lunes, 17 de enero de 2011

A la deriva

Puedes ver el azul del mar. Puedes contemplarlo eternamente sin aburrirte de su oscilación azarosa, de su constante movimiento agitado por los vientos en la superficie, manchado de blanco, y desde lo profundo, en vibraciones enormes que sólo ocultos monstruos marinos, residentes en recónditas cavernas, alejadas incluso de la luz solar, comprenden y dominan con el batir de sus aletas y tentáculos. Tú sólo podrás yacer contemplando la inmensidad del rabioso Pacífico, tumbado en tierrafirme o tumbado en la primera superficie, capilar aún, flotando -que hermosa palabra, flotar- en las aguas saladas con respiración pausada, llenando tus pulmones de oxígeno, creciendo desde el ombligo al cuello, inflando y desinflando tu fuelle para mantenerte a flote. Eres un náufrago en tu barco de huesos y carne, a la deriva guiado por las corrientes submarinas, derritiéndote con el equinoccio sobre el frío mar meridional, disolviéndote como la arena revuelta por las olas furiosas en la orilla hasta depositarte en el fondo marino. Eres navegado por las olas, inhalando profundo para permanecer sobresaliente, mientras la luna palidece, ciego mientras te cubren las plantas que nadan junto a ti, te acercan poco a poco al borde del mar, mientras crecen tus cabellos y se estiran tus brazos y piernas, tus dedos se estiran también y mutan su color hasta que eres una gran alga rojiza y yodosa. Y te aferras, igual que la familia de las algas pardas, si, la del humilde cochayuyo, a los filos de las rocas, entre equinodermos espinosos y soles marinos, penetrando las finas grietas que la marea ha abierto, martillando desde tiempo inmemorial esos apéndices de la tierra, mientras bailan tus brazos gelatinosos y mojados, serpentinos con el oleaje. Sientes como el cuchillo helado de un artesano corta tus raíces, y te escabulles sumergiéndote entre las rocas, juntos con pequeños peces y tímidos crustáceos. Quizás por última vez te gobiernan las mareas, hasta la orilla esta vez, arrastrándote por la arena mojada, para emerger entre la espuma efervescente. Mientras caminas quemándote con la arena, apenas apoyado en unos dedos ínfimos, en unas plantas diminutas, crees que estás seguro porque puedes moverte libre. Y desde tu alto y limítrofe promontorio de roca, por un momento, eres suficientemente lúcido, y te das cuentas de cómo la corteza y el mar han estado luchando infinitamente, como la tierra se derrumba de pronto, abrupta, se intenta apropiar con brazos lerdos de lugares que no le pertenecen adentrándose en las aguas, para ser rechazada, una y otra vez, por la violencia de las olas enormes, en una batalla en que jamás será vencedora, porque seguirá siendo rechazada por mareas furibundas. Y la tierra, ínfima con sus flores y cactus, con sus arañas y lagartijas, microscópica con el hombre posado en ella creyendo que la domina, se sigue derrumbando de forma imperceptible. Y te das también cuenta de que el hombre es menos que nada, que jamás va a conquistar a la naturaleza, jamás a va a conquistar la tierra, jamás va a conquistar ni la selva ni el desierto ni la montaña, jamás va a poder explicarla y jamás podrá terminar de destruirla. Y menos aún podrá conquistar al mar, inmenso y profundo, menos aún podrá sumergirse y conocerlo, sino por fatales aventuras de calaveras hundidas, no se lo permitirán jamás esas iracundas olas y esas corrientes submarinas, ni sus residentes salvajes. Al fin, agradeces que no sea tal el Pacífico, te das cuenta de que sólo podrás seguir llenándote los pulmones con su viento fresco y su olor salado; en una flotación imaginaria, sólo podrás contemplarlo y admirarlo.

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