus ojos pequeños y oscuros, morena curtida por el sol del altiplano, nariz chata, pelo liso, negro azabache, largo y trenzado en dos partes que se unen por las puntas sobre su espalda, como la mayoría de las mujeres bolivianas, observa impasible la peatonal esperando a uno de los pocos comensales que caen a diario. Aquilina está casada con un profesor rural, se encuentran unos pocos días al mes durante los fines de semana. Tiene nueve hijos, cuatro de los cuales están muertos; los demás ya son profesionales, médico, ingeniero comercial, otro estudia derecho, todos a horas de distancia, en Sucre. Dice que los chilenos hablamos muy rápido. Quiere conocer el mar. Se queja contra "el Ivo", porque ayuda sólo a los pobres del campo, les regala computadores, les arregla caminos, les construye escuelas, pero a los pobres que no trabajan la tierra no los ayuda nadie y son más pobres cada día que las cosas básicas suben de precio. Como ella, que vive sola vendiendo unos pocos desayunos al día, que ha sufrido cuatro veces el dolor más grande, apenas imaginable, que resiste el frío y el sol del altiplano; con su cadencia pausada, imperturbable, ese aire cansado que algunos tienen por el rumbo de la vida y el transcurso del tiempo. A las once cierra porque desde esa hora ya no llega nadie.

Abre nuevamente a las seis de la tarde. Prende la cocinilla, calienta el agua y espera sentada mientras se evapora, salteando el chicharrón de llama, acompañada por las locatarias de los lados y un televisor en blanco y negro. Pido un trimate. Bondadosa, Aquilina me presta un tazón enlozado y permite preparar tallarines instantáneos en su cocinilla; le explico como se cocina este alimento novedoso. Sopa de gusanos, dice, le gusta, va a comprar para que su marido coma durante la semana, mientras están alejados. Tiene dos aguayos, el típico manto usado por las mujeres de regiones andinas peruanas y bolivianas, uno hace treinta años, grueso, firme, hilado fino en telar, desteñido; imagino que cargó con el a sus nueve hijos, además de mercadería y cualquier cosa posible. El otro, de colores más vivos y más delgado, hace diez. Le muestro el que compré para regalo, industrialmente fabricado, y con dos dedos abre el entramado de hilos y atraviesa uno, para luego reposicionarlos en su lugar. Si lo usara como los de ella seguramente no duraría más que unos meses.

La lengua madre de la señora Aquilina es el quechua. Me pregunta si quiero aprender. Tres, me dice, son las preguntas fundamentales. Mi cerebro de turista piensa cosas relacionadas con comida, baño y dormir. Pero no tienen que ver con eso. Son mucho más importantes. ¿Ima sutiyki? ¿Maymanta canki? ¿Mayman dishanki? Cómo te llamas, de dónde eres, hacia dónde vas.

Cita 5

18


Con estrépitos de músicas vengo,

con cornetas y tambores.

Mis marchas no suenan sólo para los victoriosos,

sino para los derrotados y los muertos también.

Todos dicen: es glorioso ganar una batalla.

Pues yo digo que es tan glorioso perderla.

¡Las batallas se pierden con el mismo espíritu que se ganan!

¡Hurra por los muertos!

Dejadme soplar en las trompas, recio y alegre, por ellos.

¡Hurra por los que cayeron,

por los barcos que se hundieron en la mar,

y por los que perecieron ahogados!

¡Hurra por los generales que perdieron el combate y por todos los héroes vencidos!

Los infinitos héroes desconocidos valen tanto como los héroes más grandes de la historia.


Canto a mí mismo.


domingo, 21 de agosto de 2011

Libros.

Hojea las primeras páginas del libro, buscando el lugar indicado para escribir lo que pretende. Más que indicado, exacto. No necesita anotarlo, de todas maneras va a recordarlo. Cada vez que abra el libro va a acordarse. Incluso cuando vea el lomo asomado en su exigua biblioteca, en el futuro tal vez más abultada, va a evocar el momento en su cabeza.

GRANDES NOVELISTAS, abajo, La novela actual en el mundo (más abajo observa un grabado en miniatura con una persona vertiendo líquido entre dos ánforas) Para Aaron Asher y Jason Epstein.

Va al dorso del libro. Lee las primeras líneas de ese paroxismo de resumen. Las del medio, unas palabras al final. (Foto Nancy Crampton, justo al centro del rectángulo). Intenta descifrar algo de la cara en la foto gastada. La cara del joven escritor. Se devuelve al inicio, a la tapa roja, gastada, doblada en el ángulo inferior derecho. Contiene sólo los datos indispensables, serie, autor, título, editorial, en letras de colores blanco y negro, de una tipografía que, piensa, no podría no ser de los años setenta u ochenta, intentando ser llamativa dentro de la austeridad máxima. Abre el libro. En la primera página de roneo hay una calcomanía verde con los datos de Librería Antártica Ltda. Av. Pdte. Kennedy 5413, L.132 Nivel Canelo · Parque Arauco FONO… Piensa si la librería existe, parece que sí. Se imagina el centro comercial hace treinta, treinta y cinco años ¿Se llamará todavía Nivel Canelo? Podría llamar, tal vez el número telefónico se mantenga. De nuevo el hombre del agua. Muy blanca, no hay datos. PHILIP ROTH MI VIDA COMO HOMBRE, logo, raya, Emecé Editores. Todo muy grande. Título Original Ingles MY LIFE AS A MAN. Copywright © 1970, 1971, 1973, 1974, by Philip Roth. Diseño de tapa. Tiene que ser al frente. Para Aaron Asher y Jason Epstein. Aaron y Jason. Quienes serán o habrán sido, el misterio de siempre. Podría ir debajo, y para mi de... no, lo ha hecho alguna vez antes, no para sí mismo, claro. Yo podría ser su musa, si el me lo permitiera. Del diario de Maureen Jonson Tarnopol. Tampoco, ya está en el libro. Se devuelve. NOTA AL LECTOR. Más atrás. Sí, este es el lugar preciso. Bajo el nombre de Lucrecia, al centro, en diagonal, con su portaminas, escribe.


