Llevas años buscando
ese objeto. Ha sido mucho más que una búsqueda. Has rastreado ese libro,
investigado sus ediciones, su extinción y los motivos de su desaparición. Los
resultados no han sido concluyentes. Has buscado en cada librería, en cada
puesto de libros usados de la calle San Diego, has preguntado en los locales de
Torres de Tajamar, metido las manos entre las rumas polvorientas en los
galpones del Persa Biobío, las cajas de libros mordisqueados por las ratas en
las ferias de pulgas en avenida Argentina y El Belloto, y el que buscas aún se
niega a aparecer. Igual de infructuosa fue la búsqueda fuera de tu país, en
Parque Rivadavia, Parque Ferial Amazonas, San Alejo, Calle de Donceles, el
Mercat de Sant Antoni. Has consultado los catálogos de las bibliotecas públicas
y escudriñado una inmensidad de bibliotecas privadas, intentando incluso
retirarlo a hurtadillas de alguna estantería lejana, esas que están en las
esquinas y solo quienes se pasean y disfrutan leyendo los títulos de los lomos
coloridos visitan, pero la edición que buscas parece tan difícil de obtener
como un incunable. Es un libro pequeño, según te han dicho, pero existe. Existe
porque tienes la certeza de que al menos una persona lo ha leído, una persona
que se fascinó con sus líneas y lo ha perdido. O se lo han robado, o se ha
esfumado simplemente. A veces crees que te contaron una mentira y ese libro
jamás ha sido escrito. Que imaginaron su existencia solo para abusar de tus
pasiones y obsesiones, y así atarte para siempre a una promesa, perversamente,
a sabiendas que jamás podrías cumplirla. A pesar de eso has seguido
preguntando, pertinaz, contumaz más bien, en cada uno de los lugares donde
puede descansar un libro. Sabes que jamás exigirán esa acreencia, que la
ligazón ha sido voluntaria, unilateral. Pero, con tal de cumplirla, seguirás
investigando con obcecación hasta que aparezca.
Estás a miles de
kilómetros de distancia de tu país. Ya preguntaste en otras docenas de tiendas
y revisaste cientos de estanterías. La respuesta sigue siendo la misma, por
parte de todos los libreros y bibliotecarios. “No lo tengo”. “Tengo este otro”.
“No, no me sirve”, respondiste siempre. Hasta que llegas a un lugar llamado
cuesta Claudio Moyano. Acabas de almorzar, refugiado bajo los árboles del
Parque Retiro, un par de modestos sánguches, la base de tu dieta hace unos
meses. Llevas horas caminando bajo el sol punzante y respirando el aire seco de
Madrid. Una vez más te invade una gota de esperanza, al ver la hilera de
quioscos con toldos y mesas, ahí, en cuesta Moyano. Te detienes en la parte
alta y contemplas ese ancho paseo adoquinado, con sus puestos grises a la mano
derecha, dándole la espalda al Real Jardín Botánico de Su Majestad. Recuerdas a
quien te mandó a ese lugar y la noche que compartiste con ella. Te desilusionas
al notar que en la extensa cuadra de locales hay apenas unos cinco sin las
persianas abajo. Recuerdas que la hora de la siesta, más aun en verano, es
sagrada.
Ajustas tú itinerario
para estar por segundo día en cuesta Moyano. El viaje llega a su final y no puedes
dejar pasar esta nueva posibilidad. Te paras otra vez en lo alto del boulevard.
Caminas lentamente hacia abajo, entre los quioscos y mesas atiborradas de
libros y revistas. Pasas frente al primer puesto, mirando nuevamente las tiras
cómicas francesas apoyadas en el anverso de su puerta abierta. Pasas frente al
segundo puesto, que exhibe cerradas sus persianas. Te detienes en el tercer negocio.
Una mujer sentada dentro, con un ventilador sobre la cabeza, lee. Las paredes
están llenas de libros viejos, unos con el lomo partido, otros encuadernados en
cuero, de letras doradas, otros más nuevos, pero todos parecen haber sido
abiertos en el pasado. Antes de preguntar, te volteas y revisas la mesa que
está en frente, con unos pocos libros destiñéndose y discos de vinilo desfigurándose
bajo el sol. Nada. Te devuelves hacia la mujer. Observas tras ella varias
torres de libros acostados sobre la contratapa. Uno de esos podría ser el tuyo.
