jueves, 23 de febrero de 2012

Mate.

¿A qué hora salen a sacar leche?

Por ahí por las siete y media un cuarto pa las ocho. Nos juntamos primero a tomar mate y de ahí parten a lechar.

Claro, toman desayuno primero.

No, tomamos matecito nomás, todos juntos, lo primero del día es tomar el mate para tener energías. A la vuelta de lechar se toma el desayuno, yo preparo pancito mientras ellos sacan la leche y así los espero con el desayuno listo.

A las seis treinta de la mañana la mamita empieza a hacer funcionar la casa. La cocina a leña es el centro de todas las labores domesticas. Revive, la mamita, el multifuncional horno donde aún quedan un par de brasas, ya en sus últimos ardores, de la noche anterior, cuando ella fue la última en acostarse. El viejo también se levanta temprano, pero él espera, sentado en su mecedora observando en silencio desde un rincón privilegiado, a que le entreguen la hierba de turno. Con unos puñados de virutas, unos palos finos, otros más gruesos y unos cuantos resoplidos, reanima la fiel cocina, enorme armatoste de hierro desmontable, que empieza a dar vida a sus días campesinos. La azulada y tímida luz de la madrugada ingresa por las pequeñas ventanas mientras, desde dentro, el anaranjado inquieto de las llamas matutinas escapa ocasionalmente por las puertecillas entreabiertas de su caja de fuego y de los aros metálicos que tiene por quemadores. La madre sigue amasando la mezcla para el pan mientras espera que bajen los demás miembros de la familia, a tomar el mate que les dará fuerza para las primeras actividades cotidianas. La gran tetera se calienta mientras empieza a clarear la mañana.

La mamita sigue dirigiendo el rito, desde que llena de hierba una diminuta taza enlozada, que conserva el mismo celeste brillante desde hace décadas, hasta que lo entrega lleno de agua caliente a su marido, a sus hijos, y a toda otra persona que se asome y es invitada por ella misma a compartir. Todos se reúnen en torno a la cocina, donde está el fuego, el calor, el hogar familiar, al igual que los romanos hace miles de años y otros hombres en tiempos todavía más antiguos. La tacita hace círculos de mano en mano, volviendo siempre al centro, a la mamita, quien coloca, con cuidado, cada vez una cucharadita de azúcar y la rellena de agua, para entregarla a la persona siguiente. Así da vueltas por una hora que pasa lenta, que no tiene apuro alguno, yendo y viniendo de la periferia al centro, compartiéndose la bombilla, compartiéndose el agua y la hierba, hasta que se agotan, el agua de la tetera y el sabor amargo de la hierba. La única que no se agota es la madre que, con su pelo tomado y delantal puesto, no se cansa de preparar todo para el día, todos los días, de amasar el pan, de esperar que los moldes y bolas de masa crezcan por efecto de la levadura, hasta el punto exacto para meterlos al horno, para esperar nuevamente hasta que esté cocido, mientras los hombres salen a arriar vacas y sacarles las últimas leches del verano, mientras prepara el desayuno para su vuelta, mientras se afana limpiando ollas, trozando piezas de carne o pelando un pollo y disponiendo otras viandas para el almuerzo y la once. Tampoco se cansan su sacrificio, ni su sencillez, ni su generosidad. Ella misma es más importante que el fuego y que el mate. Sin ella no está listo el mate para ser bebido, cuando el sol detrás de las montañas empieza a apuntarse y los hombres se levantan. Sin ella, no se prende la cocina en las mañanas.

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