Muere de hambre. Lleva horas leyendo, estudiando. En esa actividad se gasta bastante energía, lo sabe, así es que necesita alimento abundante. Un italiano a media tarde. Cruzando Bellavista parece que hubiera más gente en la ciudad, las veredas están llenas. En el suelo, abundan los paños teñidos con anilina, con cachivaches de toda clase, adornos corporales, pipas, artesanías, libros. En general sólo se detiene ante estos últimos, como esta vez. Siempre tienen pocos, como si fueran títulos realmente escogidos. Y, por los ejemplares que ve, parece ser realmente el caso. Uno concita su atención, olvidando para siempre a los demás. Se encuclilla y lo toma. El vendedor, alto, cabezón, con la cara marcada por la viruela, usando anteojos de sol de cristales celestes, lo aborda con su garganta corroída. Roth, ganador del Pulitzer, eterno candidato al Nobel, uno de los más importantes escritores norteamericanos, en dos mil te lo dejo, en tres lo tenía pero por ser a ti te lo dejo en dos. El libro es viejo y está doblado. Parece que se hubiera mojado y el doblez fuera el típico engrosamiento por humedad, pero no es así. ¿No me lo podi dejar en menos? No si ya está barato, ese sé que lo vendo rápido. Se queda mirando el libro entre sus manos un momento, cuando lo vuelven a bombardear. Si es bueno ese autor, América bajo amenaza se llama su último libro creo, tiene muchos más, siempre se gana premios. Este no le he leído, pero te va a gustar, lo estuve hojeando. Si, si lo conozco. La Conjura contra América, así se llama. No es el último, pero esa información se la reserva. En este tipo de negociaciones prefiere aportar el mínimo de información, todo puede ser usado en su contra al momento de acordar el precio. Preferiría incluso actuar mejor, hablando peor al menos. Me voy a comprar un completo, mientras lo pienso. Entra al local. Blanco, rojo, amarillo, harta luz, harta música de discoteca, desde las once de la mañana hasta el cierre. Dame ese que tiene tocino, grande, le dice a la vendedora. Un Italiano especial. ¿Nada más? Nada. Son ochocientos noventa. Espere por favor, su vuelto. Pide que le cambien un billete para poder regatear algo el precio, parecer que tiene el dinero justo. Engulle el pan, termina el trámite de la alimentación más apurado de lo que debería, su libro puede haber desaparecido, y sale. El libro está ¿No me lo podi dejar en mil quinientos? No flaco, si ese está barato, lo acabo de traer además. Seguro hoy día lo vendo. Un tipo que está sentado al lado apunta con la cabeza hacia donde están los libros. Agachado sobre el paño hay una persona con chaqueta, anteojos y maletín. Toma un libro con tapa roja. Él me lo compra, es profesor, le saco tres lucas compare, le dice al otro el vendedor. Ataca. Roth, ganador del Pulitzer, eterno candidato al Nobel, uno de los más importantes escritores norteamericanos, en tres mil se lo dejo, a cuatro lo tenía, pero por ser usted se lo dejo en tres mil. Está pensando que ahora el maldito drogadicto lo ignora y se va a quedar sin el libro. Y además por más plata, para comprar más pasta base el puto y seguir cagándose la garganta. Por un momento se resigna y busca una excusa ridícula del destino. El hombre deja el libro para tomar otro y regresa la esperanza. Escucha parado al lado del paño algo sobre un libro de un Marcel, no tiene idea quien es, ve una tapa blanca con dibujos y algo que dice Nosecuanto Marcel. Lo que si escucha bien es que le hacen un precio por llevar los dos libros. Lleve ese y el de Roth por cinco mil. Ya no odia al vendedor, sólo es cuestión de negocios, él se demoró en decidir y perdió. Es más que obvio que prefiera venderlo a quien puede pagar más. Sigue siendo un drogadicto. Pero es que este está doblado, dice el supuesto profesor todavía encuclillado, mostrando el de Roth. Si, pero es que ese es antiguo, por eso nada más, pero fíjese, está sanito. Mmm, además este libro no ha sido editado de nuevo en español. Sabe mucho el profesor. Si no, me lo compra el joven, ya flaco, tres luquitas. Hijo de puta piensa mordiéndose el cerebro. ¿Y este quien es, el palo blanco?, le dice mirándolo. No, para nada, sólo estaba viendo antes que usted el libro y regateando el precio, pero no me resultó. Es más, para que me crea,… Puedes ser un alumno… le puedo decir que fui pololo de Catalina. ¡Si claro!, por eso me sonaba tu cara, ¿cómo te va? Claro que me acuerdo. Preparando el examen de grado estoy, eso creo que resume todo. Justo estaba en un recreo, comiendo un hot dog para seguir dándole. Claro, el examen de grado. Si te puedo dar un consejo, no te compliques con demasiadas teorías y explicaciones, anda al grano, a lo concreto. Cuando yo estudié, porque era huevón, leí muchas cosas, los textos más largos, quería saber todo, quería entenderlo todo y al final me demoré más y me saqué un cuatro. Yo hice algo parecido, pero ya estoy abocado nada más en resúmenes, y los textos los tengo para consultar algunas cosas. ¿Y te ha ido bien? ¿Te interrogan?. El tono de voz tranquilo, los ojos achicados a través de unos gruesos cristales y el permanente esbozo de una sonrisa irradian bondad. Si, a mi ritmo, pero bien, tranquilo al menos, y me interrogan una vez por semana, me sirve bastante, para ordenarme y presionarme un poco más a estudiar intentando retener. Que bien pues, ojalas sigas así. Compremos los libros entonces, yo me quedo con el de Marcel y tú con el de Roth. Dame los dos por cinco mil. ¡No, por favor, cómo se le ocurre, si usted quiere los dos, llévelos nomás! No te preocupes, es que en realidad soy mañoso y ese libro está muy doblado, no me gusta. ¿Conociste alguna vez mi biblioteca? No, nunca, pero me acuerdo que recogía hierbas y después las guardaba entre las páginas. Piensa en que las hojas van entre las páginas. Me acuerdo de una vez que fuimos al interior de Olmué, a un restaurantede comida típica chilena, y luego caminamos por La Campana. ¡Ja ja!, esas ridiculeces románticas. Así, tengo recuerdos de los lugares en que estuve mientras leía tal o cual libro. O al menos la noción de que estuve en algún lugar. Me gusta encontrar esas hojas cuando los tomo otra vez, además se conservan bien. Yo también tengo algunas entre mis libros, unos tréboles de cuatro hojas, a veces vuelvo a verlos. Dale el libro de Roth a él. Perdona, pero no me acuerdo de cómo te llamas. Diego, Diego Vega, usted se llama Fernando, ¿o no?. Si. Hace el ademán de sacar los dos mil quinientos de su billetera y entregarlos. Sabe que no le va aceptar el dinero, pero debe igual hacerlo. Tome, los compramos a medias si un libro es para cada uno. No, cómo se te ocurre, te lo regalo. Le insiste en que acepte. Además, ni siquiera lo leeré luego, primero tengo que dar el examen, y sólo soy el ex pololo de Catalina. Y hace un tiempo ya. Ah, pero eso no importa. ¡Lo comido y lo bailado no te lo quita nadie pues! Probablemente ese refrán, en este caso, significa algo así como “quédate con todo lo bien que lo pasaste en esos años que estuviste junto a ella, con todo los buenos momentos, el resto no interesa”. Eso al menos cree él, pero no está muy seguro y lo seguirá pensando. Así te guardas la plata para otro hot dog, para esas cosas la necesitas más ahora. Bueno, muchas gracias, se pasó. Le entrega cinco mil pesos al vendedor, ya da lo mismo si comprará pasta base o que con ellos.