Le preguntas. La mujer levanta su cabeza y te observa por encima de sus anteojos
de lectura. Cadenitas cuelgan a cada lado de su cara. Manteniendo la vista fija
en ti, gira el libro que toma con la mano izquierda, mostrándote la portada.
Ves los nombres escritos con letras grandes en la parte superior, y la foto de
una lámpara de aceite antigua sobre un fondo plano y oscuro. Es un libro
pequeño, tal como te habían dicho, aunque no imaginabas que tanto. Apenas del
tamaño de la palma de tu mano, delgado. Te interpela para saber si le estás
tomando el pelo. Intentas disimular tu conmoción, como si cualquier gesto tuyo
fuera capaz de revelar tu necesidad, dejándote a merced de los caprichos de la
vendedora. Nadie te va a quitar el libro, eres el único ahí, pero la ansiedad
siempre te puede hacer una zancadilla. Balbuceas
una frase incomprensible, reprimes una muesca de sonrisa. Te preguntan de nuevo.
Respiras lentamente, esforzándote para articular una respuesta. Hay que fingir,
recuerdas, un poco al menos. Con tu seriedad habitual, pero cordial, le
contestas que no, que no habías visto lo que leía. Como si no bastara con
decirlo una vez, lo repites.
-Es que, hombre, justo
lo tenía aquí -dice mientras se quita los anteojos y los deja colgando en su
escote reseco-, sobre este montón de libros, y me dije que no había leído nada
de él, entonces lo tomo, comienzo a leerlo, y luego llegas tú y me preguntas
por él.
-No, no le estoy
tomando el pelo, no había visto que lo leía. Es solo una coincidencia, una
enorme coincidencia. Son increíbles las cosas que pasan, estas que no se pueden
explicar. Vine ayer y estaba cerrado. No sé qué me hizo volver, ahora le
pregunto a usted, la primera persona con que hablo hoy, y lo está leyendo. No
se imagina hace cuantos años estoy buscando este libro, es como si me pinchara
el dedo con la aguja del pajar.
-Parece que alcanza a
ser de esas cosas que no se pueden explicar. Tanto, que no sé si creerte. Pero
bueno -te dice echándose el pelo para atrás con la mano derecha, una cabellera
larga y oscura, con algunas hebras ya descoloridas-, tal vez tenía que estar
aquí, esperándote. Es bastante potente el librito este.
-¿Y cuánto vale? -Inquieres
aunque en realidad el precio no tiene la más mínima importancia, podría decirte
que esas hojitas valen miles de pesos y lo pagarías sin siquiera intentar regatear.
En Santiago habrías actuado, usando cómo o
qué en vez de cuánto al preguntar el precio. Acá eso no te sirve para nada. -Está
bien, se lo voy a comprar. –¿Y me dejas terminarlo? Vamos hombre, que me quedan
unas pocas páginas, dame unos quince minutos, por favor, que está tremendo. –insiste.
–Vale, le voy a dar tiempo para terminarlo, no la voy a dejar con la lectura
inconclusa, no sería capaz, menos si está tan bueno como dice. Pero, se lo
ruego, no se lo venda a nadie. Voy a mirar un par de puestos más abajo y
regreso en unos minutos.
-Anda, gracias, vuelve
en un rato y lo habré acabado.
Sabes que estás
quebrando la primera regla de las ferias. Terminas preguntando, así como por
cumplir, si tiene algo de Benito Pérez Galdós, consultas por Fortunata y
Jacinta, por Luis de Góngora, por Manrique, por un libro de Passolini que
también llevas años rastreando, desde aquella vez que lo dejaste ir en Mendoza
y quizás cuantos años pasen hasta que encuentres. Recuerdas todos los objetos
que has dejado escapar, esos que has tomado, preguntado el precio, hecho una
oferta, pero que te has ido recordando mientras volvías a casa y todavía te
persiguen.
Caminas descendiendo
cuesta Moyano, en un estado de semiconsciencia, todavía adormecido por el
hallazgo y su forma. Sigues con lentitud, con el cuerpo lánguido, mirando,
tomando y preguntando por los libros que se te ofrecen y los que buscas, sin oír
realmente lo que contestan. No te percatas del paso del tiempo. Hasta que llegas
al fondo de la cuesta y te das cuenta que has dejado ir el libro. Tu garganta
comienza a estrecharse y sientes las venas bombeando adentro de tus brazos.
