Mientras está
en su pieza, sentado en su pequeño escritorio, encorvado bajo una lamparita de
luz amarillenta, contemplando el jardín oscuro de la casa de enfrente y los
ratones equilibrarse sobre el cableado, retoma una vez más la pregunta. En
algún momento se la iban a hacer, alguna vez ya se la había formulado, pero, a
pesar de las anticipaciones, seguirá siendo una pregunta sin respuesta
concluyente. Escucha por un momento el sonido periódico de una escoba
arrastrándose sobre la vereda. Se seguirá llenando de intuiciones y cada vez
podrá ser contestada en forma diferente. ¿Dejará alguna vez de formularse esta
pregunta?
Porque piensa
el mundo como si estuviera relatado. Recuerda a su padre pintando cuadros en el
aire, con una espátula formada por la yema del dedo gordo de la mano derecha.
Él escribe con un lápiz imaginario esas mismas pinturas transparentes, narrando
paisajes increíblemente reales. Lleva dentro esta inquietud en forma constante.
Por rescatar lugares y personas olvidadas. Para recordar esos lugares y esas
personas. Para no olvidar lugares imaginarios, personas imaginarias y
situaciones imaginarias. Lo hace también porque ha leído y cada texto ofrece
una fuente nueva y un ejercicio nuevo. Y porque, como pocas, tal vez ninguna,
esta actividad, a pesar de todo, le ofrece una seguridad que raras veces ha
sentido.
Al llegar al
final de la página que le han puesto como límite, cuando la mano se escapa, se
representa varias alternativas. Recurrir al resquicio es una. Ajustar márgenes,
tipografía, interlineado. Usar una hoja tamaño oficio. Otra es simplemente
interrumpir la escritura. Otra es seguir irracionalmente y entregar un
documento cercenado. Volver a revisar el texto y editarlo, mediante diversas
supresiones. Concluye que tal vez no haga falta recurrir a ninguno de estos
artificios.
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