Siguen caminando por Pío Nono.

¿Usted estudio acá cierto?

Si.

¿Y hace clases acá?

Oh, me encantaría, pero ahora solo tengo cursos en la Finis Térrea y uno mínimo en la Católica.

¿Y de qué?

En la Católica sobre mediación.

Qué entretenido, acá no me acuerdo que haya habido cursos sobre eso.

Lamentablemente es un área marginal.

No se aplica mucho eso de que más vale un mal acuerdo que un buen juicio.

Así es. Bueno, un gusto Diego, que estés muy bien.

Usted igual, y muchísimas gracias por el libro, me voy a acordar de usted cuando lo lea. Se estrecharon la mano.


Sabe que no necesita escribirlo porque es de esos momentos que no va a olvidar. Hasta el fin de sus días, cree, más aún si por punto de referencia tiene ese nuevo y gastado libro. (Más tarde revisará todos sus libros. Sí, recordará de donde salió cada uno, y no son pocos. Esperará saberlo siempre, aunque lleguen a ser muchos más). Nuevo, pero de 1975. Pudo haber sido otro el primer lector, ese mismo año o treinta y cinco después. En algún momento, será él. A pesar de eso, apoya la punta del lápiz y empieza.


miércoles, 20 de julio de 2011

C.4


Por eso cuando se perdió el Tao se perdió también la virtud
perdida la virtud se echó mano a la bondad
perdida la bondad se echó mano a la justicia
perdida la justicia quedó el ritual.
El ritual es apariencia de lealtad e indigencia de la fe
y el principio de todas las discordias.

XXXVIII.

viernes, 3 de junio de 2011

Dos más dos

Parte de la experiencia de Ernesto indicaba hasta ahora que la naturaleza humana era relativamente decente. Parte de sus estudios de filosofía indicaban que el hombre por naturaleza era bueno. Pero eso era nada más una parte. Cierto tipo de conversaciones ebrias (y filosofía bastante lúcida, aunque lo ebrio y lo lúcido no son necesariamente opuestos, como manifiestan las dos frases precedentes, aunque pareciera lo contrario), revelaban que justamente el hombre por naturaleza es todo lo contrario. La experiencia, a pesar de lo que Ernesto pensara, indicaba justamente eso. Entonces, lo que realmente generaba las creencias de Ernesto no era la experiencia ni la filosofía, sino su confianza, su ingenuidad o su bondad, cuestiones que de manera general van de la mano. Confianza e ingenuidad que pueden ser una virtud, de la misma manera que un defecto. Hasta donde los momentos de amargura habían llevado a Ernesto, en los cuales se alejaba de su creencia primitiva, ingenuidad era lo mismo que ser un completo huevón.

La gente cambia. Ingenuidad. La gente no cambia. Realidad. Las personas se preocupan por las demás personas. Confianza. Las personas sólo se preocupan por sí mismas. Realidad.
Las cosas, las situaciones, las personas, admiten clasificaciones. Una que le gustaba a Ernesto, por su aptitud de síntesis, como reveló en algunas conversaciones, era una según la cual las personas pueden ser de dos tipos: a unas les importa lo que les importa a sus semejantes, a otras no les importa lo que les importa a sus semejantes, o lo que es lo mismo, no les importa más que lo que les pase a ellas. En la ingenuidad y optimismo de Ernesto, a todos les importan los demás. Pero los hechos dicen otra cosa. Los hechos y la borrachera, que finalmente consiste en hechos desmembrados de toda clase de conciencia, lo que convierte a esos hechos en algo aún más concreto, menos susceptible de interpretaciones (aquí Ernesto, optimista como siempre, saca algo bueno de la borrachera, su honestidad), concluían que estaba equivocado.

