domingo, 1 de abril de 2012

Don Fermín.

Don Fermín lleva cuarenta años detrás del mostrador, atendiendo al barrio completo con incansable amabilidad. Instaló el almacén en el primer piso de su casa, adquirida con los ahorros granjeados tras quince años de trabajo comerciando al menudeo en ferias libres de Santiago. La entrada da a calle Santa Isabel y es amplia, como si invitara a pasar a los transeúntes. Don Fermín vio nacer el barrio, nos vio jugando a la pelota, crecer, vio morir a los abuelos y a algunos otros no tan viejos. Ha visto también como se han destruido las casas y en su lugar han levantado enormes torres de edificios. Él les dice panales, aunque siempre precisa que de avispas, no de abejas, que les falta la perfección de esos panales, el propóleo, la miel. Ya quisieran ser una estructura tan perfecta y segura como un panal. Dice también que son conventillos en altura.

No me acuerdo hace cuanto conozco a Don Fermín, aparece en mis primeros recuerdos, cuando acompañaba a mi madre a comprar algunos vegetales o azúcar. Antes de irnos, metía la mano, afirmando un cucharón metálico, dentro de un enorme pastillero de vidrio, sacándolo lleno de dulces de colores. Me encantaba ir y esperaba ansioso ese momento, hipnotizado por el arco iris dentro del frasco. Todavía está, pero no me parece tan grande. Cuando aparecen niños Don Fermín sigue regalándoles dulces, aunque ahora su mano tiembla mientras la acerca al recipiente y a veces tienen sabor rancio. Tal como el frasco, todo el local se mantiene petrificado en el tiempo. La misma vitrina refrigeradora celeste al lado de la caja, llena de cecinas y quesos, la misma balanza blanca, el mismo refrigerador enorme con bebidas, las más frías que jamás he tomado, y al fondo los mismos anaqueles atiborrados con bolsas de arroz, porotos, sobres de sopa y jugo en polvo, tarros de café, bolsas de sal, como una enorme e infinita despensa. El suelo está lleno de botellones con vinagre de campo, garrafas de vino, de aguardiente, todas con una gruesa capa de polvo. Del techo cuelgan propagandas que se mueven con las corrientes de aire, atados de ajos, y herramientas de aseo, escobas, baldes y paños. Parece un milagro que el local sin nombre de Don Fermín –nosotros solo íbamos donde Don Fermín- haya sobrevivido todos estos años, sin haber vendido jamás una de esas escobas y baldes o esas garrafas de vino avinagrado. Aunque no tenga nada que comprar, cada vez que ando por el barrio entro a saludar al viejo Don Fermín. Las veces que acompaño a mi madre, ya anciana, parece que el tiempo retrocediera en su cabeza y antes de irme me ofrece también el cucharón con caramelos.

A pesar de su edad, de la cabeza casi completamente calva, los anteojos de cristales gruesos y la barba cana, Don Fermín mantiene un espíritu vigoroso, el vigor que pueden entregar solamente años ininterrumpidos de trabajo dedicado y una vida esforzada, pero tranquila. En todas las conversaciones que mantenemos muestra una memoria formidable, recordando detalles de sus aventuras de juventud, cuando recorría solo las ferias comprando y vendiendo por los arrabales de la capital, o anécdotas vividas con otros vecinos que ahora esperan a Don Fermín en otra parte. Repasando el anecdotario estábamos, cuando apareció uno de los nuevos clientes, uno que había bajado de los panales. Era joven y estaba levemente borracho, venía con una botella de pepsicola a medio vaciar.

- Hola, sabe, le compré esta bebida en la tarde y me salió desvanecida, me la cambia. Tenía bonitos modales de joven insolente.

- Claro hijo, déjame sacar una del refrigerador. Don Fermín, ahí sentado en el mismo piso de hace décadas, detrás de las vitrinas llenas de confites que achicaban el mesón, no estaba para problemas con niños ebrios. Sabes, no me quedan de esas bebidas, ¿puede ser de otra marca?.

- No, tiene que ser Coca-Cola, es la única que me sirve. No ve que estamos tomando piscola.

- ¿Y cuántas se tomaron con la mitad de la bebida desvanecida?

- Ninguna, no ve que no alcanzamos a tomarlas, nos servimos cuatro y ahí vimos que estaba mala. Usted me tiene que cambiar la bebida, quiero esta y no otra. Usted me vendió un producto malo y tiene que cambiármelo. La ley del consumidor lo dice.

- Ah, un abogado, que interesante. ¿En que año vas? Mi hijo estudió leyes también. Estudió derecho en realidad, tú debes estudiar leyes.

- En quinto.

- A ver, tinterillo, préstame tú botella. Veamos si está desvanecida como dices. Con inusitada presteza, don Fermín le arrebató al joven su media botella de bebida. Sacó, de abajo del mesón, un vaso grande, de esos potrillos en que sirven mote con huesillo, con un concho de agua turbia. Del refrigerador tomó tres cubos de hielo y los metió en el vaso. Abrió la gaseosa y lo llenó. Mientras el líquido caía y se escurría entre los hielos, el carbonato de sodio se liberó explosivamente. Una hermosa capa de espuma acaramelada subió hasta desbordarse por uno de los lados del vaso. El muchacho presenciaba esto con la cara llena de vergüenza. Me paré a sus espaldas, encerrándolo contra el mesón. Don Fermín tomó tres tragos largos del vaso y exhaló ruidosamente.

- Aaaaaaaaah! No veo que esté desvanecida. Mira, pruébala. Mientras atrincaba al chiquillo, estiró apenas la mano y afirmó el vaso. Con un ademán lento, tomó un traguito.

- No seas tímido, tómatela toda, si es tuya. Tras la exhortación, se tomó lo que quedaba al seco. Hizo un intento por retirarse, pero Don Fermín afirmó su antebrazo, apretándolo contra el tablón con su enorme y gruesa mano de descendiente vasco. Espérame un poco, te voy a dar algo. No pongas cara de asustado, si no te voy a hacer nada. Se agachó tras el mesón y salió con un jarrito de agua en la mano derecha. Llenó el potrillo hasta la mitad y se sacó la placa. Recordé que en ese vaso guardaba la plancha de dientes postizos a la hora de la siesta, que cuando chicos jugábamos a robar. Terminaba siempre persiguiéndonos por la plaza, con la cotona celeste al viento y gritando entre los hoyos de sus encías, a las que les faltaban un par de incisivos, un canino, y la mitad de los molares, que reemplazaba con ese montón de dientes de porcelana e incrustaciones metálicas. La soltó sobre el vaso y se sumergió lentamente, ampliada por efecto del cristal. En la otra mano llevaba la vieja cuchara de lata que usaba para sacar caramelos. La metió hasta el fondo del pastillero y salió llena de dulces, tronquitos de color rojo, verde, amarillo y azul por fuera, y con un dibujo minúsculo al centro de su parte blanca, una bandera chilena, una flor o una pelota. Vació los caramelos en una bolsita de papel, que puso en la mano abierta del niño.

- Toma, llévale esto a tus amigos. Para que acompañen el trago.

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