Tienes la certeza de que cuando vuelvas a buscarlo no va a estar. Das la vuelta
con el corazón apurado y remontas la pendiente. Llegas a los puestos del final,
o los del comienzo. El primero sigue exhibiendo las historietas. El segundo
sigue cerrado. El tercero está cerrado. El cuarto está abierto. El quinto está
cerrado. Te preguntas si era el primero o el cuarto. Buscas a la mujer, aun
sabiendo que no está en el primero, ni en el cuarto puesto, y sigues buscándola
más abajo con la misma certidumbre angustiosa. Te devuelves al cuarto quiosco y
le preguntas a la mujer que atiende, una que no es la que buscas, si conoce a
una señora que está en uno de los primeros puestos. Te contesta que ella es la
única mujer en esa parte de cuesta Moyano.
-¿Está segura?- Afirmas
que hace un rato nada más estuviste hablando con otra.
-Claro, llevo años
trabajando en este lugar y soy la única mujer en los puestos de este lado.
Insistes en que estás
seguro de haber hablado con otra persona. Y comienzas a dudar. Tal vez estás en
esos breves segundos después de despertar, durante los cuales recuerdas un
sueño con la sensación de que ha sido real. Buscas con ansia alguna pista que
te permita creer la historia que viviste, confirmada con la recuperación del
libro que acabas de dejar escapar. Mientras examinas las paredes de los quioscos,
postes y cualquier superficie cercana, te culpas por la condescendencia hacia
una desconocida ahora imaginaria, por no haber cazado ese objeto como si de
ello dependiera tú subsistencia, por tu falta de astucia, por tu estado
permanente de sopor mental. Hasta que encuentras un teléfono bajo el nombre
Libros Hernández. Lees ese patronímico y se te viene a la cabeza otra mujer.
Mirando al cielo diáfano de Madrid te sonríes pensando en quién te hace esa
broma, esa de hacerte recordar y mezclar las historias que has vivido o has
conjeturado. Encuentras también una dirección de correo electrónico. No estás
seguro de que sea el mismo lugar donde leía la señora, pero no tienes mucha más
alternativa.
Apurado bajas una vez
más hasta la intersección enorme cerca de la estación Atocha, y subes hacia una
calle pequeña en busca de un cibercafé para hacer ese llamado telefónico.
Entras al primer lugar que encuentras, ignorando a la persona que está tras el
mostrador. Ingresas a la primera cabina, descuelgas y marcas el número que
anotaste en el dorso de tu mano izquierda. Escuchas el sonido universal y
monocorde del tono de llamada e imaginas un teléfono sonando al otro lado, en
una casa vacía, tras una puerta de vidrio y sobre una mesita. Un pasillo
iluminado por la luz cenital e implacable de las tardes de verano, una luz sofocante
de la que todos quieren escapar. No contestan ni el primer ni el segundo
llamado. Sales de la caseta y le dices a un muchacho vestido de negro que te
habilite uno de los computadores, que necesitas internet. El dos, te contesta.
Te sientas frente a una pantalla anticuada e ingresas a tu correo. Las teclas
no responden a la velocidad de tus dedos temblorosos. Aunque
sabías que esto también ocurriría, te impacientas ante la lentitud del
servidor. Redactas
un enorme mensaje explicando con lujo de detalles tu día desde que llegaste a
calle Claudio Moyano, que vienes desde Chile, que la señora con pelo largo y
canas leía el que era tu libro a pesar de que aun no pagabas, que no puedes
irte de Madrid sin él, que dónde lo puedes ir a buscar, que cuándo van a abrir,
cuándo van a cerrar, si tienen otra tienda, palabras que, no te das cuenta, sobran.
Tratas de despedirte en forma educada y terminas el escrito suplicando. Envías
el mensaje, cierras tu correo y entras de nuevo en la cabina telefónica. Marcas
otra vez el número anotado en tu mano izquierda, ya a punto de borrarse por el
sudor. El tono suena tres veces allá lejos, hasta que descuelgan. El ¿sí? que escuchas te deja sentarte en el
piso de metal que hay ahí dentro y, por primera vez desde que empezaste a subir
Cuesta Moyano, crees que, tal vez, no perdiste el libro. Una mujer al otro lado
insiste, ahora con un hola
en tono de pregunta. Te despabilas y emites un saludo atarantado.
-Emm, hola, buenas
tardes, ¿hablo con la librería? ¿La librería Hernández?
-Sí, dígame, ¿qué
necesita?