Cuando el sobrio o ebrio de Ernesto llega a estas conclusiones, hay sólo una cosa que puede sacar en limpio. Por muy entusiasta que sea el optimismo, por muy grande que sea la ingenuidad, por muy estúpida que sea la confianza, en cierto punto la persona es lúcida, lúcida como cuando dicen que el hombre es el lobo del hombre, lucidez tan gigante como esas que revelan lo evidente, tan consciente que se da cuenta que no puede confiar y que la ingenuidad es un defecto, a pesar de lo cual confía, cree en las personas, cree en que puede ser importante lo que hacen los otros, los que son iguales al otro. Eso por un lado hace que su ingenuidad sea aún más estúpida. Pero, a pesar de eso, a pesar de que sabe que unos no cambian, que a unos no les importa, sigue creyendo y confiando, porque en el fondo, a pesar de que sabe que en algunos simplemente no se puede creer, sigue siendo optimista, porque recuerda, en una lucidez aún mayor, una que supera la amargura, que no todos son iguales, que a algunos realmente si les preocupan los demás, siempre, no importa si se acuerdan o no, si es un deber o ser. Ernesto mantiene la esperanza, bajo un riesgo enorme: enormes decepciones. Sigue creyendo, porque dentro de su confianza e ingenuidad, se queda con el lado bueno de las cosas. Pero al final, a pesar de su optimismo, la interrogante pervive. Eso no es suficiente mientras los hechos demuestren lo contrario.

domingo, 22 de mayo de 2011

C.3


-Bueno -le dije dándome golpecitos en el brazo-, el deber me llama. Como dijo un juez a otro: "Sé justo, y si no puedes ser justo, sé arbitrario."

El Almuerzo Desnudo

Buitres

Dentro de un cuadro lleno de colores amarillos y verdosos destacan dos figuras de color café, prácticamente del mismo tono. Una, la de atrás, o que está en segundo plano, algo fuera de foco, es un buitre de largo pico y cabeza blanca, da la impresión que salvo por las plumas el resto es sólo hueso, una calavera y las dos patas. Está casi al medio de la imagen, en la punta de, si uno la partiera en cuatro, del cuadro superior izquierdo. La otra, en primer plano, ocupando el cuadrante inferior derecho del recuadro, es una niña que está encuclillada y con la frente apoyada en el suelo. Parece que el peso de su cabeza fuera tal que simplemente no puede cargarla con sus débiles hombritos. Parece un gran sapo de tierra, con las piernas traseras flectadas al máximo, los codos y antebrazos en el suelo. Se alcanzan a ver las costillas marcadas de la pequeña, como esos perros o caballos famélicos, un collar blanco en su cuello y otra cosa blanca alrededor de su muñeca. Al fondo, desenfocados, se divisa lo que pueden ser chozas de una aldea y unos árboles verdes y espinoso. El resto es arena, paja, pastizales secos, arena, piedras y más arena.

La imagen parece a primera vista bastante macabra. Un buitre a punto de almorzarse un niño. Imaginar que después de la foto, en vez de ser una cebra o un ñu como han mostrado infinidad de veces los programas sobre la naturaleza salvaje, las costillas al aire, con algunos restos de carne adosados, iban a ser de una niña de unos cuatro años no deja indiferente a nadie, o al menos a nadie relativamente normal.

La polémica se genero, además de todo lo que tenga que ver con la hambruna y abandono de África, el capitalismo, el egoísmo (no es muy difícil interpretar la metáfora de la fotografía y decir que tal o cual parte simboliza esto o lo otro), en torno al tipo que tuvo la fortuna (o que fue llevado por La Fortuna), de estar en ese lugar en ese momento, aunque quizás se repetía, y sigue repitiendo, en montones de caseríos africanos. El ojo acusador se fijó exclusivamente en el fotógrafo, en la parte de la fotografía que no se ve, en como había dejado abandonado a su suerte a esa pequeña criatura. Digamos, el mundo puso la carga y sus culpas por todo lo que pasaba en ese continente en ese sujeto. Los problemas con eso eran varios. Primero, uno que tiene que ver con la forma de ejercer el oficio (esto creo excede la profesión). El fotógrafo no puede intervenir la realidad que lo rodea. Puede ser una opción al momento de dedicarse a expandir lo que es visible a las personas, divulgando o compartiendo situaciones maravillosas o extraordinarias o realmente terribles, no importa si hay algo inanimado, un vegetal, un animal o un ser humano. El ojo privilegiado, detecta, interpreta, captura, revela, selecciona, exhibe o publica. Punto. Apuntar a quien detectó esa imagen resulta del todo injusto si sólo estaba cumpliendo con su función o un principio al ejercer de esa forma el oficio, que probablemente sea compartida por los miembros del gremio y tal vez sea hasta enseñada en las escuelas de fotografía. Un instante en el mundo debe atraparse, no intervenir en él. Segundo, nadie sabía realmente si el buitre se comió a la niña. Si bien, pensando en las distancias y proporciones, el buitre probablemente era más grande y más feo que el niño, y además parece que lo está mirando, acechándolo, concluir a partir de eso que fue abandonado para finalizar en los picotazos de un ave carroñera y su bandada parece una gran exageración, sería como meter presa a una persona por comprar una pistola. No se conocían realmente las circunstancias que no se ven en la foto, por ejemplo si habían más personas cerca (se ven unas chozas al fondo de la foto), cuestión que parcialmente se dilucidaría años después. Y tercero, dejando de lado todo tipo de discusión ética o valórica sobre el deber de ayudar a los necesitados, no se conocían tampoco las circunstancias que rodeaban al fotógrafo, quizás se estaba subiendo a un avioneta o helicóptero, quizás se subía a un jeep para arrancar de una tribu de caníbales o de guerrilleros, quizás la sacó con un gran teleobjetivo. A pesar de todo esto, a pesar incluso de la evidencia contenida en la propia fotografía, la “crítica” fue devastadora con el reportero, quien en síntesis dejó abandonado a un pobre niño africano desnutrido, para que muriera bajo las alas pardas de un ave carroñera.

