domingo, 8 de abril de 2012

Maino.

En el antebrazo derecho lo acompaña la patrona de Chile. Cuando niños nos contaba que era un homenaje a su madre, que la virgen se la había tatuado por ella, muerta en los años sesenta. Él estaba embarcado, a miles de millas marinas de distancia, trapeando la cubierta del buque escuela. Allá mismo, en la lejana superficie del océano Pacífico, uno de sus compañeros de litera le teñía la epidermis al ritmo bamboleante de las olas, ayudado apenas con un poco de tinta y una aguja. Más de cuarenta años después, los trazos azulados de la virgen se derriten por su piel blanca y se confunden con sus venas. A pesar de lo gastado de sus huesos, mantiene una energía semejante a la que tenía cuando le dibujaron el brazo. Viaja kilómetros en bicicleta a las cinco y media de la madrugada para llegar al lugar donde es por primera vez capitán, sentado detrás de un escritorio, donde los mástiles se convierten en escobas y el timón en un citófono. No pierde detalle de lo que ocurre en cada uno de los dieciséis departamentos que custodia, desde las furcias que aparecen y desaparecen en el doscientos uno, hasta la forma en que se diseca lentamente el anciano del seiscientos dos, agudizando el olfato para ser el primero en sentir la podredumbre. A los setenta años es el corazón desvencijado de un edificio lleno de inquilinos de clase media. A las seis aparece en su bicicleta, protegido tan solo con un peto reflectante; en invierno se vuelve a calzar su viejo gorro de lana azul marino. A las siete ya vació los contenedores de basura. A las ocho trapeó, igual que cuando estaba en el buque, todos los suelos del edificio. A las nueve intenta ocultar sus hedores rociando la recepción con aromatizador. A las diez conversa con los taxistas del sector. A las once revisa la correspondencia a contraluz. A las doce calienta la olla en que trae el almuerzo preparado por su mujer. A la una está durmiendo siesta. Sus dientes también descansan, al fondo de un vaso con agua. Si no hay interrupciones retoma las labores a las tres. Se instala los dientes, toma su vaso de agua, y manos a la obra. Dirige con estilo marcial la barcaza. Aunque no conozca todas las respuestas tiene una para todo. Es diestro con el destornillador y con el trapero. Ayuda a la jubilada del cuatrocientos uno, cargando las bolsas de supermercado con sus recios brazos de marino, adornado también el izquierdo, con un ancla. En verano se pasea semidesnudo, luciendo, debajo de la cotona azul, el pecho duro y frío. Ese mismo pecho aplastaba cabezas en las cavernas del buque escuela. Con la camisa arremangada, con los mismos ojos azules y con los mismos brazos que ahora ayudan a ancianas indefensas, centelleantes en la penumbra de las claraboyas, como si tuvieran encerrados el océano, ahogaba almas por segundos infinitos en las oscuridades de la Esmeralda, sin importar las ofensas a los héroes de la patria. Apretaba los cráneos con sus dedos de acero primero, amordazaba jóvenes rebeldes, y luego los sumergía lentamente en barriles de agua, orina y mierda. Al fondo seguía estrujándoles las sienes. Una sola persona le ha enrostrado su pasado en este presente de siestas y asuntos domésticos. Es la Verito, aliñada, criada en el campo a las afueras de Santiago, endurecida por la crianza de sus nueve hermanos y la custodia de un marido borracho. Apatronada, no aguanta jamás los atrevimientos del viejo marino, repetidos cada vez que se asoma por el recibidor del edificio. Al lado de sus ojos, los de Maino son apenas de un celeste desteñido.
A mediados de diciembre, al retirarse la Vero del edificio, como siempre la esperaba con la puerta de acceso abierta, erguido y apoyado con el codo en alto, el marino. Le gustaba hacerse el caballero, tanto como le gustaba parecer diligente.
-Estoy de luto-, atacó el conserje entusiasmado, intentando amarrar a la doña con algo de conversación antes que terminara su turno.
-¿Y por qué no lo veo de negro oiga? ¿Qué le pasó, se va a morir mañana y se está preparando?
-¿No sabe lo que pasó?
-Hasta donde me he enterado, no ha pasado nada que me preocupe fíjese.
-¿Cómo, no sabe que se murió el general? ¿No está triste acaso?
-Eso era. Cuándo se muera mi papá voy a estar triste, qué me importa a mí ese caballero. Un par de cosas buenas habrá hecho, pero de ahí a estar triste… ¿Y por usted, qué hizo que le da tanta pena? No me diga que va a ir a esperar la carroza con una bandera en la mano, como esas viejas que mostraron en la tele.
-Pero claro, si yo soy uniformado igual que él. Ahí me voy a parar a esperarlo, lo voy a despedir en posición firme, cuando pase le voy a dar el saludo que se merece.
-Está mal usted, ¿no sabe cuánta gente se murió por culpa de ese viejo? ¿Y lo que se robó? Si así y todo le va a rendir honores, está loco, que más le digo, se nota que está viejo.
-¡Respeto por mi general! ¡No sea malagradecida, si nos salvó de los comunistas! ¡A usted incluida!
-¡Cómo que malagradecida! ¿Qué se ha imaginado? ¿Y usted, a cuántos mató?
-Para eso no tengo memoria- respondió, altivo, Maino.
-¿Y está orgulloso de haber matado a esa gente indefensa?
-No puedo estar orgulloso del cumplimiento de un deber. Estoy orgulloso de mi lealtad a la Armada de Chile.
Es la última conversación entre Maino y la Vero. Dio media vuelta, airada, y tras ella se cerró para siempre la mampara. Después de cruzar la calle seguía escuchando el eco de la voz del viejo.
-¡Pero no se me enoje Verito!
La Verito ya no trabaja en el edificio. No se despidió de Maino. Él tampoco trabaja en el edificio. No volvió de una operación al hígado. Un temblor lo levantó a mitad de la noche, mientras se recuperaba acostado en su camastro. Lo venía a buscar y se lo llevó sin avisar, cuando parecía que iba a resistir hasta al cáncer. Fue la primera vez que sintió miedo y no aguantó. ¿Seguirás sintiendo miedo, ahora que te estás pulverizando? ¿Es tú calavera la que comprimen ahora? ¿O estás esperando, una vez más, con la puerta abierta, a la Verito?

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