Relatas una vez más toda
la historia. La voz al otro lado te interrumpe, exclamando.
-¡Claro que sí! ¡Pero
si te estuve esperando y no volviste nunca a buscarlo! –Ahora respiras
tranquilo. -Luego ya me tuve que ir, nosotros cerramos entre la una y las
cuatro.
Le pides disculpas
explicando y excusándote. Preguntas si vendió el libro a otra persona.
-Pues no hombre, si lo
reservé para ti.
-¿Y cuándo podría ir a
buscarlo? ¿Abre usted de nuevo hoy en la tarde?- En tu cabeza solo está el
avión que parte al día siguiente, tu mente apremiada no alcanza a entregarle
ese detalle.
- No, ya tiene que ser
mañana.
- ¿Y desde qué hora? ¿Podría
pasar a buscarlo a algún otro lugar? Usted dígame dónde y a qué hora nada más y
yo voy.
-No vamos a poder hoy, no
he alcanzado a terminar el libro, así es que me lo traje y hoy ya no vuelvo al
local. Hombre, tranquilo, pasa mañana y lo tendrán.
Sales de la cabina
telefónica, pensando en la conversación que acabas de tener. Desconcentrado,
entregas unas monedas al inmigrante de la caja. Empujas la mampara de la tienda
y caminas desorientado, hacia arriba por una nueva calle desconocida, aunque
esta vez no te preocupas de los mapas. Encuentras una intersección con
librerías en todas las esquinas. Entras a todas las que están abiertas y
vuelves a preguntar por el libro, maquinalmente, sin escuchar las respuestas,
pensando solo en el día siguiente. Deambulas errático por Madrid, por sus
calles asoleadas y vacías en la hora de la siesta. Intentas serenarte sentado
en una cuneta. Recuerdas que todavía está mañana y exhalas un poco más
tranquilo cuando piensas en el horario. Cierras los ojos y lentamente te llenas
de aire los pulmones, hasta el tope. Por hoy, ya no tienes nada más que hacer.
Te conformas con creer que alcanzarás a volver a Cuesta Moyano y luego salir hacia
el aeropuerto.
Intentas armar tu
mochila al día siguiente, apurado contra el horario de salida. Olvidas un par
de prendas al fondo del casillero y las pierdes para siempre. Bajas tres pisos
de escaleras cargando diecinueve kilos a tus espaldas. Cuentas las monedas para
que en forma exacta alcancen a pagar dos boletos de metro y una botella de
agua. Llevas, también cargada de recuerdos, una segunda mochila soportada por
delante.
Bajas a la estación,
corriendo otra vez enormes escaleras, entras en vagones llenos de gente, gente
durmiendo, con la vista perdida, escuchando música, leyendo, tal como en los
trenes de Chile. Intentas frenar el tiempo mirando tu reloj a cada minuto. Te pierdes
en las combinaciones, hasta llegar otra vez a Atocha. Emerges al mediodía ardiente
de España. Con esfuerzo abandonas la perspectiva del turista, la que llevas
siempre, incluso en tu propia ciudad, esa con que miras hacia los costados y
hacia arriba mientras caminas, atento a las cornisas y relieves de los
edificios, a los detalles revelados por la luz, la textura de las nubes, los
olores que se te meten en las narices y los movimientos de las personas que
trabajan. Te concentras en alcanzar ese pequeño libro, esa lámpara de aceite,
como si al tomarlo y frotar su portada fuera a ocurrir algún milagro. Frenas
para tomar aire en la parte baja de calle Claudio Moyano. Te despegas la camisa
mojada del cuerpo. Los rayos del sol se te entierran en la frente y el cráneo
desnudo.
Llegas al puesto de
Librería Hernández. Dos hombres en mangas de camisa conversan dentro, tras el
mostrador, repartiéndose el aire despedido por el ventilador que cuelga en
diagonal del techo y solo remueve el aire tibio. Saludas y cuentas una vez más toda la
historia.
-Aquí está el chileno,
Carlos, ¿te acuerdas lo que te conté, ese correo? –De pie, rodeado de libros
desordenados y amasando otro, le habla a su compañero que está sentado. Ambos
llevan la camisa abierta hasta la mitad del pecho y muestran sus vellos. Atrás
te fijas que cuelga un banderín del Atlético, el Aleti como dicen ellos, uno
de esos antiguos que estampaban con pintura. –Así es que tú eres. Enhorabuena
apareciste, ya estábamos por cerrar de nuevo. Bastante te importa el librito
eh. Acá te lo tenemos. Me lo entregó especialmente mi mujer, por poco y lo
olvido en casa.