En 1994 Kevin Carter ganó uno de los más importantes premios (o el más importante) entregados en Estados Unidos a medios de prensa por su fotografía. Ese mismo año se suicidó. En el período inmediatamente anterior había sido públicamente señalado y enjuiciado por un acierto en el cumplimiento de su trabajo. ¿Fue eso lo que lo llevó a tomar esa última decisión? ¿Su vida previa ya estaba llena de sufrimientos y eso nada más gatilló una cuestión inevitable? ¿O fue el morbo de la audiencia y los críticos, de una masa informe y diabólica que toma decisiones sin control y sin criterio, una masa sin consciencia, sin remordimiento, que devora todo a su paso y cuyos efectos son excluyentemente destructivos? Una sola foto, dos efectos totalmente opuestos: el reconocimiento y la condena (por eso algunas representaciones de La Fortuna muestran una rueda). Por una parte la academia, un grupo de personas que toma decisiones en forma responsable, informada, meditada, justificada, y por la otra un ente inclasificable y devastador (quizás en el mundo oriental existe alguna forma de describir esto, aunque incluso en ese caso asumen un rol destructor que es parte de un conjunto superior de movimientos cíclicos). Entonces, la interrogante en torno a la fotografía. ¿Quién es el verdadero buitre? O, ¿cuál es el buitre? Parecen haber, al menos, cinco posibilidades.


domingo, 10 de abril de 2011

Juan Pablo observa quieto.

Juan Pablo observa quieto, con al cabeza encorvada, el lugar nuevo en que se encuentra. Mira a su alrededor como inspeccionando cada centímetro. Es una oficina pulcra, ordenada, limpia, fresca, donde se respira el buen aire de quien la habita. El espacio no es demasiado amplio, pero si silencioso y tranquilo. Sonríe Juan Pablo con la plantita que hay de adorno, verde como su polera, mostrando las encías casi sin dientes como en cámara lenta, levantando levemente la cabeza. ¿Te gusta? Le pregunta su mamá, mientras le agarra la mano y él da un si agrandando la sonrisa. Un rato después Juan Pablo está con el ceño fruncido mirando al frente, a la señora desconocida y elegante, aunque no sabe que es eso, su mamá le pregunta si se aburrió o si tiene hambre, y más tarde, con los ojos cerrados y el mentón en el pecho, prácticamente dormido. En el intertanto, la madre ha respondido las interrogaciones de la señora. A la primera, responde por él que no, si no habla. Cuando le preguntan desde cuando, dice que desde siempre, él siempre ha sido así, que venía con el cordón umbilical enrollado al cuello y como nació por parto normal eso le generó daño neurológico. Años después le contaron que era culpa del hospital, que debían haberle hecho una cesárea. Juan Pablo no habla, ni se ubica en el tiempo ni el espacio, que puede ser una de sus bendiciones, flotar un poco nada más encima de la superficie, sonriendo por las plantas, por el sol, por los niños que juegan a la pelota en el pasaje al que da su casa; no habla pero si puede expresar sus emociones, irradiando ternura de su sonrisa sin dientes o anegándolo todo con las escasas lágrimas que salen de sus ojos. Se comunica por obra de la naturaleza, espontáneamente, como cuando reclama sus comidas a las horas precisas agitando los cazos, una de las pocas veces en que se inquieta porque generalmente es tranquilo, y se entretiene con poco escuchando música o cuando lo van a ver sus hermanas. No le gusta mirar tele (para que si es mejor y, como él, más simple ver lo real), ni los gatos, los ha tirado las veces que le han llevado uno de mascota. Le encanta cuando lo duchan, ahí podría quedarse horas dice su mamá, bajo el chorro tibio de la ducha teléfono, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados mirando el cielo. Juan Pablo no se da cuenta, pero estampa su huella en un papel que registra los dicho de su madre. La madre estampa su firma, se agrega una segunda firma del testigo, y la señora pone fin a la diligencia estampando su cargo. Pone fin a la diligencia con un gesto de caridad que es más su sello que el timbre antiguo, sello que se nota desde que saluda al último de los empleados, y se nota también en las respuestas que recibe, llenas de respeto, del que se gana con actos sencillos, cotidianos y concretos.

Afuera, tomándose un café, espera a María su marido. Es un hombre alto, delgado, muy delgado, con la piel llena de gruesos pliegues casi pegada a los huesos. Está abrigado a pesar del calor agobiante de un verano que, como se está haciendo habitual, se prolonga más de lo esperado. No tiene color esa piel grisácea, el cáncer respira por sus poros. ¿Qué ha hecho esa mujer para merecer, casi a los sesenta años, hacerse cargo de dos guaguas, como ella misma dice? Un inocente de treinta y ocho años, al que hay que mudar, lavar, dar de comer, llevar a controles médicos periódicos, subir y bajar de la silla de rueda, limpiar las babas, dar un banquete de medicamentos para úlceras estomacales, epilepsia, y vitaminas, ¿es una bendición? Un esposo de sesenta y ocho sentenciado, al que las quimioterapias sirven para estirar nada más que una agonía, al que también tiene que atender en su infinita fragilidad, ¿es una carga? María afirma como el Atlante toneladas de dolor en sus espaldas, ¿le ayuda alguien con unos gramos al menos? Se alejan, ella gordita empujando la silla de ruedas, con su marido alto al lado, caminando lento. María tiene que seguir esperando con su paciencia infinita y su dulce temple de acero, mientras tanto seguirá vendiendo cachureos en la feria, aguantando cansada el sufrimiento sobre sus hombros, mucho más fuerte que Atlas, sin quejas, ganándose su lugar en un memorial imaginario.

Cita 2


"El olor a fritura parecía llenar su conciencia. Pensó, pero sólo por un instante, que las frituras eran la nueva aberración, como el tramo de carretera con sus tiendas de saldos y sus autocines para mirones. Rápidamente corrigió ese pensamiento casual, pero recordó que las frituras fueron una de las primeras cosas que se han olido en el planeta. Tras el descubrimiento del amor, de la importancia de la caza y de la constancia del sistema solar, vino el olor de la comida frita. Incluso ahora, al final de la cosecha, en los rincones más inaccesibles de los Cárpatos, los pastores bajan de los montes con sus rebaños, en otoño, para oír los violines y los tambores sin encordar de los zíngaros, y oler las salchichas girando sobre brasa de carbón. Las frituras son bárbaras (reniegan de la autoridad) y su magia es la malnutrición, el acné y la vulgaridad. Son indigestas y sumamente olorosas, y pueden ser, si te falla la suerte, lo último que huelas de camino al patíbulo. También son portátiles. Hay que poder comerlas sentado en una montura, o a bordo de una noria de feria, o recorriendo las avenidas y senderos de algún parque de atracciones de pueblos. Hay que poder comerlas de las manos, sacándolas de un cucurucho fabricado con hojas, corteza o piel humana, mientras remas en tu canoa de guerra o marchas hacia el frente. Estaban comiendo frituras cuando hicieron el primer sacrificio humano. Estaban friendo berenjenas en el Coliseo cuando desmembraron al filósofo en la rueda y entregaron el santo a los leones. Estaban comiendo frituras cuando ahorcaron a las brujas, descuartizaron al pretendiente y crucificaron a los ladrones. Las ejecuciones públicas fueron nuestras primeras celebraciones y las frituras son comida de fiesta. También son la comida de los amantes, los jugadores, los viajeros y los nómadas. Al celebrar y enaltecer las frituras, todas las grandes carreteras del mundo mantienen vivos nuestros recuerdos primitivos de cazadores y pescadores errantes, cuando no poseíamos historia y teíamos muy poca visión de futuro. Son la comida de los vagabundos espirituales."

Esto parece el paraíso.