-Menos mal, no sabe cómo
lo he buscado. En Chile, acá en España y en otros lugares también.
-No es que quiera
entrometerme, pero después de tamaño email tengo que preguntarte. ¿Por qué
tanto empeño en tener este librillo? No es que haya cambiado la historia de la
literatura, ni sea una primera edición ni nada.
-Alguna vez prometí que
lo buscaría, lo encontraría, y luego lo regalaría a una persona. Ahora solo me
falta la última parte. Aunque claro, todavía me lo tiene que entregar, después
de lo de ayer, hasta que no lo tenga en las manos no me confío.
-Pues bueno, aquí lo
tienes hombre, son dos euritos. Seguro que la promesa esa se la hiciste a una
mujer ¿no?
- Un amigo me dijo una
vez que detrás de estas cosas, de todas estas cosas, siempre hay una mujer. Él
se refería a escribir, o los intentos por escribir, cualquier cosa que fuera.
Creo que se quedaba corto, da para mucho más, pero algo de razón tenía. Quizás
usted también la tiene –todavía no querrás reconocer que sí se trata de una
mujer.
-Ni me digas, claro que
la tengo, figúrate que me casé con una librera, no sabré yo de libros y
mujeres. Y a nuestro hijo le pusimos Julián por el tío ese Sorel y lleva un
puesto más abajo, así es que imagínate.
Con el objetivo cumplido, te permitirás olvidar momentáneamente el avión que debes alcanzar.
Conversarás con los hombres de libros, de escritores españoles y chilenos, te
mostrarán algunas de sus bonitas ediciones, te condenarán con el recuerdo de
Juan Cáceres y la generación del cincuenta. Olvidarán la conversación sobre
mujeres. Evadirás por un momento, ahí con el libro aprisionado entre tus manos,
que ya habiéndolo encontrado más difícil será cumplir la promesa autoimpuesta.
Te despedirás y volverás al ritmo apurado de antes. Meterás el libro en el
bolsillo junto a tú corazón. Otra vez te hundirás y saldrás a la luz, aunque
algo más tranquilo. Cumplirás los trámites en el aeropuerto de Barajas.
Ya en tu asiento
estrecho, tomarás consciencia, recapitularás el viaje y tus andanzas. Revisarás
también la odisea que necesitaste para consumar la búsqueda, visitando
nuevamente cada lugar donde preguntaste. A la espera del despegue, cogerás el
libro y lo detendrás ante tus ojos. Con tu mano derecha acariciarás su portada.
Leerás su contratapa y lo abrirás. Mirarás nuevamente tu reloj. Imaginarás otra
vez que se te escapa, olvidándolo en el bolsillo del asiento delantero. Ya en
el cielo, a miles de metros de la superficie, te atreverás a leerlo. Recordarás
las palabras de tu acreedora. Te preguntarás si el viaje lo iniciaste para
dejarla atrás a ella, como tantos otros que parten para desprenderse.
Desprenderse de recuerdos, de la nostalgia y la tristeza, como si la distancia
fuera remedio para la soledad. Tardarás exactamente un minuto en leer cada una
de sus páginas y llegarás a la última sin interrupción. Ahora sí podrás
liberarte de ese objeto y, tal vez, también de esa mujer y su recuerdo. Te
invadirá la nostalgia por ella y por el viaje. También por otras mujeres. Por
toda la gente que has dejado partir, mujeres y hombres, gente con que has
compartido, a veces apenas una horas, pero que no volverás a ver jamás. Meditarás
sobre cómo ese abandono se repetirá en los años próximos, quedando más y más
personas en el pasado, cada vez más lejos, como si fueran cayendo a un pozo
mientras las ves alejándose, asomado desde el borde. Personas que se alejarán,
pero no olvidarás. Ella es una de esas personas, pero cae lento, demasiado
lento, más despacio que todas las demás.
Llegarás a tu ciudad. A
casa. Dejarás el libro muy cerca, en el velador, para verlo todos los días y no
olvidarlo ni a él ni a tu promesa. En algún momento incierto alcanzarás
suficiente valor para entregarlo. Para liberar tú voluntad, rompiendo al fin la
atadura y cortando el último vínculo. Supones, confías, como por arte de magia,
que así será.