miércoles, 19 de enero de 2011

Bob Dylan


Carlos pensaba en las implicancias de escuchar a Bob Dylan. No escuchar hablar a Bob Dylan, sino escuchar la música de Bob Dylan, aunque a veces su música y como habla son una sola cosa. Andaba en estas cavilaciones porque estaba justamente escuchándolo. Andaba, como un cada vez más gente, aislado por un par de audífonos marcianos y costosos. Se desvió de lo principal también con esa reflexión, cómo las personas se prohíben encuentros casuales o cotidianos por trasladarse ensimismados escuchando su música, sea cual sea, totalmente ajenos al resto de las personas; y en como habrá sido hace años, cuando las personas se hablaban en las micros o en el metro o en las calles sin asustarse unas a otras, porque no había otra cosa que hacer que ser parte, permanentemente, de un mundo poblado por humanos. "El hombre es un animal social"; se lo habían enseñado alguna vez en el colegio. Por ahora, a Carlos no le interesa la filosofía. Entonces volvió a escuchar a Bob Dylan, iba la mitad de una de las canciones que le gustaban (porque no le gustaban todas, en general no era un fanático radical de nada), The Times They Are Changing se llamaba, o algo así, y volvió a los pensamientos sobre este músico. Hizo memoria de los distintos lugares en que había escuchado a Bob Dylan, o Robert Zimmerman que es su verdadero nombre, también se desvió elucubrando que esa persona, Robert, desaparecía detrás del músico, poeta, artista, estrella de rock, cantante folk, guionista actor, defensor de los derechos civiles, y en como desaparecía y terminaba depositada en una gran fosa imaginaria con el resto de las personas que proporcionan un envase, con corazón, pulmones, huesos, y cinco sentidos a personajes, o una gran fosa con nombres de personas muertas, cuerpos y personas que se pierden en el mundo de la fama cuando son suplantadas por sus alter egos que se convierten en personas reales. La mente de Carlos es bastante dispersa. A pesar de eso nunca le dieron Ritalín en el colegio, ni fue a la psicopedagoga. Volviendo entonces a Bob Dylan, empezó a hacer una pequeña lista de lugares o situaciones, contextos en que había escuchado las canciones de Bob Dylan y como en cada uno tenía efectos o un contenido diferentes. Primero, a altas horas de la noche, o de la madrugada, mientras terminaba alguna fiesta o intento de fiesta en que abundaban los hombres y escaseaban las mujeres. Se acordó como las pocas mujeres que llegaban a esos eventos terminaban de arrancar gracias a Bob Dylan. Segundo, se acordó de una película que tenía por canción principal una de Bob Dylan, Hurricane. Esa servía para motivarse en momentos desafiantes o para darse aliento ante la dificultad. Entremedio empezó a pensar en que haría en esta época Rubin "el Huracán" Carter, boxeador retirado y quien inspiraba esa canción, en si la escuchaba o no con frecuencia, y si escuchaba en general a Dylan. Tercero, se acordó de algún aviso publicitario que usaba como música de fondo un tema de él. Difusamente, se acordó de algo nostálgico, de un padre y su hijo una tarde invernal y sureña, con mucha lana alrededor, unas praderas verdes esponjosas y una casa de madera. Era un comercial de café. Seguramente Bob Dylan abusaba del café, entre otras cosas, pero de ahí a relacionarlo con un invierno sureño había un abismo. Pensó en el publicista que había inventado esa imagen y en la relación entre la música y la imagen. Pensó que ese tipo quizás era fanático de Bob Dylan y quizás quería hacer que a la masa, al ver el aviso, le dieran ganas de escucharlo de nuevo, o saber de quien era esa canción. Si era así, pensó, ese tipo era un genio. O una nueva versión de terrorista. Se acordó, de pasada, de los perros de Pavlov, Igor, Fedor, León, Antón y los demás, siempre con nombres de literatos rusos, pues para Pavlov la literatura era un pérdida de tiempo, lo que no deja de ser, desde su científico punto de vista, comprensible, e imaginó que la compañía de café pagaba especialmente a los supermercados por que pusieran esa misma canción de Bob Dylan en algún momento, y en como aumentaban las ventas de café cuando eso pasaba. Esos eran los terroristas, no el publicista. Se acordó, en cuarto lugar, de cuando lo ponían en la radio, pero no en cualquier radio. En la noche, cuando iba solo manejando, en auto volviendo a su casa, pensando en como la noche no había aportado mucho, quizás un encuentro con una mujer, sin sentido y sin futuro. Se acordó que siempre pensaba, en esos momentos, en si había una persona poniendo esa música en ese mismo instante en la radio o si había una computadora diseñada para la nostalgia y la soledad de los regresos a casa. En si, en el primer caso, esa persona estaba igual de abandonada que él en ese momento, si fumaba, en como aguantaba la noche en una radio vacía, apenas iluminado su escritorio. Quizás no estaba solo, y había una mujer al lado. O un hombre, quien sabe. Y, mientras pensaba en el quinto contexto bobdylaniano, que era el que vivía en ese momento pues la lista se le iba a acabando, es decir caminar sólo de noche, no volviendo esta vez sino yendo, que era mucho mejor, por la ciudad, mirando las farolas y los autos, a la gente moviéndose a hacer cosas entretenidas y olvidarse de las presiones laborales o a trabajar de noche, a las personas que recogen la basura y no son vistas por casi nadie (pensó que muchas canciones de Bob Dylan podían ambientar ese trabajo de overoles azules, mañanero, consistente en limpiar la ciudad para el día del resto de la gente, o ser invisible limpiando la ciudad de día), en las luces de los avisos (entremedio pensó en como la luz de la ciudad invadía la noche y le robaba oscuridad a las estrellas y como éstas eran ocultadas por el hombre a sus propios ojos), Carlos fue interrumpido de sus reflexiones. Apenas había llegado a un paradero de micro. Un sujeto con olor a vino lo distrajo, golpeándose dos veces con los dedos índice y anular de la mano derecha sobre la muñeca izquierda para preguntarle la hora. Era flaco, bajo, con una gran masa de pelo ruliento en la cabeza, y se le marcaban unas arrugas en la cara. Carlos se sacó los audífonos, estaba terminando It Ain't Me Babe, sacó su teléfono del bolsillo y le dijo que eran las diez diecisiete. Le contestó, en vez de gracias, que le pasara el celular. El celular y la cosa de la música. Se quedó paralogizado, no sabía que hacer, se preguntó si eso era un asalto, no estaba muy seguro porque nunca antes lo habían asaltado. El sujeto le insistió que le pasara las cosas, pero sin demasiada violencia, sólo subió un poco la voz. Había gente al lado, quizás no quería espantarlos y por eso no gritaba o tenía un tono más amenazante. Como en cámara lenta Carlos, temblando porque le habían mostrado un cuchillo oculto bajo la chaqueta de mezclilla, después de eso sí que estaba seguro que era un asalto, le pasó primero los audífonos. Esto no te lo pedí, pero igual me lo llevo, le dijo el tipo. A ver que estai escuchando. Sonaba All Along The Watchtower. Se puso los audífonos y se los sacó rápido. Bob Dylan, me gusta esta canción, All Along The Watchover, ¿sabí que así se llama o no? Ponla más fuerte, así escuchamos los dos. Eeh, esa sí, sé como se llama, pero no todas, nunca me sé bien los nombres de todas las canciones. A mi me dicen Bob Dylan. ¿Qué? Carlos no entendía nada. Que a mi me dicen Bob Dylan. ¿Y de dónde eso? Me pusieron así en mi villa, en Valparaíso. Ah, ¿y por qué? Porque toco guitarra, y por el pelo. Estaba tocando un día en la calle, en uno de los pasajes de la villa, en Playa Ancha. Ya estaban todos guardándose, pero yo seguía. Hasta que de una ventana me gritaron que porqué no me dejaba de hueviar, si acaso te creí Bob Dylan conchetumare. ¿Y era Bob Dylan lo que estaba tocando? No. ¿Y paró de tocar? Tampoco. Le grité de vuelta al choro a ver si me venía a hacer callar, que viniera él y todos los demás a callarme si querían. Y saqué la armónica también y ahí si que me puse a cantar Bob Dylan. Estaba tapado de pilsen eso sí. ¿Y? Nada po socio, no se paró nadie, la pobla se quedó entera callada. De ahí quedé como Bob Dylan. ¿Y qué canción cantó ese día? No se, no me acuerdo, Mister Tambourine Man, algo así. ¿Y porque no canta también en las micros, en vez de robar digo? Lo único que se le ocurría a Carlos era seguir la conversación, ya había asumido el robo y se le había pasado el terror por el cuchillo. Si igual lo hago a veces, pero esto da más plata. Ah, entiendo. Ya ándate mejor será, le dijo Bob a Carlos y le pasó los audífonos. ¿Y cómo no me va a robar? No, ya no, dale las gracias Bob Dylan. ¿Y de dónde le gusta Bob Dylan? Le gustaba a mi viejo. Eeh, bueno, gracias, que le vaya bien.

Se fue, no estaba consciente de hacia donde, sólo iba, pensando en la extraña felicidad de lo imprevisto, cuando lo imprevisto resulta y es bueno, en como se iba acordar de Bob Dylan, el verdadero, en que le gustaría verlo en una micro, cantando, y darle unas monedas. O unos billetes. Y, más tarde, atravesado por otros montones de ideas, cuando despertara de esa ensoñación y se acordara de lo que venía pensando antes de su primer no robo, Carlos iba a notar que había descubierto tres significados más de escuchar Bob Dylan, o como puede variar su contenido según el contexto, y los agregaría a la lista. En el séptimo, Bob Dylan mismo se aparecía, en vuelto en una toga blanca, como una especie de redentor, etéreo y brillante, espiritual, con una armónica que disparaba haces luminosos, que llenaban de dicha el espacio que iluminaban. Empezó a sonar Stuck Inside Of Mobile With The Memphis Blues Again, una de las canciones que más le gustaban a Carlos. La encontraba alegre.

lunes, 17 de enero de 2011

A la deriva

Puedes ver el azul del mar. Puedes contemplarlo eternamente sin aburrirte de su oscilación azarosa, de su constante movimiento agitado por los vientos en la superficie, manchado de blanco, y desde lo profundo, en vibraciones enormes que sólo ocultos monstruos marinos, residentes en recónditas cavernas, alejadas incluso de la luz solar, comprenden y dominan con el batir de sus aletas y tentáculos. Tú sólo podrás yacer contemplando la inmensidad del rabioso Pacífico, tumbado en tierrafirme o tumbado en la primera superficie, capilar aún, flotando -que hermosa palabra, flotar- en las aguas saladas con respiración pausada, llenando tus pulmones de oxígeno, creciendo desde el ombligo al cuello, inflando y desinflando tu fuelle para mantenerte a flote. Eres un náufrago en tu barco de huesos y carne, a la deriva guiado por las corrientes submarinas, derritiéndote con el equinoccio sobre el frío mar meridional, disolviéndote como la arena revuelta por las olas furiosas en la orilla hasta depositarte en el fondo marino. Eres navegado por las olas, inhalando profundo para permanecer sobresaliente, mientras la luna palidece, ciego mientras te cubren las plantas que nadan junto a ti, te acercan poco a poco al borde del mar, mientras crecen tus cabellos y se estiran tus brazos y piernas, tus dedos se estiran también y mutan su color hasta que eres una gran alga rojiza y yodosa. Y te aferras, igual que la familia de las algas pardas, si, la del humilde cochayuyo, a los filos de las rocas, entre equinodermos espinosos y soles marinos, penetrando las finas grietas que la marea ha abierto, martillando desde tiempo inmemorial esos apéndices de la tierra, mientras bailan tus brazos gelatinosos y mojados, serpentinos con el oleaje. Sientes como el cuchillo helado de un artesano corta tus raíces, y te escabulles sumergiéndote entre las rocas, juntos con pequeños peces y tímidos crustáceos. Quizás por última vez te gobiernan las mareas, hasta la orilla esta vez, arrastrándote por la arena mojada, para emerger entre la espuma efervescente. Mientras caminas quemándote con la arena, apenas apoyado en unos dedos ínfimos, en unas plantas diminutas, crees que estás seguro porque puedes moverte libre. Y desde tu alto y limítrofe promontorio de roca, por un momento, eres suficientemente lúcido, y te das cuentas de cómo la corteza y el mar han estado luchando infinitamente, como la tierra se derrumba de pronto, abrupta, se intenta apropiar con brazos lerdos de lugares que no le pertenecen adentrándose en las aguas, para ser rechazada, una y otra vez, por la violencia de las olas enormes, en una batalla en que jamás será vencedora, porque seguirá siendo rechazada por mareas furibundas. Y la tierra, ínfima con sus flores y cactus, con sus arañas y lagartijas, microscópica con el hombre posado en ella creyendo que la domina, se sigue derrumbando de forma imperceptible. Y te das también cuenta de que el hombre es menos que nada, que jamás va a conquistar a la naturaleza, jamás a va a conquistar la tierra, jamás va a conquistar ni la selva ni el desierto ni la montaña, jamás va a poder explicarla y jamás podrá terminar de destruirla. Y menos aún podrá conquistar al mar, inmenso y profundo, menos aún podrá sumergirse y conocerlo, sino por fatales aventuras de calaveras hundidas, no se lo permitirán jamás esas iracundas olas y esas corrientes submarinas, ni sus residentes salvajes. Al fin, agradeces que no sea tal el Pacífico, te das cuenta de que sólo podrás seguir llenándote los pulmones con su viento fresco y su olor salado; en una flotación imaginaria, sólo podrás contemplarlo y admirarlo.

Cita 1



"-¡Pégate a la lancha, Pip, o por Dios que no te voy a recoger si saltas; acuérdate de eso! No podemos permitirnos perder ballenas por gente como tú; una ballena se vendería por treinta veces más que tú, Pip, en Alabama. Acuérdate de eso y no vuelvas a saltar.
Quizás con ello Stubb sugería indirectamente que, aunque el hombre ame a su semejante, el hombre, sin embargo, es un animal que hace dinero, propensión que ha menudo interfiere con su benevolencia"

Moby Dick.